Siria, la guerra mal contada
El relato creado por la prensa internacional no se corresponde con lo sucedido en un conflicto que ha cumplido ya cinco años
Desgraciadamente, Amina resultó ser un fraude. Poco después se descubrió que el autor del blog era un americano heterosexual residente en Edimburgo. Es una anécdota, pero simbólica del despiste de los medios de comunicación, de su deseo vehemente de que la revuelta siria fuese lo que se quería que fuera.
Cinco años después, aquel análisis erróneo de partida sigue pesando como una losa en la comprensión de la tragedia siria. Incluso cuando se ha hecho evidente que las primaveras árabes, y en especial la de Siria, no han cumplido con nuestras expectativas, el análisis no ha variado. Simplemente se ha envuelto en sofismas, justificaciones, matices. Aunque Occidente no es directamente responsable del estallido de violencia en Siria, esta dificultad para entender y aceptar su significado ha sido uno de los factores —no el más importante, pero sí uno de los más relevantes— que han permitido una prolongación innecesaria del conflicto.
Historia de dos revoluciones
La revolución democrática que imaginaban los medios, y muchos sirios, existió. El problema es que fue un fracaso prácticamente desde el primer momento. Un “día de la ira” convocado en Facebook para el 4 de febrero de 2011 según el modelo egipcio no logró reunir a nadie. Otro intento al mes siguiente, en el que se emplearon medios más tradicionales de convocatoria, consiguió atraer a un número pequeño de manifestantes en Damasco y Banias. Pero los propios convocantes, las organizaciones laicas y de izquierda, reconocían a la prensa internacional que estaban muy lejos de poder desafiar al régimen. Una de las razones era, precisamente, el temor de muchos sirios a que si Al Asad caía, los islamistas tomasen el poder.
El único lenguaje político con capacidad de tracción era el islam, la ideología por defecto ante cualquier agravio
Curiosamente, mientras en Damasco se decía esto, la revolución ya había comenzado, solo que en otro lugar y de otra manera. Y no era especialmente pacífica. En Deraa, en el sur del país, la policía había arrestado a 15 jóvenes el día 6 de marzo por realizar una pintada contra el régimen. Había sido más bien una gamberrada adolescente, como reconocieron los detenidos. Pero cuando la policía reaccionó con la brutalidad habitual, encarcelándolos y torturándolos, desató la furia de sus familiares y los miembros de sus clanes, que se lanzaron a las calles por miles entre el 15 y el 19 de marzo para protestar, incendiando sedes del partido Baaz y atacando comisarías de policía.
Es importante la geografía de esta protesta: Deraa, el lugar donde Lawrence de Arabia sufrió su famosa violación, es una ciudad con una personalidad muy marcada. Muy cerca de la frontera jordana y del Golán ocupado, existe en Deraa una tradición de contrabando y hostilidad a las fuerzas de seguridad. Muy conservadora, siempre ha tenido la reputación de incontrolable.
Quizá era inevitable que los medios confundiesen en un mismo drama el estallido de cólera local de Deraa con las pequeñas manifestaciones de Damasco, Banias o Latakia. Pero se trataba de dos revoluciones diferentes. Era en Deraa donde se amontonaban los muertos, tanto manifestantes como miembros de las fuerzas de seguridad, en una proporción de tres a uno. Y fue a partir de ahí que la insurrección se extendió a Hama, otra ciudad con sus singularidades, entre ellas un historial de revueltas islamistas como la de 1964 y, sobre todo, la de 1982, especialmente sangrienta.
Mientras tanto, en Damasco la clase media urbana empezaba a asustarse de la violencia sectaria que se extendía por las zonas rurales suníes. Ya no volverá a haber más protestas en la capital y, a medida que se vaya agravando el conflicto, una parte de la oposición, de muy mala gana, se irá acercando al régimen de nuevo, sin dejar de criticarlo ni de presionar para su reforma. Esta es la llamada “oposición interior” de la que los medios no hablan jamás, a pesar de que está formada precisamente por aquellos partidos laicos y de izquierda en los que se confiaba para encabezar una rebelión democrática.
El combustible de toda revuelta es la violencia y es inevitable que, con el tiempo, se imponga la facción más dura
La revolución de Deraa no era una insurrección democrática, pero tampoco era todavía una yihad. A los islamistas los debió coger tan por sorpresa como a los laicos, pero era inevitable que fuesen ellos quienes acabasen encabezándola. A los campesinos suníes y a los vecinos de los barrios pobres de Homs y Damasco la oposición laica les resultaba desconocida, elitista e incluso sospechosa. El único lenguaje político con capacidad de tracción era el islam, la ideología por defecto ante cualquier agravio. La escena estaba preparada para la entrada de los radicales.
El ascenso de la yihad invisible
Por supuesto, los radicales estaban ahí casi desde el primer momento. Alguna de las milicias yihadistas que más tarde ganarían prominencia, como Ahrar al Sham, se había creado incluso antes de que comenzasen las protestas de marzo. Poco después, en agosto de 2011, se ponía en marcha el Frente al Nusra, la franquicia siria de Al Qaeda, que en diciembre ya empezaba a cometer atentados brutales con docenas de víctimas. Pero todo esto le pasaba desapercibido a la prensa internacional, entregada a la inercia del relato de la Primavera Árabe. Durante todo el año 2012, en el que los coches bomba estallaban uno tras otro en zonas gubernamentales, matando policías y civiles, los medios no dejaron de repetir una y otra vez las inverosímiles explicaciones de la oposición exterior siria, que acusaba al régimen de Damasco de hacerse atentados a sí mismo “para dar lástima”.
La prensa y los gobiernos occidentales seguían hablando, sin matices, de una insurrección popular democrática encabezada por un Ejército Sirio Libre (ESL) supuestamente laico, formado exclusivamente por desertores del ejército regular. Pero esa imagen ya no se compadecía apenas con la realidad. Lo cierto era que, a menos de un año de su fundación, el ESL había empezado a descomponerse, dividido por luchas internas y corrompido por el flujo de dinero que le llegaba de los países árabes ricos, Turquía y Occidente. En noviembre de 2012 el grupo dominante en la oposición era ya el Frente al Nusra, la filial siria de Al Qaeda.
La prensa, centrada en historias de contenido humano, ni siquiera parecía reparar en las evidentes contradicciones de la diplomacia occidental. En el mismo mes en que el ministro de Exteriores francés, Laurent Fabius, afirmaba, asombrosamente, que el Frente al-Nusra (Al Qaeda) estaba haciendo “un buen trabajo”, Estados Unidos ponía al grupo en su lista de organizaciones terroristas. A esto siguió un intento desesperado de reorganizar lo que quedaba del ESL, el primero de muchos, que se saldó con un fracaso. Era inútil, la dinámica de la guerra había cambiado y pronto incluso el Frente al-Nusra pasó a ser demasiado moderado.
En abril de 2013 el líder de Al Qaeda en Irak, Abu Baker al Baghdadi, acusaba a la franquicia siria de la organización terrorista de extralimitarse en su autonomía y le exigía una declaración de lealtad. Sintiéndose fuerte, el líder del Frente al Nusra, Abu Mohammad al Julani, decidió desafiarle. En esto incluso recibió el apoyo de Ayman al Zawahiri, el sucesor oficial de Osama Bin Laden. Pero fue un error de cálculo por parte de ambos. A lo largo de la segunda mitad de 2013, mientras la prensa debatía acaloradamente una intervención militar occidental contra Bashar al Asad que no se produjo nunca, al Baghdadi y su Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS) se hacían con el control de todo el este de Siria, expulsando de él a al Nusra y absorbiendo los restos del ESL, cuyos efectivos, los supuestos milicianos laicos y demócratas, desertaron en masa a lo que en agosto del año siguiente pasará a denominarse Estado Islámico (EI), a secas.
Invento del yihadista moderado
El triunfo de Estado Islámico planteó a la prensa internacional un grave problema narrativo. ¿Cómo seguir contando la guerra de Siria ahora que el régimen de Al Asad, con toda su brutalidad, empezaba a parecer un mal menor para los intereses occidentales, y probablemente para los de los propios sirios? Después de más de tres años de una cobertura en blanco y negro, una rectificación parecía imposible, y de hecho nunca se ha hecho la menor autocrítica.
La solución a este dilema fue un nuevo argumentario, que se abrió paso más con rutina que con premeditación: ya no se podía negar el hecho de que la revolución era ahora una yihad en manos de los salafistas, pero esto pasó a explicarse como una perversión de la pureza inicial de las protestas, el resultado de la decepción de los sirios laicos al ver que Occidente no había acudido en su ayuda. Esta idea extravagante se complementaba con otra improbable: la teoría de la conspiración según la cual había sido Al Asad, en realidad, quien había fomentado el islamismo radical para desprestigiar a la oposición. Por qué Arabia Saudita, Qatar y los países occidentales se empeñaban en ayudarle con su plan, financiando y entrenando a esas mismas milicias islamistas, era algo que quedaba en el aire.
Para evitar sentimientos contradictorios, se elude mostrar la crueldad con la que el califato trata a los soldados sirios
Esta nueva explicación se complementó con la creación de una categoría difusa, la del “yihadista moderado”, que no había existido hasta ahora en ningún otro lugar. Su indefinición ha permitido ir dándole un significado distinto a cada fase del conflicto. En 2013, los moderados eran los restos del ESL frente a los radicales del Frente al Nusra y Ahrar al Sham. En 2014, sin embargo, el ascenso de Estado Islámico convirtió en moderados a estos últimos, simplemente por comparación. En cuanto al propio Estado Islámico, se ha impuesto la tendencia a hablar de él como si no fuese parte de la oposición armada contra el régimen. Se insiste en sus enfrentamientos con las otras fuerzas islamistas y se exageran sus diferencias ideológicas con ellas —que, en realidad, son mínimas—. Para evitar provocar sentimientos contradictorios, se evita mostrar la crueldad con la que el califato trata a los soldados sirios, de los que ha decapitado centenares ante las cámaras. El relato se centra en su persecución de las minorías yazidí, cristiana o kurda, como si ese genocidio —bien real, por desgracia— fuese la única razón de ser del autodenominado Estado Islámico, olvidándose de que su objetivo principal es derrocar al régimen de Damasco.
Una queja sospechosa
El último refugio del relato heroico de la revuelta siria es contemplarla melancólicamente como una revolución traicionada. Pero esta es una queja sospechosa, porque se repite en todas las revoluciones. Se dijo de la revolución soviética de 1917, de la iraní de 1979, incluso de la francesa de 1789. La realidad es que en cada uno de esos casos simplemente se hizo con el control la corriente más fuerte. El combustible de toda revolución es la violencia, y a medida que se prolonga es inevitable que se imponga la facción más dura. Es lo que ha sucedido en Siria.
Al proporcionar armas y dinero a las milicias, la intervención internacional ayudó a esa deriva yihadista
La tentación de perderse en reflexiones contrafácticas tampoco tiene mucho sentido. ¿Hubiese detenido esta deriva hacia la guerra sectaria una intervención occidental? Lo cierto es que esa intervención se produjo, si bien de forma clandestina. De hecho, al proporcionar armas y dinero a las milicias, la intervención internacional ayudó a esa deriva yihadista. ¿Una acción más directa? Ahí está la trágica sombra de Libia, que nos proporciona una buena analogía. Allí, la creación de una zona de exclusión aérea y la subsiguiente intervención militar condujeron a un caos en el que prosperan distintas variantes del yihadismo.
Cinco años después del comienzo de la guerra de Siria seguimos muy lejos de poder pronosticar su final, pero lo que resulta más sorprendente es que continuamos analizándola en un marco interpretativo que hace tiempo que dejó de tener sentido. Nos aferramos a un relato que, por incoherente que sea, nos permite al menos alimentar la fantasía de que existe una salida al conflicto de Siria que deje intactos nuestros ideales y nuestra imagen de nosotros mismos. Pero el problema de las esperanzas vanas es que, cuando se les da la vuelta, lo que hay debajo de ellas es a menudo una pesadilla.