29/3/2024
Opinión

La Asamblea de París

Las políticas de clima son aliadas de las políticas sociales y la falta de actuación tiene consecuencias regresivas en los ámbitos económico y social

Teresa Ribera - 11/12/2015 - Número 13
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La Asamblea de París
Álvaro Valiño
Es una pena que Laurent Fabius no haya llamado Asamblea de París al grupo de ministros responsable de ultimar el nuevo Acuerdo sobre el Clima. Tampoco hubiera estado mal Convención o Consejo. No ha sido así. Lo ha llamado “Comité de París”. En una Francia acostumbrada a jugar con los símbolos, se ha perdido la oportunidad de reflejar el espíritu de lo que se quiere tejer en la COP21. Quizás tiene razón él y la prudencia aconseja evitar el riesgo de sucumbir antes de tiempo a una grandilocuencia que todavía está por ganar su sitio en la historia.
 
Sin embargo, hay motivos para el optimismo. Las dificultades para transformar las bases de la economía y el desarrollo modernos persisten, pero caben pocas dudas sobre la necesidad de hacerlo y el creciente precio político que pagarán los dirigentes que no lo intenten. Han transcurrido más de 20 años desde que se adoptó la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Durante este tiempo hemos aprendido que las políticas de clima son aliadas de las políticas sociales, que la falta de actuación tiene consecuencias regresivas tanto en el ámbito social como en el económico y —lo más importante— que no será posible avanzar en el cambio de modelo si no se hace buscando soluciones coherentes con las demás

Se coincide en que el cambio es inevitable, no hay tiempo que perder y el retraso genera más costes 

prioridades económicas y sociales. Y que la plena implicación y apropiación de la agenda por parte de cada sociedad es la única garantía de éxito. Hay espacio para perfilar opciones políticas distintas o para poner el énfasis en unas u otras medidas, pero de lo que caben pocas dudas a estas alturas es de la importancia de asegurar la plena coherencia entre los objetivos en clima y las decisiones sectoriales.
 
Son todas estas lecciones las que están detrás del nuevo enfoque que se quiere cristalizar en París. Ya no se trata de utilizar el marco multilateral como garantía última de la acción climática, sino de enfatizar la voluntad de los gobiernos de gestionar colectivamente una transición inevitable que debe acelerarse sin olvidar a los colectivos más vulnerables —tanto a la transición misma como a los impactos de un clima distinto— y aprovechando todas las oportunidades que se presenten.
 
El clima representa un espacio en el que, por fin, parece imponerse la convicción de que los problemas globales han de responderse con soluciones globales. Y estas ya no son tanto la imposición de un modelo tecnocrático diseñado por unos pocos sino respuestas de gobernanza elaboradas por todos los países, mucho más plurales y en pie de igualdad. Así ha sido en la construcción de los objetivos de desarrollo sostenible —que no deja de ser una propuesta mucho más abierta— y así lo está siendo en el intenso y complejo proceso de construcción del Acuerdo de París. Es mucho más exigente en términos de participación en el diseño. Quizás no sean soluciones perfectas desde un punto de vista técnico, acabadas desde la perspectiva de orden sistemático interno, pero sí son consideradas por todos sin distinción como el resultado de un trabajo propio. Su mérito radica, precisamente, en el sentido de la pertenencia que generan; en la convicción colectiva de su necesidad. Es un esquema que hasta la administración Obama parece considerar necesario para los propios Estados Unidos, dados los riesgos de inestabilidad y costes que su ausencia podría conllevar.
 
Detrás de esta reacción hay motivos muy variados. Por un lado, han sonado importantes alarmas. Por ejemplo, hay un mejor entendimiento de la magnitud de la transformación que se requiere, su impacto en el modelo económico y financiero, los desafíos tecnológicos, la incidencia en los mercados globales de materias primas y bienes industriales y la íntima relación del sistema climático con las condiciones y el entorno en las que se desarrolla la vida humana. Hay también un claro sentido de urgencia: el cambio es inevitable, no hay tiempo que perder y cualquier retraso genera más costes, más riesgos y mayor inestabilidad.  Y, además, se consolida la convicción de que la falta de coordinación, la ausencia de un sistema global de gestión y respuesta, conlleva un incremento exponencial de costes y riesgos, por lo que el incentivo a reforzar los mecanismos de cooperación es muy fuerte.

Es una necesidad evidente para los países más vulnerables a los efectos físicos del cambio climático, como son aquellos a los que las proyecciones ubican sumergidos bajo el mar si el incremento de la temperatura media supera un determinado umbral o los que, siendo muy dependientes del sector primario, pueden verse afectados por más y mayores fenómenos meteorológicos extremos, poniendo en riesgo la seguridad alimentaria.  Pero también lo es para quienes afrontan otro tipo de vulnerabilidades, como son la excesiva dependencia de

Es la oportunidad para demostrar que en la aldea global también es posible diseñar un futuro en positivo

combustibles fósiles —ya sea en posición de consumidor o como economía exportadora cuyos ingresos fiscales dependen de los beneficios que estos generen—; la debilidad de las infraestructuras existentes, poco preparadas para cambios muy significativos en patrones climáticos, y el elevado peso en la economía nacional de industrias poco eficientes energéticamente o de servicios financieros y de seguro cuyos rendimientos fueron calculados sobre la base de unos retornos que quizás no lleguen a materializarse.

Hay también otros argumentos potentes que favorecen la voluntad de acuerdo. Por ejemplo, la necesidad de establecer mecanismos de cooperación para prevenir o gestionar crisis, el deber de la comunidad internacional de proporcionar respuestas solidarias acordes a las necesidades que están por venir, la imposible identificación de un guardián de la paz y la estabilidad del mundo en el siglo XXI y la ausencia de respuestas suficientes en los mecanismos existentes y los ensayados en estos últimos años. Y, por qué no, la necesidad —muy humana— de encontrar proyectos de construcción en común, desafíos que unan en torno a una idea de progreso y visión de futuro.

La Cumbre del Clima puede sentar las bases formales de esa nueva cooperación. Pero faltan por completar muchas páginas de la historia que empieza hoy. Páginas que tendrán que  incluir cooperación regional y sectorial, nuevos modos de trabajo conjunto entre empresas e instituciones orientados a facilitar un cambio. Alineamiento creciente de las políticas energéticas y el sector financiero, la gestión de recursos naturales y las ciudades… Necesitaremos construir y desarrollar los elementos que queden presentados de forma tímida en París, construir alianzas muy diferentes. Pero, en la mejor tradición republicana, la Asamblea de París ofrece la mejor oportunidad al alcance de la mano para demostrar que, en la aldea global, también es posible diseñar un futuro en positivo.