18/4/2024
Literatura

La importancia de llamarse Jonathan

La esperada novela de Franzen, Pureza, no cumple las expectativas generadas por una brillante pero discutida trayectoria

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La importancia de llamarse Jonathan
Jonathan Franzen. Slaven Vlasic / Getty Images

Jonathan Franzen (Illinois, 1959) empezó a escribir su primer libro con 22 años. Era un joven que soñaba con cambiar el mundo. A los 56 ha renunciado a ese propósito, pero sigue escribiendo con el mismo idealismo que en su juventud y algo más de ironía: “Hay muchos Jonathan. Una plaga de Jonathan literarios. Si solo leyeras el suplemento de libros del New York Times, creerías que es el nombre masculino más común de Estados Unidos. Sinónimo de talento, grandeza. Ambición, vitalidad”. La cita corresponde a su quinta novela, Pureza (Salamandra, 2015), su libro más cómico y oscuro. Se refiere a otros Jonathan del panorama literario estadounidense como Safran Foer o Lethem. Parece que Jonathan (Franzen) se ríe de todo lo que de él se espera como escritor: talento y grandeza, ambición y vitalidad. 

Nada más lejos de la realidad, Pureza, recibida bajo un interés febril, no cumple con las expectativas de críticos y lectores y naufraga en su propósito de superar a sus dos novelas anteriores Las correcciones (Seix Barral, 2002), galardonada con el National Book Award y finalista del premio Pulitzer, y Libertad (Salamandra, 2011), que le llevó a la portada de Time

Como en las mejores familias

A los 20 años, Franzen era un joven lleno de pureza que aspiraba a cambiar la cultura de su país. Tan exigente y empecinado estaba en su búsqueda del compromiso cultural que escribió: “Hoy en día, uno, como escritor, está obligado ante sus lectores a imponerse el desafío más difícil que espera poder superar. Con cada libro debe ahondar al máximo y llegar lo más lejos posible. Y si lo hace, y si logra un libro razonablemente bueno, significa que, la próxima vez que uno intente escribir, tendrá que ahondar aún más y llegar todavía más lejos”. Tanto ha querido ahondar en la escritura que la grandeza ha quedado enterrada bajo una historia insípida y una prosa defectuosa. 

Franzen nació en una familia de clase media y a su madre, que tenía problemas de salud, le horrorizaba la posibilidad de que su hijo escribiera ficción. No solo era un oficio socialmente irresponsable, sino lo peor que le podía pasar. 

En una entrevista con Enric González en El Mundo confesaba que “las madres en mis historias complican la vida de sus hijos. ¿Existe alguna madre que no lo haga? Una de las frases de Pureza dice: ‘Era tan fácil culpar a la madre’. Ernest Hemingway culpó siempre a su madre, quizá con razón. El hecho es que venimos del cuerpo de alguien y eso no es una transacción del todo limpia. ¿Cómo puede no generar complicaciones ese hecho? Los hijos dependen de su madre por un largo tiempo. La relación psicológica entre madre e hijos resulta interesantísima”. 

Su padre, en cambio, era un gran lector que confiaba en que un día, al abrir la revista Time, encontraría una reseña de la obra de su hijo. Su padre le leía cada noche libros que se recomendaban para chicos de su edad: Tom Sawyer, La Isla del tesoro, Los viajes de Gulliver, y así le empezó a gustar la lectura. 

“Mi madre incluso pensaba que la ficción era deshonesta, que inventaba mentiras”, cuenta el escritor

En una entrevista anterior en Clarín, contaba que la suya “no era una familia de lectores y mucho menos de escritores. Creían en el valor de la lectura como elemento de formación y nada más. Mi madre incluso pensaba que la ficción era deshonesta, que inventaba mentiras. Ellos no alentaron en absoluto mi carrera de escritor, pensaban que no era práctico, querían que fuera médico o ingeniero, que tuviera alguna profesión útil”. 

Franzen no renunció a su sueño de ser escritor y les prometió a sus padres que si no publicaba su primer libro antes de los 25 años, dejaría la escritura y dedicaría su vida al derecho. No cumplió su promesa. Tenía 29 años cuando apareció su primer libro y sus padres murieron antes de llegar a verlo. 

La voluntad del escritor

En una entrevista que el escritor Juan Gabriel Vásquez le hizo en su casa de California, recordaba cómo fue el día en que lo terminó: “era a comienzos de noviembre, estaba trabajando en el porche de un piso que teníamos en los suburbios de Boston. Hacía un frío terrible, pero yo me había quedado afuera porque estaba fumando y mi mujer había dejado el cigarrillo recientemente. Cuando me di cuenta de que había terminado, me sentía exhausto y lleno de excitación. Puse los 18 capítulos en una pila y mi mujer me tomó una foto junto a ese manuscrito. Cuando llegó la foto, mi imagen era horrible. Había pasado 10 meses trabajando siete días a la semana, fumando casi hasta matarme. Me veía como un hombre de 60 años”.

En un brillante ensayo sobre el estado de la novela estadounidense titulado “¿Para qué molestarse?” —publicado por primera vez en Harper’s y, posteriormenete, en Cómo estar solo (Seix Barral, 2003)—, contaba que, después de tanto esfuerzo, vino una gran decepción. Cuando publicó su primera novela, Ciudad Veintisiete (1988), fue a la radio para que le entrevistaran. El locutor le hizo las preguntas que todo el mundo hace a los escritores: ¿cómo se sentía al recibir críticas tan buenas? (Estupendamente, contestó.) ¿Era una novela autobiográfica? (No.) ¿Cómo se sentía un chico del lugar volviendo a San Luis en una gira literaria a bombo y platillo? Se sentía oscuramente decepcionado, pero no dijo eso. Fue entonces cuando comprendió que “el dinero, la promoción, el trayecto en limusina a una filmación de Vogue no eran simples complementos. Eran el premio principal, la consolación por no ser ya importante para una cultura”. 

Unas páginas más adelante se quejaba de que la revista Time, después de dedicar una portada a Cheever y dos a James Joyce en sus mejores tiempos, había colocado en su orla roja el rostro de Stephen King, una portada merecida por la magnitud de sus contratos. “El dólar —escribe Franzen— es ahora el rasero para medir la autoridad cultural, y un órgano como Time, que hace mucho aspiraba a formar el gusto nacional, ahora sirve sobre todo para reflejarlo”. La publicación, que fue en su momento la definitiva autoridad cultural para su padre, se había convertido en un mero escaparate de los autores más vendidos. Cuando se publicó este artículo, en 1996, Franzen no podía imaginar que 14 años después sería él quien estaría en su portada bajo la etiqueta de gran novelista americano. 

El mundanal ruido 

Franzen no es el único autor que ha renegado de la fama y sus prebendas. Para muchos escritores el éxito es algo peligroso, una percepción engañosa de la realidad. Faulkner, por ejemplo, se negaba compulsivamente a conceder entrevistas, a ser fotografiado. 

Cuando recibió el Nobel en 1950, se excusó para no ir a recogerlo a Estocolmo enviando una carta al corresponsal sueco en Nueva York: “Mantengo que el premio no me fue concedido a mí, sino a mis obras; recompensa a 30 años de agonía y sudor de un espíritu humano para hacer algo que no estaba aquí antes de mí, para levantar o quizás aliviar o cuando menos entretener el corazón del hombre”. 

Pero mucho antes de que el éxito le llegara, Franzen sufrió una desazón parecida a una enfermedad del alma. Su segunda novela, Movimiento fuerte (1992), cosechó críticas positivas, pero no consiguió tener ningún impacto entre los lectores: “Era una historia larga y complicada sobre una familia del medio oeste en un mundo de trastorno moral. El resultado fue otro boletín de notas con sobresalientes y notables de los críticos que habían sustituido a los profesores cuya aprobación, cuando era más joven, había a la vez ansiado y me había insatisfecho”. 

Cuenta que entonces comenzó a hacer cálculos inútiles sobre el número de libros que había leído el año anterior y lo multiplicó por los años que le quedarían de vida. El resultado de tres cifras le hizo darse cuenta de su mortalidad y de la incompatibilidad existente entre la tarea de leer y los excesos de la vida moderna. “Aunque estaba santificando la lectura de literatura, me estaba deprimiendo tanto que después de cenar apenas era capaz de otra cosa que desplomarme delante del televisor. Y si eres novelista y ni siquiera tú tienes ganas de leer, ¿cómo vas a esperar que los demás lean tus libros? Creía que debía estar leyendo, del mismo modo que creía que debía estar escribiendo una tercera novela.” Cada vez se le hacía más difícil levantarse de la cama por la mañana. 

Salvado por la lectura

Cuenta la periodista y escritora Leila Guerriero, en uno de los ensayos recogidos en Zona de obras (Círculo de Tiza, 2014), que hay un equívoco inexplicable en la escritura: la idea de que es o debería ser una experiencia fabulosa. Dice también que la escritura, donde se trabaja con palabras más o menos al alcance de cualquiera, parece fácil y por eso mismo debería disfrutarse. A los escritores les pasa lo mismo que a los periodistas como Guerriero: cuando se sientan a escribir, “la primavera agita sus alas ahí afuera y, adentro, sumergido en dos metros de papeles es arrojado al vértigo primero, al pánico después, al aburrimiento más tarde y, de allí, al parque más cercano, donde, golpeándose el pecho, preguntará al sol, al cielo y a las nubes: ¿Por qué, por qué, por qué no disfruto?”. 

Algo así debió de pasársele a Franzen por la cabeza cuando se puso a escribir su tercera novela, la más difícil de todas, la que más noches en vela le costó: “Al intentar redactarla me di cuenta de que estaba paralizado. Torturaba la historia, la estiraba para insertar cada vez más esas cosas del mundo que inciden en la empresa de escribir ficción. La obra transparente, hermosa y sesgada que quería escribir se estaba atragantando de temas”. 

La esencia de la ficción es el trabajo solitario: la complicada tarea de escribir, de leer. Cuando le preguntaron a Hemingway cuál era el consejo que daría a un aprendiz de escritor, dijo que “debería ahorcarse ante el descubrimiento de que escribir bien es intolerablemente difícil”. Franzen llevaba años enfrentándose al fracaso de su voluntad: la de transformar la cultura con su narrativa. 

Franzen se enfrentó al fracaso de su voluntad: la de transformar la cultura con su narrativa

En aquel tiempo llegó a preguntarse cómo podía diseñar un artefacto capaz de flotar en la historia durante tanto tiempo como el que se tarda en construirlo. “El novelista tiene cada vez más cosas que decir a lectores, que cada vez tienen menos tiempo de leer: ¿dónde encontrar la energía de influir en una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de influir en la cultura?” 

Comenzó a pensar que había algún error en el modelo de novela como una forma de compromiso cultural. “No creo que todo lo que está mal en el mundo tenga remedio, y aunque lo tuviera, ¿quién me manda a mí, que me siento enfermo, ofrecer uno? Es difícil, en cualquier caso, considerar la literatura una medicina, cuando leer sirve sobre todo para acrecentar nuestro alejamiento depresivo de la corriente dominante.” 

La lectura fue, precisamente, lo que le salvó del abismo. Un día se entrevistó con Shirley Brice Heath, una profesora de Lingüística en Stanford que viajó a lo largo de los años 80 por todos aquellos lugares donde el individuo está encerrado sin posibilidad de recurrir a la televisión o a otros pasatiempos. Los llamó las “zonas de transición forzosas”. Viajó en el transporte público de 27 ciudades distintas, recorrió aeropuertos, entró con su cuaderno en librerías y lugares de veraneo y siempre veía a alguien leyendo o comprando una obra de ficción. Fue a campamentos y escuelas de escritura creativa y a universidades y entrevistó a jóvenes novelistas para saberlo todo acerca de sus lecturas. 

Y llegó a la conclusión de que hay dos tipos de lectores: el más común es un lector alentado en la infancia por sus padres a la lectura y que más adelante encuentra a alguien con quien compartir su afición en el instituto o la universidad. Pero hay otro tipo: el lector resistente. Alguien socialmente aislado, el niño que desde edad temprana se siente distinto de los demás y el diálogo más importante de su vida es con los autores de los libros que lee. Edith Wharton escribió que leer es un intercambio de pensamientos entre escritor y lector. 

Franzen fue desde su infancia un lector resistente. Alguien que supo agarrarse a los libros para poder salvarse. “Tuve una comprensión gradual de que mi estado no era una enfermedad, sino una naturaleza. ¿Cómo no iba a sentirme distanciado? Era un lector. De repente cobré conciencia de lo ansioso que estaba por construir un mundo imaginado y habitarlo. Aquella ansia se asemejaba a una soledad que me había estado matando. ¿Cómo podía haber pensado que necesitaba curarme para encajar en el mundo ‘real’?”

En Los reconocimientos (1954), de William Gaddis, un doble del autor exclama: “¿Qué quieren del hombre que no les dé la obra? ¿Qué esperan? ¿Qué queda cuando ha concluido su obra, qué es un artista sino los posos de su trabajo, el caos humano que le sigue los pasos?”. 

Durante mucho tiempo Franzen se negó a la docencia, a escribir críticas para Time, a escribir sobre la escritura, a asistir a fiestas. “El silencio, sin embargo —dice— es una actitud útil solo si alguien, en algún lugar, espera que tu voz suene alto. El silencio en los años 90 solo garantizaba que me quedaría solo.” En cuanto salió de su burbuja de desesperación, descubrió que casi todo el mundo compartía los mismos miedos y que los compartía con otros escritores. Conoció a Don DeLillo, uno de sus autores de cabecera, con el que mantuvo un intercambio epistolar que le enseñó a verlo todo con perspectiva:  “Al final, los escritores escribirán no para ser héroes proscritos de alguna subcultura, sino para salvarse a sí mismos, para sobrevivir como individuos”. Y así, desprendiéndose de su pesimismo, fue como comenzó a andar su tercer libro Las correcciones (2001). 

Ahora, cuando le preguntan por qué escribe, Franzen lo tiene claro: es lo que mejor se le da en el mundo, es para lo que ha nacido. En ese territorio del hastío en el que habitan la mayoría de escritores, en ese sentirse incómodo, angustiado y desesperado es donde se sitúa su narrativa. Escribir no resuelve el problema de saberse extraño,  pero ayuda a aliviar el dolor. “¿Qué es la narrativa, al fin y al cabo? —se pregunta—. Una lucha personal, un compromiso directo y absoluto con el relato que el autor hace de su propia existencia.” 
 

Pureza

Jonathan Franzen

Traducción de Enrique de Hériz, Salamandra, Barcelona, 2015,

704 págs.