27/4/2024
Actores del conflicto en Oriente Medio

Libia, en las últimas

Convertido en el nuevo feudo del yihadismo, el país implosiona tras cinco años de enfrentamiento fratricida

Libia, en las últimas
Una instalación petrolífera arde en la región libia de Ras Lanuf tras los ataques perpetrados por Estado Islámico a finales de enero. Stringer / AFP / Getty

Siempre se puede caer más bajo, pero en estos últimos cinco años (¿o cinco décadas?) Libia ya lleva bastante camino recorrido en su descenso al infierno. Si hasta hace poco se recurría a Somalia para ejemplificar lo que significa un Estado fallido, hoy Libia compite con ventaja por ocupar los primeros lugares de ese fatídico listado. Y ahora —cuando en algunas capitales occidentales vuelven a sonar tambores de guerra, alimentando la idea de una nueva intervención militar— tal vez sea demasiado tarde para revertir un rumbo que parece llevar inexorablemente a más violencia y a una posible fragmentación de un país que ya desde su origen hay que entender como artificial.
 

En efecto, Libia nació en 1951 —cuando Roma decidió unir dos regiones históricamente confrontadas, como Tripolitania y Cirenaica, con el añadido de Fezzan, colonizada por París— como uno más de los “frankenstein” que las potencias coloniales europeas idearon en defensa de un statu quo que, con la colaboración de gobernantes locales más interesados en llenar sus propios bolsillos que en atender las demandas de su población, define el tipo de relaciones que Occidente ha mantenido con los países árabes hasta hoy. Ni siquiera la revolución encabezada por el entonces capitán Muamar el Gadafi perturbó el orden impuesto, a pesar de sus preocupantes derivas como promotor del terrorismo internacional (sirva Lockerbie, en 1988, como muestra) y obtuso proliferador de armas de destrucción masiva (con la fábrica de armas químicas de Rabta como ejemplo). Después de largos años de ostracismo (hasta su incorporación como observador al Proceso de Barcelona, en 1999, Libia había quedado al margen de los esquemas de relaciones euromediterráneas impulsados por Bruselas) y de castigo (bombardeos estadounidenses en 1986, sanciones económicas y embargo de armas hasta 2004), su habilidad —y un petróleo de alta calidad codiciado por todos— le permitió reintegrarse en el escenario internacional a cambio de cejar en su empeño proliferador y terrorista.

Así fue como Gadafi llegó a 2011 reconvertido en un socio atrayente para inversores y gobiernos occidentales, escaldado de sus aventuras panarabistas (y transformado en padre putativo del panafricanismo) y creyéndose a salvo de cualquier amenaza interior tras décadas de sometimiento y eliminación de toda disidencia (incluyendo la de perfil islamista asentada, sobre todo, en Derna y otras localidades del este). Incluso, en su regreso al escenario, pudo creer que tenía las bendiciones internacionales para traspasar el control de su peculiar régimen de la yamahiriya a uno de sus vástagos, Saif el Islam.

Una floreciente catástrofe

Todo parecía atado y bien atado, hasta que la ciudadanía libia puso en marcha un movimiento de protesta similar al de sus vecinos tunecinos y egipcios, que pronto derivó en una violencia generalizada y en una intervención militar liderada por la OTAN (apoyada en la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU). Como resultado, en agosto de 2011 los rebeldes se hicieron con la capital y, apenas dos meses más tarde, el dictador fue cazado y eliminado sin más contemplaciones. En contra de lo que algunos quisieron imaginar, nada de lo que vino a continuación, ni en Libia ni en el resto del mundo árabe, fue una floreciente primavera de democracia y respeto de los derechos humanos. Por el contrario, lo ocurrido desde entonces ha sumido al país en una crisis humanitaria de proporciones dantescas, ha acelerado el enfrentamiento fratricida violento (con centenares de grupos armados activos), ha exportado inestabilidad tanto a los vecinos magrebíes como a algunos sahelianos y ha convertido a Libia en el tercer frente de expansión del terrorismo yihadista de Dáesh (tras Siria e Irak).

Visto así no es de extrañar que haya quienes se pregunten, aferrados a los postulados del más cínico realismo, si no hubiera sido mejor dejar que Gadafi terminara de eliminar los rescoldos de rebelión que estallaron en los primeros meses de 2011 y pudiera completar el proceso de sucesión en la cúspide del régimen, dejando a Saif el Islam al mando. A fin de cuentas, sostienen los realistas, el nivel de represión de Gadafi era compatible con el mantenimiento de unas relaciones en alza, alimentadas por la abundancia petrolífera y las oportunidades de negocio que ofrecía un país necesitado de modernizar su sistema de explotación de hidrocarburos y sus infraestructuras básicas después de años de parálisis. Por lo que respecta a su hijo, desde su posición de creciente relevancia dentro del régimen, mostraba señales de haber comprendido la necesidad de abrir la mano no solo en el terreno económico sino también en el sociopolítico, así como una notable capacidad para desactivar la amenaza yihadista, combinando el palo con la zanahoria en el proceso de reintegración de islamistas radicales y de excombatientes retornados al país. Quienes así piensan, sea en Washington o en la Unión Europea, se cuidan asimismo de señalar que el objetivo real nunca ha sido (ni es) la democratización libia, sino garantizar la estabilidad y la preservación del favorable statu quo vigente desde la descolonización. En esencia, los defensores de esta postura entienden que la democracia no puede imponerse por la fuerza y que, en definitiva, los valores y principios que se supone que nos definen y que decimos tomar como referencia en las relaciones con los demás siempre deben entenderse como subordinados a la preservación de nuestros verdaderos intereses geopolíticos y geoeconómicos.

Tras Siria e Irak, Libia se ha consolidado como el tercer frente de expansión del terrorismo yihadista  

Aun no compartiendo ese planteamiento, es obvio que ya no hay posibilidad de volver a la casilla de salida en un juego macabro que determina que Libia ha dejado de ser un país. En estos casi cinco años los muertos se cuentan por miles y los refugiados y desplazados por centenares de miles. En el terreno político la fragmentación ha derivado en la creación de dos instancias legislativas y ejecutivas —el demonizado (por islamista) Congreso General Nacional (CGN), basado en Trípoli, y la reconocida internacionalmente Cámara de Representantes (CR), en su precaria sede de Tobruk—, a las que se asocian las dos principales plataformas armadas (la coalición Amanecer Libia, adscrita al CGN, y el Ejército Nacional Libio, ligado a la CR), alrededor de las que pululan infinidad de grupos armados de variopinto pelaje.

Llegados a este punto, y cuando se han acumulado errores y fracasos diplomáticos y militares para poner fin al conflicto, asistimos a una nueva tentativa internacional por crear una apariencia de solución impuesta. Aunque se pretende presentar de forma positiva —aduciendo que el esfuerzo por lograr un acuerdo de paz y la normalización de la vida nacional busca atender a las necesidades de la ciudadanía libia—, la cruda verdad es que lo que vuelve a movilizar a la diplomacia occidental es fundamentalmente el temor que genera Dáesh y el intento por frenar las oleadas de refugiados y emigrantes desde las costas libias hacia Europa.

El señorío de Estado Islámico

Con unos efectivos estimados entre tres y cinco mil combatientes y un notorio protagonismo de exmilitares iraquíes entre sus principales dirigentes, Dáesh ha logrado consolidar un feudo (con centro en Sirte) que se extiende no menos de 250 kilómetros a lo largo de la costa. Actualmente está empeñado en incrementar su radio de acción tanto hacia el oeste (con ataques como el que recientemente produjo más de 60 muertos en Zliten) como hacia el este (asediando las instalaciones portuarias y petrolíferas de Es Sider y Ras Lanuf), con la terminal de Marsa el Brega (la mayor del norte de África) y la ciudad de Derna también en su agenda. Mientras tanto, proliferan las mafias que se afanan por exportar armas en todas direcciones y las que han convertido algunas de sus localidades costeras en auténticos centros de emisión de desesperados que enfilan hacia Europa.

Para hacer frente a lo que se percibe como una doble amenaza, Martin Kobler, representante especial del secretario general de Naciones Unidas y jefe de la Misión de la ONU para Libia (UNSMIL), ha logrado lo que no consiguió su antecesor, Bernardino León: un acuerdo para la formación de un Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN). Esta es la pieza básica sobre la que se quiere hacer pivotar un proceso que busca desesperadamente crear un interlocutor político, aceptado tanto por Trípoli como por Tobruk, con el que la comunidad internacional pueda entenderse. A partir de ahí, tan solo habría que esperar a que los grupos armados de las plataformas antes citadas acepten la autoridad política del gabinete liderado por Mohamed Fayez al Sarraj, en su condición de primer ministro del GAN, para poner en marcha un intenso apoyo militar (tanto en armas como en financiación, cobertura aérea, inteligencia, asesoría e instrucción) que permita finalmente desmantelar a Dáesh y restaurar la ley y el orden.

Aunque pueda sonar bien sobre el papel, a la vista de lo ocurrido desde la firma del acuerdo (18 de diciembre pasado) parece que la realidad se resiste a acomodarse a lo formulado por Kobler. En primer lugar, la Cámara de Representantes rechazó el pasado 25 de enero la propuesta del Consejo Presidencial —constituido por nueve miembros, bajo el liderazgo de Sarraj— para conformar un gabinete de 32 ministros, cuestionando su representatividad y demandando una reducción del número de carteras para hacerlo más funcional. Además, aunque el último día del plazo señalado (el 4 de febrero, cuando este texto ya ha sido entregado) se lograra superar ese obstáculo, todavía quedan muchos otros.

Por una parte, aún quedará por ver cómo va a reaccionar el Congreso General Nacional cuando se le someta esa misma cuestión, teniendo en cuenta el rechazo sistemático que ha planteado a todas las propuestas internacionales por entender que están sesgadas a favor de Tobruk. Por otra, no resulta fácil imaginar cómo se va a lograr el sometimiento de las dos plataformas armadas ni a la autoridad del GAN, ni tampoco al ahora creado Consejo Militar. Para que este pueda asumir su tarea sería necesario que el controvertido general Jalifa Haftar, mando ejecutivo del Ejército Nacional Libio, dé su brazo a torcer, aceptando subordinarse a un Consejo en el que figuran el coronel Faraj Barasi o Wanis Abu Khamada, jefe de las Fuerzas Especiales Saiqa, con los que mantiene malas relaciones personales. Más difícil aún es predecir cómo será la convivencia entre el propio Haftar y el poderoso líder de la Guardia de Instalaciones Petrolíferas, Ibrahim Jadhran. Aunque formalmente ambos se alinean con Tobruk, son bien conocidas sus pésimas relaciones, a partir de una prolongada historia de choques personales y de posiciones políticas opuestas (Jadhran apuesta por una Libia federal y Haftar pretende que haya un solo centro de poder nacional).

Jugar con fuego

En el terreno económico tampoco queda claro cómo se puede reconducir una situación que ha llevado a Libia a producir apenas el 25% de lo que se contabilizaba hasta hace cinco años. En la abierta pelea entre el CGN y la CR por el control de la Compañía Nacional de Petróleo, Jadhran cuenta con muchas bazas para poder inclinar la balanza en uno u otro sentido; como ya demostró entre agosto de 2013 y mayo de 2014, cuando paralizó la exportación en toda la región del llamado Creciente Petrolero. Y todo eso en un país en el que los ingresos por la venta de hidrocarburos suponen el 95% del presupuesto público y en el que más del 80% de los trabajadores libios recibe un salario del Estado.

La diplomacia occidental se moviliza para frenar a Dáesh y las oleadas de refugiados que parten hacia Europa

Pero aunque todas esas piezas encajaran milagrosamente, no se puede olvidar que al margen del proceso existen potentes milicias (como las de Misrata y Zintan que, aunque sean aliadas de Haftar, rechazan el acuerdo de la ONU) y grupos yihadistas que no se sienten comprometidos por lo acordado en la localidad marroquí de Sjirat y que disponen de fuerzas suficientes para seguir retando a cualquier autoridad con pretensiones de monopolizar el uso de la violencia. A pesar de todo ello, parece que Italia, Gran Bretaña y Francia (sin olvidar a EE.UU., Egipto y Catar) siguen empeñados en jugar con fuego alimentando a sus aliados locales, desplegando unidades especiales que van tomando posiciones e incrementando las patrullas aéreas para obtener información actualizada sobre posibles objetivos a batir en una fase posterior. ¿Acaso quieren repetir los errores de 2011? ¿Vale todo para derrotar a Dáesh?