19/4/2024
Teatro

Teatro. Lágrimas que se trocan en risa

La rosa tatuada, como muchas de las obras de Williams, está llena de símbolos, empezando por el título

Martín Schifino - 03/06/2016 - Número 36
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De Fedra a Mrs. Robinson, las mujeres maduras han cautivado durante siglos la imaginación narrativa. En La rosa tatuada, Tennessee Williams complica esa figura con el personaje cuasi operático de Serafina Delle Rose, una costurera siciliana afincada en los Estados Unidos de los años 50 que hace gala de un estereotípico carácter meridional, cómicamente reñido con sus circunstancias norteamericanas. Casi desde la primera escena, es obvio que Serafina tiene una idea exagerada de sí misma, y en cuanto la oímos cantar las loas de su marido Rosario, con quien dice haber hecho el amor 4.380 veces, sospechamos que la exageración se toca con el autoengaño.   

Poco después, Rosario muere fuera de escena a causa de un tiroteo, incinerado en el camión donde contrabandeaba drogas bajo un cargamento de plátanos. Droga y plátanos: para freudismos de brocha gorda, nadie como Tennessee Williams. Pero lo esencial es que con el marido parten también las ilusiones, y los crecientes rumores de sus infidelidades ponen en jaque a la protagonista. Williams señaló alguna vez que el “tema clave” de sus obras era “el impacto destructivo que tiene la sociedad en los individuos sensibles e insumisos”, como se ve en el destino de su personaje femenino más famoso, Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo. Pero aquí el choque no acaba en destrucción, sino en una especie de renovación carnavalesca. En términos de drama, las lágrimas se trastocan en risa, los lamentos, en seducción. Y el resultado es ese híbrido que, según William Dean Howells, siempre ha querido el público estadounidense: una tragedia con final feliz. 

El resultado es ese híbrido que siempre ha querido el público estadounidense: una tragedia con final feliz

El montaje de Carme Portacelli, basado en la enérgica traducción de Vicente Molina Foix, hace un esfuerzo loable por poner en escena esa progresión, aunque no siempre consigue sostenerla. Por el lado positivo, la estupenda escenografía de Anna Alcubierre, las vistosas proyecciones de Eugenio Szwarcer y el polifónico espacio sonoro de Jordi Collet envuelven la pieza en un aire de fantasía muy a tono con la imaginación exuberante de Tennessee Williams. Aun así, demasiado a menudo la ambientación emocional se confía a las luces y las imágenes en vez de a la interacción propiamente dramática, y no faltan los patinazos de tono, en especial en las transiciones del melodrama a la comedia. Tampoco queda claro qué se gana con multiplicar la farsa donde el texto no la pide, como el travestir a uno de los actores masculinos para interpretar a una mujer “licenciosa” (a ojos de Serafina), o extender los griteríos a los pasillos de la sala, como si no se hiciese ya bastante ruido sobre el escenario.  

Con todo, la producción cuenta con actores de notable ductilidad, y con protagonistas que se resisten a ser exhibidos como meras caricaturas. Aitana Sánchez-Gijón, en el papel de Serafina, solo amerita un reparo: no da ni de lejos con el tipo “italianita regordeta” que recomendaba Williams en las didascalias, aunque infunde al personaje un registro emocional más amplio del que quizá el autor preveía. Sánchez-Gijón es a la vez intensa y delicada, trágica y cómica. Como ha dicho Andrés Lima, que la dirigió en Medea, “grita muy bien”. Pero tampoco se le da mal la risa, y hasta hace reír en una bufonesca escena de llanto. En versatilidad, su interpretación nada tiene que envidiarle, por ejemplo, a la de Anna Magnani en la versión cinematográfica dirigida por Daniel Mann (con guion adaptado por el propio Williams). Y aunque se echa en falta la imperiosidad de la actriz italiana, Sánchez-Gijón es invariablemente más seductora.  

Roberto Enríquez es el desconocido que cae como del cielo para seducir a la viuda. Enfrenta el desafío de interpretar a un pánfilo inconscientemente atractivo, y decir que lo logra habla muy bien de su capacidad actoral. Entretanto, Alba Flores encarna a la sufrida hija de Serafina, Rosa, con la dosis justa de sumisión y descaro. La trama secundaria que empareja a Rosa con el marinero Jack Hunter (un Ignacio Jiménez que hace lo que puede con un papel bastante soso) es decorativa, un contrapunto que sirve para acentuar el reflorecer de la madre. Pero Williams no se contenta con el mero paralelismo estructural, sino que lo aprovecha para sondear el conflicto de dos generaciones.

La rosa tatuada es un festival de símbolos, empezando por la flor del título, que decora el pecho de Rosario Delle Rose, habita el nombre de su hija y aflora en el color de una camisa que despierta más celos que ningún otro pedazo de tela desde el pañuelito de Desdémona. Pero los símbolos no se conservan siem-pre frescos, y tienen la costumbre de ajarse en forma de cliché. ¿Algún espectador puede comprometerse, hoy en día, con la cursilería de que el amor es una flor inmarcesible? Uno sospecha, en realidad, que ni siquiera Tennessee Williams lo hacía, y no parece casual que la insostenible exaltación romántica del comienzo dé paso a una aventura ligera.

La rosa tatuada
La rosa tatuada
Tennessee Williams
Traducción de Vicente Molina Foix
Dirección de Carme Portacelli
Hasta el 19 de junio
en el María Guerrero