28/3/2024
Literatura

Ilustres excluidas. Rosario de Acuña y Sofía Casanova

Las dos periodistas sabían que las beneficiadas de su lucha serían las mujeres de las generaciones futuras

Ada del Moral - 29/04/2016 - Número 31
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Ilustres excluidas. Rosario de Acuña y Sofía Casanova
La periodista Rosario de Acuña.
Bismarck repetía que España era una gran nación porque llevaba apuñalándose varios siglos y aún sobrevivía. No hay mejor metáfora del alma cainita española. Cuando se habla de mujeres escritoras españolas del XIX y principios del XX parece que solo existen Emilia Pardo Bazán, Cecilia Bhöl de Faber, alias Fernán Caballero, Gertrudis Gómez de Avellaneda o Carmen de Burgos, alias Colombine. Pero hay muchas más que apenas se mencionan, víctimas de la dictadura y de un pasado recalcitrante. Rosario de Acuña y Sofía Casanova forman parte de este plantel de ilustres excluidas. Su memoria no se ha perdido, en parte gracias a las Obras reunidas de Rosario de Acuña editadas por KRK a cargo de José Bolado, autor de un excelente estudio sobre Acuña, el gran trabajo de Rosario Martínez Martínez en Sofía Casanova. Mito y Literatura (Xunta de Galicia) y la reciente publicación de Azules son las horas (Espasa), de la periodista Inés Martín Rodrigo.

Estas contribuyeron a abrir a las mujeres el mundo de los letraheridos e intelectuales, vivieron de su literatura, se expresaron sin rebozo, lucharon contra sus propias contradicciones, fueron perseguidas por la cerrazón masculina y el machismo femenino y navegaron entre rifirrafes públicos, divorcios, amantes que se hacían pasar por sobrinos y obras prohibidas en medio de una España y una Europa convulsas. A Emilia Pardo Bazán, compañera erótica y de conversación de Galdós, con una prosa tan sustanciosa como sus pantagruélicos tratados de cocina, la salvó pertenecer a las fuerzas vivas nacionales de esa interesante y desconocida España de la Restauración, donde una mujer en un Ateneo era cosa de entre circo y herejía. Los casos de Rosario de Acuña y Sofía Casanova, coetáneas de pluma y país —aunque una se autoexiliara en un barranco de Gijón y a la otra la cercaran todas las guerras y revoluciones del sangriento siglo pasado— son más injustos. Higienistas, defensoras de liberar al cuerpo femenino de opresiones físicas, ambas, en una suerte de maldición poética, pagaron con la ceguera su aguda visión para los asuntos del ser humano.

“Peligrosa para la moral”

CONTRA LAS OPRESIONES FÍSICAS DEL CUERPO. De pie y en traje de enfermera, la cronista gallega Sofía Casanov.  guy

Rosario de Acuña (Madrid, 1851 - Gijón, 1923), masona, librepensadora, republicana y anticlerical, era una señorita madrileña. Hija única de intelectuales refinados y poco convencionales, recibió una educación exquisita que le permitió beber de fuentes prohibidas a la mayoría de las féminas de su generación. Viajó a lo largo y ancho de Europa, residió dos años en Roma junto al embajador español, su tío Antonio Benavides y, verdadera mano de hierro en guante de terciopelo, logró poner en jaque a lo más rancio de España en cuanto se vistió de largo.  Primero se dedicó a sacar de quicio a las gallinas cluecas que escribían contra la emancipación en las revistas abanderadas del “ángel del hogar”, siempre enemigas de las influencias que animaban a la masa femenina a situarse a la altura del sexo fuerte. Después se alistó en las filas del combativo semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento, secuestrado cada semana por las autoridades pero que, gracias a los devotos ferroviarios, lograba llegar a toda España. Dirigido por Ramón Chíes (1843 - 1893) y Fernando Lozano (1844 - 1935), alias Demófilo, sostenía su firme defensa del anticlericalismo y sus posturas progresistas gracias a aquella generación corta en años y amplia de miras, la “gente nueva”, así llamada por uno de sus miembros, Luis París y Zejín, periodista, musicólogo e íntimo amigo de Rosario de Acuña. Rafael Delorme, Pepe Zahonero, Joaquín Dicenta y otros más se partían la cara mientras el imberbe 98 oía, veía y callaba. La mayoría murió joven, de hambre y tuberculosis, o arrastró depuraciones y exilios. A Rosario de Acuña, dado su pedigrí revolucionario, la recibieron como compañera con las plumas en alto. Además de estar adscrita a las órbitas masónicas con el seudónimo de la sabia Hypatia en la logia Constante Alona de Alicante, había sido la segunda mujer en estrenar un drama, Rienzi el tribuno, en el Teatro Circo con el aplauso de Echegaray y Clarín. Luego se atrevió a montar El padre Juan en 1891 en el Teatro de la Alhambra, que alquiló con sus propios medios y compañía. La obra, tan contestataria como el Juan José de Joaquín Dicenta Benedicto (1895) o La regenta de Clarín (1885), trataba de la corrupción eclesiástica y del afán de dominación. El poder de los confesores y los páter era una dictadura moral contra la que pocos se rebelaban y menos las mujeres, sus principales víctimas.

De Acuña y Casanova pagaron con la ceguera su aguda visión para los asuntos del ser humano

Mientras su drama agitaba el panorama ibérico, la vida personal de Acuña sufría toda clase de altibajos. Al fracaso de su matrimonio con el apuesto militar Rafael Laiglesia y Auset y a la muerte de su adorado padre se sumó que las autoridades prohibieron El padre Juan. Acuña se lanzó a un viaje por Europa en compañía de su madre; Carlos Lamo, joven que ya nunca la abandonaría, y su hermana Regina Lamo, gran amiga también. A raíz de la ceguera, redujo su producción literaria hasta que, en 1911, protagonizó un nuevo escándalo a causa del texto enviado al periodista Luis Bonafoux para el parisino El Internacional (L’Internationale) donde mostraba su indignación ante los insultos que unos estudiantes habían lanzado a unas estudiantes de la Universidad Central. Su ironía y su modernidad causaron tal escándalo que desató una huelga masiva en las aulas. El gobierno español se puso de parte de los huelguistas y pidió la cabeza de la atrevida escritora, que tuvo que exiliarse en Portugal, que acababa de declararse republicano. Después de tres años en tierras lusas, la indultó el Conde de Romanones así: “Rosario de Acuña, que debe tener más años que un palmar, ha de volver a la Patria, porque es una figura que la honra y enaltece”. Cuando Rosario de Acuña, también conocida por el seudónimo de Remigio Andrés Delafón, murió, salvo Castrovido y Zozaya, que siempre la admiraron, lo más que se solía recordar de ella, que había escrito para que las mujeres se conocieran a sí mismas, era que “escribía como un hombre, fuera de su sexo”. A  los censores franquistas sus escritos les sacaban de quicio de tal manera que la prohibieron siempre bajo el calificativo de “individua peligrosa para la moral”.

Una cronista de altura

Sofía Casanova (A Coruña, ¿1861/2? - Polonia, 1958), desde su tertulia madrileña de la calle Conde Duque, por donde pasó la flor y la nata de las letras hispanas hasta su muerte en el polaco Poznam en plena guerra fría, no se arredró ni ante sus contradicciones de católica ni mucho menos ante la sangre que le salpicó durante la Primera Guerra Mundial, la Revolución rusa o la Segunda Guerra Mundial. No se calló el genocidio del que estaban siendo víctimas los judíos, información que no fue bien recibida por los sectores del régimen español. Cronista de altura, dura, delicada y de una honestidad a toda prueba, a pesar de su conservadurismo y férreas creencias religiosas, había crecido a la sombra del poeta del arpegio y el humor, Ramón de Campoamor.

En uno de los salones donde se practicaba la mundanidad conoció a su futuro marido, el filósofo polaco Wincenty Lutoslawski, que andaba por esos lares recogiendo datos para un estudio sobre el pesimismo en Europa y con quien se casaría muy joven, quedando ipso facto y en sus propias palabras “súbdita del zar de Todas las Rusias”. Si en un principio siguió el viejo refrán de que para “llevar una buena vida el hombre que desee salvarse debe guardarse de la mujer y la mujer de sí misma”, pronto descubrió en el ruso señorío de Drozdowo —que pasaría a la órbita polaca gracias a los movimientos sísmicos de fronteras— que o tomaba las riendas o acabaría aplastada cual huevo de gorrión.

Tuvo cuatro hijas y terminó repudiada por su marido, que no le perdonaba no alumbrar un hijo varón que liberase a la oprimida Polonia, en una réplica de la historia de su propia madre, abandonada por el marido cuando Sofía y sus hermanos eran pequeños. Corresponsal de ABC durante medio siglo, sus crónicas, casi 600 entre 1914 y 1944, sorprenden por su agudeza, penetración, los detalles y el colorido propios de un verdadero animal de la trinchera informativa. Arrastrada por los acontecimientos, ejerció de enfermera, madre feroz, superviviente y fue el único personaje español que vivió en sus carnes la tragedia rusa y centroeuropea que prendió como una tea hasta llegar a las fronteras.

Fue propuesta para el Premio Nobel en 1924, cuando se encontraba en la miseria pero nada dispuesta a dejarse vencer, tan dura como esos eslavos a quienes había unido su destino. La tristeza es el don del alma eslava, dicen por ahí. Ella, además, era gallega, de Culleredo (La Coruña), y estaba destinada a convertirse en testigo y escriba de épocas que pasaban a la velocidad de las centellas. Políglota consumada, tradujo al castellano a Kowalewska y Sienkiewicz y su obra gozó de fama en  Francia, Polonia, Suecia e Italia. Durante la Guerra Civil se puso del lado del bando nacional y fue utilizada de manera muy poco ética, aprovechando la espantosa situación económica y personal en la que se encontraba.

Lograron convertir en realidad el derecho inalienable de las mujeres a expresarse como individuos

Aterrorizada por los acontecimientos vividos, entre la arcadia del comunismo, que ya mostraba su ferocidad, y la locura nazi en una Europa que se disputaban los totalitarismos, logró reponerse y superar olvidos y desdenes sin cejar nunca en su empeño por contar la realidad. Murió casi a los 100 años, con la curiosidad intacta, miembro de la Real Academia Gallega, y hasta en sus últimos momentos dictaba cartas-crónica a los suyos. Su nieta, Cristina N. Lutoslawski, bibliotecaria y lectora de lengua española en la Universidad de Varsovia, hizo entrega de los manuscritos que tan celosamente había guardado la familia a lo largo de sus numerosos exilios a la Real Academia Gallega, allá por los años 70. Al parecer, se han perdido. Aún se pueden leer De la guerra. Crónica de Polonia y Rusia (Velasco, 1916), De la revolución en 1917 (Renacimiento, 1917), En la corte de los zares (del principio y el fin de un imperio) (Madrid, 1924); las novelas El doctor Wolski (1894) y Sobre el Volga helado (1903).

Con su vocación, firmeza, valentía y talento ambas lograron convertir en realidad el derecho inalienable de las mujeres a expresarse como individuos y a reclamar las mismas oportunidades con valor y empeño. Ya lo escribió Rosario de Acuña cuando exhortaba a las mujeres de su tiempo a luchar sin pensar en si se beneficiarían de sus acciones, pues eran la mejor herencia para las hijas, madres y abuelas futuras.

Obras reunidas
Obras reunidas
Rosario de Acuña
Edición de José Bolado
KRK ediciones, Gijón, 2007, 5 volúmenes.
 
Sofía Casanova. Mito y literatura
Sofía Casanova. Mito y literatura
Rosario Martínez Martínez
Xunta de Galicia,
A Coruña, 1999,
727 págs.
Azules son las horas
Azules son las horas
Inés Martín Rodrigo
Espasa, Barcelona, 2016, 344 págs.