28/3/2024
Ciencia

Semillas contra todo riesgo

La comunidad científica urge a asegurar la variabilidad genética de los cultivos tradicionales y sus parientes silvestres

Arantza Prádanos - 03/06/2016 - Número 36
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Semillas contra todo riesgo
Frascos que contienen las plántulas de orquídeas en los Royal Botanic Gardens en Kew, al oeste de Londres. BEN STANSALL / AFP / Getty
Hay fenómenos a gran escala que, de tan globales, son difíciles de enfocar en toda su dimensión. La pérdida de biodiversidad inducida por la acción humana afecta a todos los ecosistemas del planeta, a la flora, a la fauna, al conjunto de seres vivos sin distinción. Quizá por eso la reciente celebración del Día Internacional de la Diversidad Biológica puso la lupa en un aspecto específico y crucial: los cultivos que han sustentado la agricultura en los 12 últimos milenios y los que tendrán que alimentarnos en las próximas décadas, en medio de un cambio climático inexorable. El llamamiento se resume en un término clave: variabilidad genética.

En el mundo hay en torno a 400.000 especies botánicas diferenciadas y de ellas unas 7.000 son plantas comestibles, según cálculos de la FAO. Sin embargo, este amplio menú vegetariano es un espejismo. Apenas 30 cultivos cubren el 95% de la dieta global, sostenida sobre tres pilares básicos. El trigo, maíz y arroz, los tres principales cereales domesticados por el hombre, proporcionan la mitad del aporte energético diario a la población mundial. En Norteamérica y Europa occidental el trigo representa una quinta parte de las calorías ingeridas.

Hay unas 7.000 plantas comestibles, según la FAO, pero 40 cultivos cubren el 95% de la dieta global

Esta concentración en un puñado de especies no es nueva, aunque fue a más a partir de los años 60. La Revolución Verde dobló la apuesta por una agricultura de alto rendimiento con semillas mejoradas muy productivas, genéticamente homogéneas, dependientes de riego abundante y otros insumos, fertilizantes, plaguicidas, gestión mecanizada, etc. Un modelo que ha logrado sacar del hambre a millones de personas en países pobres gracias a cosechas enormes y precios bajos, pero también ha deparado la mayor pérdida de biodiversidad agraria de la historia.

En el último siglo han desaparecido de los campos al menos tres cuartas partes de las variantes botánicas cultivadas. Lo que hoy siembra y cosecha la agricultura comercial de gran consumo en todo el mundo es una minúscula muestra de las 200.000 variedades de arroz existentes, de las 125.000 de trigo, más de 30.000 de maíz, 4.500 clases de patatas, 2.500 de zanahorias, al menos 1.400 tipos de bananas o 3.000 de cocos, por citar solo algunos ejemplos. Y otro tanto puede decirse de numerosas especies forrajeras para el ganado.

La uniformidad ha empezado a pasar factura: los cultivos se han vuelto más vulnerables a las plagas, que se han inmunizado frente a pesticidas y herbicidas, los suelos se agotan a ritmo acelerado. Problemas serios agravados aquí y allá por el aumento récord de las temperaturas y el azote alterno de sequías e inundaciones, fruto de anomalías en los patrones de lluvias en todas las regiones. El muy prudente Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas estima que la producción agraria mundial caerá un 2% en las décadas venideras. Mientras, la población crecerá un 14% al decenio, hasta los 9.000 millones en 2050. Si la ecuación se cumple, la seguridad del sistema alimentario se tambalea.

En ese contexto de incertidumbre, al que hay que sumar los desastres naturales y las crisis humanitarias recurrentes, los bancos de semillas aparecen como una póliza de seguros a todo riesgo. Hay más de 1.750 repositorios de germoplasma repartidos por el mundo (FAO, 2014) que almacenan un total de 7,5 millones de muestras fitogenéticas, aunque un buen número están duplicadas. El tamaño de las colecciones difiere mucho, así como las condiciones en las que operan, pero sus cámaras frigoríficas custodian semillas y material vegetativo de los principales cultivos de alimentación humana y animal. Entre ellos, variantes tradicionales o locales de corta distribución, infrautilizadas y conocidas solo por el campesinado, y más relevante aún, también de especies silvestres emparentadas. Constituyen un acervo de rasgos genéticos de valor incalculable. Son especies adaptadas de manera natural al estrés hídrico, que conservan en su ADN defensas evolutivas contra determinadas plagas y a menudo con valor nutritivo superior al de las variedades industriales que llegan a nuestras mesas.

Salvadas de la guerra

La célebre Bóveda Global de Semillas de Svalbard (Noruega), cercana al Polo Norte, ha acaparado titulares desde su apertura en 2008. Bautizada por los medios como la bóveda del fin del mundo, del juicio final o el arca de Noé de la agricultura, almacena ya más de 865.000 muestras entregadas por distintos gobiernos e instituciones. Sus fondos son copias de seguridad puestas a buen recaudo en previsión de eventuales catástrofes que pudieran comprometer los recursos para la producción alimentaria internacional. Ciertas críticas sobre la megalomanía del proyecto —gestionado por la organización independiente alemana Global Crop Diversity Trust y el gobierno noruego— se acallaron al fin el año pasado. En septiembre la bóveda devolvió un depósito por primera vez: valiosos especímenes de trigo, cebada, lentejas y pastos típicos que los responsables del Centro Internacional de Investigaciones Agrícolas en Zonas Áridas (ICARDA) de Siria salvaron en 2012 de la guerra, poco antes de que la sede cayera en manos de milicias rebeldes. Las semillas se reproducen ahora en las nuevas instalaciones del centro en Líbano y Marruecos. Cuando vuelvan a duplicarse, un lote viajará de regreso al Ártico. El ICARDA es uno de los 15 grandes centros de investigación y bancos de referencia en el mundo —unidos a través de CGIAR, un consorcio internacional sin ánimo de lucro—, que tienen a su cuidado un millón y medio de muestras de cultivos considerados críticos, así como de especies forestales, ganaderas y piscícolas.

Frente a la singularidad de la Bóveda Global, que solo entrega las muestras a los depositantes originales, la razón de ser de la mayoría de los repositorios de semillas no es solo la conservación. “No somos museos”, subraya Isaura Martín, del Centro Nacional de Recursos Fitogenéticos (CRF-INIA), entidad de referencia para los 37 bancos españoles agrupados en REDBAG. Todos ellos ponen el material a disposición de científicos, productores, agricultores, etc. que buscan entre sus fondos variedades en muchos casos desaparecidas del mapa. “En los últimos años —destaca Martín— hemos observado que hay un movimiento importante de recuperación de variedades tradicionales, en muchos casos porque son especies de alta calidad, y también con fines de agricultura ecológica.”

Bien público

Aunque el germoplasma de especies cultivables es tan relevante como el petróleo o el agua, las fronteras sirven aquí de poco. Ningún país tiene suficiente patrimonio genético agrícola para garantizarse por sí mismo la alimentación; todos dependen en mayor o menor medida de cosechas lejanas. Esa interdependencia global obliga a considerar la diversidad genética “como un bien público conservado y disponible tan libremente como sea posible por todo el mundo”, señala la FAO.

El trasvase de semillas, las selecciones y cruces inherentes a la práctica agrícola han dispersado el acervo genético botánico. Y en cada nuevo escenario, sometidos a presiones ambientales distintas, los seres vivos evolucionan, su genotipo cambia y genera variabilidad. Así que es muy probable que la respuesta a los problemas de los arrozales vietnamitas esté en un rasgo adaptativo de variedades desarrolladas en otro continente, diferenciadas después de siglos de hibridaciones, o incluso en parientes silvestres. Un tipo de arroz salvaje ayudó a desarrollar variedades resistentes al virus del raquitismo folioso, y los productores canadienses de lentejas encontraron en varios genes de la Lens ervoides espontánea una mayor resistencia frente a los hongos.

“Las especies silvestres que tienen un amplio rango de distribución, en condiciones ambientales muy variadas, posiblemente han estado en contacto con esas plagas o enfermedades a lo largo de su historia evolutiva y se han adaptado para tolerarlas”, explica José María Iriondo, catedrático del área de Biología y Conservación de la Universidad Rey Juan Carlos.

Ningún país tiene suficiente patrimonio genético agrícola para garantizarse por sí mismo la alimentación

A pesar de ser el mayor reservorio de diversidad genética, la flora silvestre está mal representada en los bancos de semillas. Expertos del Centro Internacional para la Agricultura Tropical (CIAT) de Colombia y del Real Jardín Botánico de Kew (Reino Unido) calculan en un 70% el déficit de las semillas silvestres emparentadas con los principales 81 cultivos. Dado que muchos de sus hábitats peligran por urbanización, deforestación o cambios de uso del territorio, “hay una carrera contra el tiempo para recolectar estas variedades, importantes para la seguridad alimentaria futura”, señala Nora Castañeda-Álvarez, autora principal del estudio publicado en Nature Plants. El trabajo señala al Mediterráneo, Oriente Medio y el centro y sur de Europa como las zonas con los vacíos más críticos de germoplasma silvestre.

España, no obstante, mantiene “bastante diversidad, no solo en cuanto a especies silvestres sino también cultivadas”, acota Iriondo. Es una zona mediterránea con muchos ambientes distintos, “y además —añade Isaura Martín— fue el paso de los cultivos que vinieron de América, que se diversificaron aquí, así que tenemos más variabilidad que otros países europeos”. Que la revolución agraria y sus semillas industriales llegaran más tarde ayudó. Dio tiempo a rescatar simientes tradicionales antes de perderlas. El 80% de los fondos del CRF-INIA son variedades locales y silvestres.

Las semillas y demás materiales vegetativos se conservan desecados y bajo cero. Periódicamente se realizan test de germinación para comprobar que aún son viables. Si se detecta pérdida de vigor, hay que plantar y regenerar en el campo. En las condiciones adecuadas las semillas pueden aguantar latentes décadas o siglos, quizá más. Además de almacenar, otro reto es identificar bien las especies y sus características genéticas. “Los bancos no somos instituciones que recibamos muchos fondos. No hay mucha conciencia pública de su importancia. Estamos guardando cosas muy relevantes que se pueden perder antes de que sepamos para qué valen. El lince ibérico o la foca monje son más espectaculares que una variedad de trigo, pero es el material con el que el ser humano se ha alimentado hasta ahora”, apostilla Martín.

Quizá esta tendencia haya empezado a cambiar. En los últimos años instituciones de todo el mundo se movilizan para apuntalar el futuro alimentario colectivo. Conservar la diversidad genética es clave, aunque la receta exige ingredientes adicionales: investigación, gestión agraria eficaz y acabar con un desperdicio de alimentos a todas luces insostenible.

Historias ejemplares

Arantza Prádanos
Lo que resiste del patrimonio agrícola global se lo debemos a la labor crucial de guardar y seleccionar semillas que desde siempre han hecho suyas las mujeres y hombres del campo, y también algunos científicos visionarios como Nikolái Vavílov (1887 - 1943). Su historia lo dice todo sobre el valor de la conservación.

El botánico y genetista ruso buscó entre más de 60 países los centros de origen de los principales cultivos, allí donde los ancestros silvestres fueron domesticados. En el proceso aprendió 15 lenguas para entender mejor a los campesinos. El resultado fue la formulación de las leyes de Series Homólogas de Variación Hereditaria y una colección de más de 220.000 semillas depositadas en el primer banco de germoplasma del mundo, en el Leningrado soviético.

N. Vavílov. BIBLIOTECA DEL CONGRESO / NY WORLD - TELEGRAM & SUN COLLECTION

Durante la Segunda Guerra Mundial el ejército de Hitler sitió la ciudad. Fueron 872 días de espanto, casi un millón de muertos de hambre y frío. Entre las víctimas de inanición había nueve trabajadores del equipo de Vavílov en el Instituto de la Industria Agrícola. Eran conscientes de tener a su cargo un tesoro vital ambicionado por todos, incluidos los alemanes. En medio de la hambruna propia y ajena no tocaron una sola semilla, defendiéndolas frente a una población desesperada que había acabado ya con las ratas y caído en el canibalismo. Vavílov no llegó a ver cómo su legado aguantó íntegro. Depurado por Stalin, murió en la cárcel, famélico, un año antes del fin del cerco. Le habría gustado saber que el renombrado como Instituto Vavílov de Genética Vegetal de San Petersburgo sigue siendo útil décadas después. Investigadores de la Universidad australiana de Queensland descubrieron recientemente rasgos de tolerancia extrema a sequías y enfermedades en 300 variedades ancestrales de trigo custodiadas en el centro.

Hay ejemplos mucho menos edificantes. Además de recolectar simientes, otro de los pilares de la agricultura es el intercambio altruista de grano. Por eso, en el paseo de la vergüenza tiene un lugar destacado Larry Proctor. Su caso es menor comparado con la biopiratería de altos vuelos que practican corporaciones occidentales en países en desarrollo, pero sorprende por la desfachatez. Años 90. Un pequeño empresario semillero estadounidense compra en un colmado de México un paquete de frijoles surtidos. De vuelta a casa, planta, replanta, selecciona los de color amarillo y los registra como una variedad nueva, el Enola, obligando a pagar derechos a los productores mexicanos del mismo frijol tradicional, conocido desde hace siglos como azufrado o mayocoba al sur de la frontera. Las pruebas genéticas demostraron que Enola solo tenía de nuevo el nombre. Cuando la Corte Federal de Apelaciones revocó la patente, en 2009, Proctor había disfrutado ya de la mitad de sus 20 años de vigencia y los beneficios correspondientes.