28/3/2024
Actores del conflico en Oriente Medio

Irak: Un país que no sale del túnel

Los instrumentos militares no bastan para pacificar el territorio, consolidar una democracia y derrotar a los yihadistas

Irak: Un país que no sale del túnel
Las fuerzas gubernamentales iraquíes constan de unos 180.000 efectivos. Unidades de la policía fronteriza patrullan la frontera con Arabia Saudí en la provincia de Sanawa, al sur de Irak. HAIDAR HAMDANI / AFP / GETTY

A primera vista parecería que, frente a algunos de sus vecinos, Irak camina con cierta firmeza hacia un futuro mejor. Desde septiembre de 2014 cuenta con un Gobierno liderado por el chií Haidar al Abadi, en el que se integran kurdos y árabes chiíes y suníes, con un perfil menos sectario que el que caracterizó al de su antecesor, Nuri al Maliki, ralentizando así las dinámicas secesionistas que apuntaban a una pronta fragmentación del país. Tras haber recuperado el control de Tikrit en marzo de 2015, en diciembre hizo lo propio con Ramadi, en manos de Dáesh desde seis meses antes, y ahora se apresta a retomar Mosul, segunda ciudad del país y referencia principal del califato yihadista proclamado en junio de 2014. El país ha logrado incluso batir su propio récord histórico de producción petrolífera, acabando el año con cuatro millones de barriles diarios y con la previsión de añadir otros 400.000 a lo largo de este.

La otra cara de la moneda

Pero no hay que escarbar mucho tras esa fachada para encontrar un panorama tan inquietante que puede retrasar sine die la salida del túnel en el que el país lleva metido desde hace demasiados años. Desde su independencia en 1932 Irak arrastra problemas de origen: fronteras impuestas por Londres desgajando un territorio que pasó a convertirse en el actual Kuwait; forzada convivencia de comunidades diversas (árabes, kurdos, turcomanos, caldeos, asirios, luros, armenios, iraníes…), que nunca se han sentido parte de una misma historia; y apoyo occidental a sátrapas como Sadam Husein mientras resultó útil para intentar derribar la revolución iraní.

El reto para Bagdad es recuperar el monopolio del uso de la fuerza y garantizar la seguridad de su propio territorio 

A estos problemas se añaden los efectos de la guerra con Irán (1980-88) —rival preferente por el liderazgo regional—, la invasión de Kuwait (agosto de 1990) y la consecuente operación Tormenta del Desierto (enero-febrero de 1991) —no solo para revertir la decisión colonial británica, sino también con la vista puesta en las reservas petrolíferas saudíes—. La invasión estadounidense iniciada en marzo de 2003, y los nueve años de ocupación subsiguientes, solo han traído más errores —como el desmantelamiento de unas fuerzas armadas y de seguridad que, en no pequeña medida, han acabado nutriendo las filas del yihadismo, la lucha fratricida y el sectarismo a niveles nunca vistos—, muerte —el Irak Body Count estima que en el periodo 2003-14 se produjeron unas 206.000 víctimas mortales— y subdesarrollo —hasta bajar al puesto 121 en el índice de desarrollo humano y al 170 en corrupción—.

Hoy, en el plano interno, las condiciones de vida de la inmensa mayoría de los 34 millones de iraquíes no han mejorado sustancialmente desde la caída de Sadam Husein. Eso se traduce, como mínimo, en frecuentes cortes de electricidad, recortes en las subvenciones estatales a los productos de primera necesidad y retrasos crecientes en el cobro de salarios (cuando al menos seis millones de iraquíes están empleados en el sector público). Además de por el efecto acumulado de la violencia, a esto se ha llegado como resultado de una generalizada corrupción, falta de transparencia, arbitrariedad e ineficiencia del sector público y del sistema judicial, clientelismo partidista y despilfarro consentido (y hasta alimentado) por actores externos de las interesadas ayudas recibidas y de las inmensas riquezas nacionales (Irak es el tercer país del planeta en reservas petrolíferas y uno de los 10 primeros en gas). Así se explica que, con el añadido de la caída de los precios del petróleo y de la inversión internacional, el Gobierno central se haya visto obligado a acudir al FMI con intención de lograr árnica para sus males, lo que, a buen seguro, pone en peligro el tradicional, e insostenible, recurso de crear artificialmente empleos en el sector público como método para comprar lealtades.

Los kurdos, a lo suyo

A las disensiones que dificultan la colaboración entre chiíes (60% de la población) y suníes (20%), se suman las tensiones diarias entre Bagdad y Erbil, centro político del Kurdistán iraquí (que alberga al 20% de la población). Gracias al apoyo estadounidense —interesado en contar con un aliado local para contrarrestar, primero, la deriva expansiva de Sadam Husein y, posteriormente, el sectarismo de Al Maliki—, los más de cinco millones de kurdos suníes disfrutan desde 1992 de un nivel de autonomía y bienestar envidiado por el resto de los iraquíes. Fruto del más puro pragmatismo, los dirigentes de sus principales partidos —el Partido Democrático del Kurdistán (PDK), de Masud Barzani, y la Unión Patriótica del Kurdistán (UPK), de Jalal Talabani; aunque ahora Gorran (Cambio) amenaza con aprovecharse del descontento interno que ambos generan— han aparcado sus diferencias en pos del sueño compartido de contar con un estado propio.

Así, no solo han logrado consolidar unas potentes milicias (peshmerga) en defensa de su propio territorio, sino también emplearlas en la toma de la codiciada Kirkuk —centro petrolífero de indiscutible relevancia y todavía pendiente de un referéndum que debe determinar su encaje territorial definitivo—, aprovechando el vacío de poder provocado por la vergonzosa retirada de las fuerzas gubernamentales ante el empuje de Dáesh. Eso les ha permitido disponer durante un corto periodo de recursos propios con los que financiar su aspiración nacionalista, gracias también a Turquía —que ha facilitado el tránsito por oleoductos no controlados por Bagdad a cambio de negar un santuario a las milicias del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK)—.

Aun así, el andamiaje político kurdo en Irak es débil. Por una parte, porque, a pesar de haber acordado en 2005 la formación de un gobierno de unidad, siguen siendo muy visibles las fracturas internas entre el PDK y la UPK, cada uno centrado en su propio feudo (Erbil y Suleimaniya) e influenciado respectivamente por Turquía —interesada en contar con un aliado local que facilite su intento de eliminar la amenaza del PKK— e Irán —en su afán por mantener el control de Irak y más allá—. Esa misma rivalidad fue bien notoria en la toma de Kirkuk, con los peshmerga actuando más como milicias partidistas que como fuerzas armadas kurdas. Pero es que, además, sin el apoyo estadounidense —proporcionando cobertura aérea, inteligencia, armas y asesoría militar— probablemente no habrían logrado frenar la ofensiva de Dáesh.

Tanto o más relevante aún es la debilidad económica del Kurdistán iraquí. Así queda de manifiesto actualmente, cuando Erbil y Bagdad han vuelto a desempolvar el acuerdo que ya alcanzaron en 2014 para, por un lado, gestionar el petróleo sobre una base nacional y, por otro, salvar los apuros presupuestarios de un Barzani que, a muy corto plazo, aspira a renovar su mandato en el Gobierno Regional Kurdo. Como consecuencia de su incapacidad para aumentar la producción a corto plazo y de la caída del precio del petróleo, Erbil no obtiene mensualmente más allá de unos 550 millones de dólares (con una producción diaria de unos 600.000 barriles), mientras que para hacer frente al pago de las nóminas de una maquinaria burocrática sobredimensionada necesita 890. La insostenibilidad de la situación —que está provocando protestas ciudadanas ante el recorte de los salarios entre un 25% y un 75%— ha forzado a Barzani a aceptar la oferta de Al Abadi, de manera que Bagdad vuelve a controlar la totalidad de la producción nacional petrolífera a cambio de atender la urgente necesidad kurda de cubrir al menos los jornales. Aun así, nada garantiza que se cumpla el acuerdo y menos aún que esto reconduzca una relación tan enconada.

Y Dáesh no ceja

No terminan ahí los problemas del país, con buena parte de su territorio arrebatado de facto por Dáesh. Conocido primero como Al Qaeda en Irak, Dáesh es cualquier cosa menos un desconocido en Irak, dado que no solamente fue la franquicia de la principal red yihadista del planeta durante buena parte de los años de ocupación estadounidense del país, sino que, en renovado formato, incluso ha contado con el consentimiento de Washington para reentrar en escena (recordemos que su líder, Abu Bakr al Bagdadi, fue capturado en febrero de 2004 por las tropas estadounidenses y liberado a finales de ese mismo año). Desde entonces, y siguiendo una secuencia de notables altibajos, ha logrado no solo controlar un territorio propio en parte de Siria e Irak, sino competir directamente con la propia Al Qaeda por el liderazgo del yihadismo global y atraer a un creciente número de individuos y grupos que se sienten inspirados por sus planteamientos violentos.

Dáesh no logrará sostener su delirante califato, tanto por falta de fuerzas propias —hoy en torno a los 35.000-50.000 efectivos— como de recursos —ya son claros los síntomas de incapacidad para mantener los “salarios” que reciben sus combatientes y para cubrir los “servicios” que presta a quienes tienen la desgracia de vivir bajo su férula—. Pero todavía está en condiciones de provocar mucho sufrimiento, tanto en el mundo árabo-musulmán como, en menor medida, en territorios occidentales. En el caso concreto de Irak, y con las lecciones extraídas de la recuperación de Tikrit y Ramadi, está claro que las fuerzas gubernamentales —en torno a los 180.000 efectivos— no están en condiciones de retomar por sí mismas Mosul y, menos aún, de erradicar el yihadismo de suelo iraquí. Además de la colaboración de milicias chiíes y peshmerga kurdos —que se resisten a subordinarse a las órdenes de Bagdad y que provocan en numerosas ocasiones el rechazo de la población civil—, necesitan imperiosamente la ayuda militar de Estados Unidos.

Quienes quieren pensar lo contrario, como Al Abadi, insisten en que no necesitan más soldados estadounidenses —cuando ya hay unos 3.500 operando en Irak y senadores como John McCain plantean la necesidad de llegar hasta los 10.000—, sino únicamente más armas. El primer ministro iraquí parece olvidar el penoso balance de unas fuerzas armadas y de seguridad en las que se han despilfarrado decenas de millones de dólares, sin que en ningún momento hayan estado a la altura de las circunstancias. También parece olvidarse de que aún no ha logrado implementar la Ley de Guardia Nacional, que aspira a controlar a las milicias suníes que pululan por diferentes zonas del país, a las Unidades de Movilización Popular (milicias chiíes sobre las que Teherán tiene una notable influencia) y hasta a los peshmerga kurdos, integrándolos bajo un mando subordinado a Bagdad.

Contraindicaciones

El reto para Bagdad es recuperar el monopolio del uso de la fuerza y garantizar la seguridad de su propio territorio, atendiendo simultáneamente a la evolución de los acontecimientos bélicos en los valles del Éufrates y del Tigris. Un reto, sin duda alguna, muy por encima de sus capacidades actuales. Pero volver a solicitar abiertamente el apoyo de Washington tampoco está libre de contraindicaciones. Por un lado, basta con recordar que milicias chiíes tan poderosas como la Organización Bader, Kataib Hezbollah y Asaib Ahl al Haq amenazan con combatir a las fuerzas estadounidenses si estas vuelven a pisar territorio iraquí. Por otro, porque, como ya se ha puesto de manifiesto en el caso de Afganistán, durante 14 años de ocupación, en el de Irak, con otros nueve, y más recientemente en Libia o Yemen, el protagonismo de los instrumentos militares no basta ni para pacificar realmente un país ni mucho menos para consolidar una democracia digna de tal nombre o para derrotar definitivamente a los yihadistas.

Dáesh no logrará sostener su delirante califato, tanto por falta de fuerzas propias como de recursos

Al Abadi pretende, asimismo, disminuir su dependencia de Irán, y de ahí su afán por abrir canales con países como Qatar y Arabia Saudí, que acaba de reabrir su embajada en Bagdad tras 25 años de parálisis. También, en clave interna, trata de sacar adelante el paquete de reformas que presentó en agosto del pasado año en respuesta a las crecientes protestas populares por el alto nivel de corrupción, que incluye reducir el gabinete ministerial de 33 a 22 carteras y eliminar las tres vicepresidencias (incluyendo a Al Maliki, ahora defenestrado). Pero a tenor de sus últimos pasos, todo parece indicar que, a pesar del nítido respaldo recibido en su momento del gran ayatolá Ali al Sistani, no logrará superar la resistencia de los bloques políticos que siguen aferrados a sus cuotas de poder, haciendo oídos sordos a las demandas de una población crecientemente frustrada. Y así, ¿hasta cuándo?