16/10/2024
Opinión

Shostakóvich y el enigma Vavílov

La falsa autoría era una actitud sistemática en él, que atribuía sus obras a músicos antiguos

Fue en un funeral donde oí por primera vez el ya hoy popular “Ave María” de Giulio Caccini, un músico  romano del siglo XVI afincado en la Florencia  de los Medici, cantante, madrigalista, autor de un tipo de canto monódico (recitativo) aplicado a alguna de sus óperas que pasaron por innovadoras. Pero el profundo lirismo romántico de aquella pieza no cuadraba en modo alguno ni con las características del personaje ni con su época prebarroca.

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En efecto, esta obra no era suya. Pasado el tiempo se supo que había sido compuesta en 1970 por un  modesto compositor ruso especializado en obras antiguas para guitarra y laúd llamado Vladimir Vavílov. El embrollo ha quedado ya lo suficientemente dilucidado, y ahora, cuando se interpreta esa obra, se  anuncia salomónicamente como “Ave María de Caccini, de Vladimir Vavílov”.

Subir a los atriles un “Ave María” en la URSS solo podría justificarse desde la neutralidad de la arqueología musical

Pero esta falsa autoría no era en él  un caso aislado sino una actitud sistemática, de forma que todas sus composiciones aparecen atribuídas a músicos generalmente antiguos, como exhumaciones de obras olvidadas fruto de una labor de investigación musicológica, aunque luego fueran adaptadas a las tonalidades de un postromanticismo muy posterior al tiempo de las obras  supuestamente originales. Su hija Tamara justificaba esa conducta en el hecho de que una composición firmada por un desconocido autor con un apellido corriente no tendría futuro. Pero el enigma sigue vivo, sin que el argumento de Tamara sea en modo alguno convincente.  Tal vez la respuesta la encontremos en la última obra de Julian Barnes, El ruido del tiempo (Anagrama, 2016), sobre el intenso drama de Dmitri Shostakóvich —coetáneo de Vavílov—, uno de los más grandes compositores del siglo XX cuya vida y obra se desarrolló en un arriesgado funambulismo bajo las purgas de Stalin y las secuelas, menos atroces pero no menos humillantes, de Kruschev y Brézhnev.

Barnes, en la línea de Robert Conquest, Martin Amis, Aleksandr Solzhenitsyn y tantos otros, personifica en la figura de Shostakóvich la indescriptible crueldad de un régimen cuyos 20 millones de muertos, al decir de Amis, no parecen haber tenido entre la intelectualidad occidental de izquierdas la dignidad fúnebre del Holocausto. Una izquierda que solo se cayó del guindo y entreabrió los ojos ante la invasión de Checoslovaquia en 1968  y la aparición de Archipiélago Gulag. La vida de Shostakóvich se desarrolla en el biotopo del terror, en la ruleta rusa —nunca mejor dicho— de una cotidianidad donde el rojo o el negro, la vida o la muerte, dependían de la arbitraria y paranoica voluntad  del nuevo zar del proletariado. Él era un músico famoso, un héroe del pueblo, pero un día infausto al temible zar  se le ocurrió asistir casi de incógnito a la representación de su exitosa ópera Lady Macbeth de Mtsensk. Parece que fue el propio Stalin el que describió la obra como “bulla, en vez de música” en un editorial de Pravda.

Un editorial de Pravda era el heraldo de la muerte civil o, casi siempre, física. Ya había ocurrido con viejos héroes de la revolución. Ya había ocurrido con otros artistas y poetas — Vsévolod Meyerhold, Demyan Bedny— con cientos de políticos —Zinóviev, Kaménev, Bujarin— tanto más amenazados cuanto más fieles y afines al gran timonel: el supremo terror de lo paradójico, de lo aleatorio.

A partir de ese momento empezó para Shostakóvich el drama interno de la confusión entre cobardía y supervivencia, el desconcierto de verse alternativamente vilipendiado y alabado, purgado y  restablecido, arrastrando siempre la duda sobre la dignidad moral de su conducta: retractación o muerte. Podían haberlo matado o inducido al suicidio, pero para el poder matarlo era un dispendio. Valía más un Shostakóvich retractado que un Shostakóvich muerto.

Su música o era épica proletaria o devaneo formalista y burgués, según los vientos del Politburó. Era difícil navegar entre esas tormentosas veleidades. Barnes deja entrever que los saltos en una misma obra, desde la tonalidad romántica a la politonalidad y cromatismo con acercamientos al dodecafonismo, podrían ser tanto el resultado de un desgarro interior como de una irónica estrategia. ¿Podría la ironía proteger su música?, se pregunta. Tal vez en el fondo todo el repertorio de Shostakóvich —como el de Prokófiev—  estuviera envuelto en una monumental ironía protectora que permitiera pasar de contrabando la verdad del autor ante los confiados oídos del brutal aduanero. Pero no creo que hubiera ironía alguna en la actitud de Vavílov, a menos de saber que la verdad de sus suplantaciones se descubriría mucho tiempo después de muerto, a salvo en un más allá en el que probablemente no creía. Como tantos otros, debió aprender en la cabeza ajena de Shostakóvich que el mero hecho de que Stalin se fijara en tu persona era mucho más peligroso que una existencia de oscuridad anónima.

Todo apunta a la claudicación del burócrata para salvar el pellejo. Subir a los atriles un “Ave María” en el régimen bolchevique solo podría justificarse desde la neutralidad ideológica de la arqueología musical, pero nunca como una composición propia que podría haberle costado al autor algo más que una reconvención de la Asociación de Músicos Proletarios. Pero ¿y si esto fuera solo una cuestión de dignidad? ¿Y si simplemente estuviéramos ante un escaldado senequista para el cual reducirse a polvo, disolverse en el olvido personal dejando algo perdurable mientras hubiera un atisbo de porvenir, fuera la forma de darle a la vida toda la importancia que esta realmente se merece?