26/4/2024
Análisis

El ocaso de la socialdemocracia en Europa

Piedra angular de la integración europea, se ha distanciado de sus votantes al convertirse en defensora de un statu quo ahora amenazado por el nacionalismo

Tomáš Klvana - 27/05/2016 - Número 35
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El ocaso de la socialdemocracia en Europa
Tony Blair saluda a Gerhard Schröder en el 10 de Downing Street (Londres) en 2004. NICOLAS ASFOURI / AFP / Getty
1 LA HISTORIA DE LA IZQUIERDA ES CURIOSA. ¿Recuerdan las viñetas de hace una generación? El político de derechas siempre estaba confabulando con un cerdo capitalista muy gordo que agarraba un gran saco de dólares con sus sucias manos. Estar gordo significaba comer todo el rato, ser próspero. Hoy estar gordo es una señal de pobreza en el primer mundo, es comer demasiadas hamburguesas, burritos, noodles y dumplings. Los ricos, sin embargo, suben las escaleras de los jet privados como un resorte. Hacen ejercicio, juegan al golf, comen bien y votan a la izquierda.

Ha habido un cambio político en el mundo rico —que se extiende a Japón, Australia, partes de Asia, Europa, América del Norte y zonas de Sudamérica— sobre la distribución electoral y la demografía. En las historias políticas en las que he tenido la oportunidad de participar, concretamente en las cocinas donde se han elaborado, he conocido a suficientes candidatos de izquierda que, como ellos dicen, lo hicieron a lo grande. Aprendieron cómo monetizar la experiencia. Se hicieron ricos con la política. Recuerdo uno que me impresionó particularmente: un exmiembro del gabinete británico, un hombre erudito y refinado, que destaca por encontrar siempre el camino más corto para llegar al jet privado de alguien.

Como los Clinton en Estados Unidos, un gran ejemplo de cómo convertir la política en oro, cobrando millones por cada discurso o acuerdo editorial y hasta utilizando su fundación sin ánimo de lucro, Clinton Global Initiative, para ayudar a sus amigos a hacer “inversiones verdes”. El éxito relativo de Bernie Sanders, el candidato demócrata de izquierdas en las primarias estadounidenses, tiene que ver con esto. Los votantes de izquierdas reaccionan contra el establishment con repulsión.                

Desde el comienzo de la era moderna, que coincide con el inicio de la política moderna durante la Ilustración europea, los animales políticos se dividieron entre izquierda y derecha, monárquicos y republicanos constitucionalistas. Naturalmente, en 400 años ambas partes vivieron transformaciones, pero una característica persistió: la izquierda impulsa el cambio, mientras que la derecha lo ralentiza. “Un conservador es un tipo que se planta frente a la historia y grita ‘¡paren!’”, escribió William F. Buckley. Hubo revolucionarios de derechas como Margaret Thatcher, pero solo como reacción al anquilosado consenso de izquierdas.

Atacar a Europa y sus políticas es atacar la socialdemocracia en nombre del populismo nacionalista

El comienzo del siglo XX en Europa, y con mucho menos alcance en América, vio una diferenciación en la izquierda. El movimiento socialista, una fuerte reacción a las injusticias del capitalismo salvaje, no maduró de forma predecible, sino que comenzó a escindirse en la era que transformaría por completo el mundo. Algunos como Benito Mussolini dejaron la Internacional Socialista para insistir en la dimensión nacional y corporativista del socialismo. Otros siguieron el camino de Marx con su sencilla dicotomía, reemplazando el bien y el mal por el proletariado y el capital. El resto prefirió acomodarse a los tiempos, enfatizando la reforma y rechazando tanto la revolución socialista como la nacionalista.

La historia demostró que tenían razón. El impulso tranquilo de la reforma sobrevivió a los cataclismos del fascismo y el comunismo. Y se dio a sí mismo un nombre: socialdemocracia. Es imposible exagerar la importancia política de la socialdemocracia y la forma en la que ha moldeado nuestro mundo actual. Después de la Segunda Guerra Mundial fue un elemento constitutivo del milagro económico de Europa Occidental. Los 30 Gloriosos (Les Trente Glorieuses en francés, los años dorados del capitalismo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta la crisis del petróleo de 1973), la economía social de mercado (Die Soziale Marktwirtschaft en alemán) y la Tercera Vía británica, todos deben a la socialdemocracia su chispa creativa. ¿Dónde descansa el núcleo del impulso? Descansa en el preciso entendimiento de la naturaleza humana y cómo esa naturaleza funciona en sociedad.

El mercado libre es necesario para prosperar, y la economía necesita tenerlo para mantenerse próspera. Aun así, también se traduce en la creativa destrucción de Schumpeter, que en términos humanos significa inestabilidad. Nunca sabemos si mañana tendremos trabajo. Y eso es emocionalmente agotador. La inestabilidad dinámica del capitalismo es necesaria para mantenerlo en marcha. No se crearía riqueza ni habría progreso sin ella, pero no es fácil. Ahí es donde aparece la socialdemocracia orientada a la reforma. A diferencia del comunismo o de otra clase de radicalismos de izquierda, la socialdemocracia no rechaza el capitalismo, sino que intenta suavizar los ásperos filos del mercado libre.

2. LA SOCIALDEMOCRACIA ES PROPENSA A DOS TIPOS DE ERRORES. Uno es la complacencia. Domesticar el libre mercado puede ir demasiado lejos. No se puede hacer un gato de un tigre, pero se puede matar con demasiada regulación. Casi pasó eso en los 70, los años de crisis y estancamiento en la mayor parte de Europa Occidental y América del Norte. La primera ministra británica, Margaret Thatcher, y el presidente estadounidense, Ronald Reagan, se acomodaron en una contrarrevolución. Sus reformas impulsaron el libre mercado, los impuestos más bajos, la privatización y la desregulación. Resucitaron la economía y con ello también la energía de la sociedad. Las reformas de Thatcher y Reagan fueron emuladas en otros países. Y entonces, en los 90, como reacción al fin del comunismo, la propagación de la globalización y el impacto del libre mercado en los pobres, apareció una nueva cosecha de socialdemócratas: Bill Clinton en EE.UU., Tony Blair en Reino Unido, Gerhard Schröder en Alemania y algunos otros en un mundo menguante.

La nueva generación —la Tercera Vía, en palabras del asesor de Blair, el sociólogo Anthony Giddens (o Nuevo laborismo, como eran conocidos en Reino Unido, y Nuevos demócratas en EE.UU.)— hizo las paces con sus predecesores. Blair aceptó el consenso de Thatcher y Clinton proclamó que la era del “Big government” (término utilizado por los conservadores para describir a un gobierno excesivamente involucrado en las políticas públicas o el sector privado) había acabado. Para la cada vez más sofisticada y educada izquierda, alimentada intelectualmente desde los 70 por la atrincherada intelligentsia de derechas en las universidades occidentales, la nueva generación de socialdemócratas añadió el encanto de la riqueza. No era la fanática adoración del dinero de la generación yuppie de los 80. La suya era una refinada sensibilidad bobo (acrónimo de burgués bohemio, término acuñado por el periodista estadounidense David Brooks en su libro Bobos en el paraíso. Ni hippies ni yuppies: un retrato de la nueva clase triunfadora) informada sobre feminismo, derechos humanos,  corrección política y medioambientalismo. Los coches híbridos y la comida orgánica reemplazaron a los yates y los 4x4 como símbolos de la nueva y cada vez más próspera clase que vota a la izquierda.

Cuando los tiempos son buenos la amenaza no crece, sobre todo la que viene de dentro. Y aquí llegamos al segundo error al que son propensos los socialdemócratas: la corrupción. Por supuesto no son solo ellos. Todos somos propensos, desde que Adán mordió la manzana. Tampoco se puede decir que no hubiera corrupción en la izquierda antes de los 2000, pero era una costumbre a la antigua marcada por los acuerdos entre bastidores.

La clase de corrupción de la que hablo está conectada con el dinero, mucho dinero, que inundó la política de los 90. De repente había financieros millonarios que votaban y apoyaban a la izquierda por razones culturales. Y este tipo de corrupción es más peligrosa para la izquierda, que defiende la igualdad, mientras que la derecha se basa en la libertad. Un votante conservador tiende a ser más realista que uno de izquierda, que cree que la corrupción es una traición a la propia idea de igualdad.

Cada millón que Tony Blair o Bill Clinton se meten en el bolsille por vender el acceso a la gente de negocios es combustible para la maquinaria de Bernie Sanders, Jeremy Corbyn, Syriza o Podemos. Según sus votantes, los políticos de izquierda no deberían hacer lobby ni tráfico de influencias. Esa es la daga en el corazón de la igualdad de todos los ciudadanos.

3. TAMBIÉN ESTÁN LOS MUSULMANES. La globalización suena fantástica sobre el papel: ¡todo el mundo conviviendo juntos! Pero la crisis de los refugiados es una auténtica prueba de estrés para la integración global, incluyendo la Unión Europea. Llega en un momento inoportuno. La crisis financiera de 2008, junto con la actual crisis de deuda soberana, cambiaron la subyacente atmósfera. La desregulación que muchos de los nuevos socialdemócratas abrazaron e incluso promocionaron resultó nociva, especialmente para la banca, que fue demasiado lejos.

Las crisis económicas subrayaron los fallos sistémicos del régimen político en el que vivimos. Mientras el negocio internacional se hizo global a toda potencia, la política que se supone debería ser su legislador y contrapeso está limitada a un nivel estatal y regional. Ahora tenemos una clase global de corporaciones que solo está nominalmente atada a los estados nacionales. Podemos decir que Coca-Cola y McDonald’s son estadounidenses, y que el grupo Volkswagen es alemán, pero eso cada vez significa menos.  Muchas corporaciones operan globalmente y hacen más dinero en el extranjero que en sus países de origen.

Hay, sin embargo, solo una fina capa de regulación “global” de estos negocios basados en acuerdos internacionales. A medida que la clase media en las democracias europeas se estanca y los muy ricos son cada vez más astronómicamente ricos, hay un sentimiento general de que los políticos convencionales, cada vez más influidos por el gran capital, no tienen poder frente a esas fuerzas, y además de todo eso tampoco tienen ni idea de cómo hacerlo.

El despiste, la ignorancia, es visible especialmente con el trasfondo de la inmigración. Los populistas y radicales de derechas han explotado el miedo a la inmigración islámica y al terrorismo islamista durante mucho tiempo, pero la ola migratoria de los últimos dos años es una bendición para ellos.

Blair aceptó el consenso de Thatcher y Clinton proclamó el final del “Big government”

Aunque mucho de lo que dicen no tiene sentido, sí logran posicionarse como voces de la razón contra la corrección política de la mayoría. El terrorismo y la inmigración son por supuesto un serio problema, pero son un problema que puede ser resuelto con la acertada mezcla de distintas políticas. Los nacionalistas radicales, sin embargo, lo presentan en términos apocalípticos. Triunfaron, en cualquier caso, con todo tipo de afirmaciones extravagantes y agitadas: la civilización europea/cristiana está amenazada, Euroabia está ganando terreno, Putin es el salvador de los auténticos valores conservadores y otras tantas tonterías. Son estas sandeces las que resuenan en Europa y la principal víctima de esta siniestra victoria es la socialdemocracia.

Los socialdemócratas han sido la piedra angular de la integración europea. Ellos han inventado y solidificado la corriente principal de la política europea y sus términos; han creado su modelos. El ataque a Europa y a sus políticas es el ataque a la socialdemocracia en nombre del populismo nacionalista. Culturalmente, aprendieron a pisar despacio. Y se distanciaron de la misma forma de sus propios votantes, la clase trabajadora, convirtiéndose en defensores del statu quo. El mismo statu quo que está ahora amenazado por razones económicas y políticas, pero sobre todo culturales. El avance de las clases bajas y medias hacia la derecha se ha acelerado por el ascenso del nacionalismo, la xenofobia y la política-espectáculo en las redes sociales.

Estos votantes miran a los socialdemócratas y ven a políticos corruptos, inútiles, ineptos y políticamente correctos que en lugar de hablar claro, les mienten. Ven a hombres y mujeres que les parecen cada vez más intercambiables por banqueros y brokers que representan la globalización o el libre comercio en la UE, y rechazan sus puntos de vista. Votantes que en el pasado, sobre todo en tiempos de bonanza económica, optarían por el centroizquierda ahora se han vuelto más radicales. Los más educados y pretenciosos apuestan por Tsipras, Iglesias, Corbyn y Sanders. El resto, menos educados, más nacionalistas y racistas, respaldan a Trump, Wilders, Frauke Petry, Orbán, Kaczynski, Hofer, el Partido Popular Danés, los Demócratas de Suecia, los Verdaderos Finlandeses o Marine Le Pen.

El más reciente ejemplo lo hemos visto en Austria, donde durante décadas la política ha estado dividida entre el Partido Popular Austriaco de centroderecha y los socialdemócratas de centroizquierda. La creciente radicalización y la frustración con la corrupción generalizada han emergido hasta la superficie en las presidenciales de ese país. Ninguno de los candidatos convencionales llegó hasta la segunda vuelta, que llevó al canciller Werner Faymann (socialdemócrata) a abandonar su cargo. La segunda vuelta de las elecciones ha consistido en un dramático duelo entre el populista de derechas Norbert Hofer, del xenófobo Partido de la Libertad, y Alexander Van der Bellen, un independiente apoyado por los Verdes. El voto por correo dio finalmente la victoria al candidato ecologista. En cualquier caso, Europa espera tiempos difíciles. La socialdemocracia ha tocado fondo.