29/3/2024
Cine

Trumbo. El bolchevique de Hollywood

Se estrena el biopic sobre el escritor y guionista, que estuvo en la lista negra de la meca del cine

Carlos Reviriego - 15/04/2016 - Número 29
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Trumbo. El bolchevique de Hollywood
Dalton Trumbo fue condenado por desacato al Congreso, junto con otros directores y guionistas de Hollywood que se negaron a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC ) en 1947. Los Angeles Times / Polaris / Contacto
Como sostiene José Luis Piquero en el prólogo a la investigación bio-periodística de Bruce Cook titulada Dalton Trumbo (Navona, 2015), “todo gobierno autoritario fija su atención, en un momento u otro, en el mundo de la cultura y del entretenimiento, en aquellos sectores con mayor capacidad para emitir mensajes peligrosos”. La historia es tozuda. La perpetuación de la mezquindad humana es cíclica, se repite invariablemente de país en país, de gobierno en gobierno. La lista negra de Hollywood, que a mediados del siglo pasado se convirtió en el látigo ideológico del macarthismo y la persecución de comunistas en Hollywood, emana todavía hoy como una de las formas de censura, genuina caza de brujas, que con mayor crueldad y determinación se ensañó con sus víctimas, dividiendo enconadamente la industria del cine y generando circunstancias históricas (y creativas) absurdas.

Si Dalton Trumbo (Colorado, 1905 – California, 1976), prolífico escritor de la meca del cine que aplazó ad eternum sus ambiciones de novelista para escribir todo tipo de guiones alimenticios, es un nombre venerado en la industria, no es probablemente por los motivos que él hubiera deseado. Su inconformismo, carisma y talento con las palabras no están tan asociados a los guiones que firmó con seudónimo —como los oscarizados Vacaciones en Roma (1953, William Wyler) y El bravo (1956, Irving Rapper)— o con su verdadero nombre —como Espartaco (1960, Stanley Kubrick) y Éxodo (1960, Otto Preminger), las películas con las que recobró su identidad tras años “camuflado” en el mercado negro— como a la circunstancia de que lideró a los famosos Diez de Hollywood. Fueron el blanco más diezmado por el punto de mira del Comité de Actividades Antiamericanas del Congreso (HUAC). La persecución, encarcelamiento y posterior estigmatización a la que fue sometido por la industria es la historia por la que, muy a su pesar, se le recuerda. Es el relato que lleva a la pantalla el filme Trumbo: La lista negra de Hollywood, que toma el libro de Cook como itinerario más que como guion.

Un guionista en la bañera

Trumbo ha sido el guionista mejor pagado de Hollywood. De orígenes humildes, empezó trabajando como panadero por 75 dólares al mes para mantener a toda su familia hasta cobrar 4.000 dólares a la semana bajo nómina de los grandes estudios. Incluso durante el periodo negro de su carrera —cuando se convirtió en el guionista negro más cotizado del mercado—, sus trabajos se multiplicaron hasta dejarle exhausto. La imagen con la que arranca la película es la que le ha otorgado cierta dimensión icónica: el guionista con su máquina de escribir en su lugar habitual de trabajo, la bañera. Sumergido en agua caliente, llegó a escribir a un ritmo de 20 horas al día, bebiendo alcohol, fumando y tomando estimulantes para mantener el ritmo. Como dramatiza la película en una escena, ni siquiera el cumpleaños de su hija era un pretexto suficiente para que el pez saliera de su pecera. Había que pagar las facturas para mantener el nivel de vida de un “comunista con piscina”, como eran señalados por la prensa los “rojos” de Hollywood.

La caza de brujas

Las sospechas sobre la honestidad ideológica de los comunistas del cine forman parte de la propia naturaleza hollywoodiense. Incluso hoy se pone en duda el derecho de estrellas multimillonarias como Sean Penn, Johnny Depp o Susan Sarandon a sumarse al activismo de la izquierda política. Los tiempos oscuros en los que la marea roja llegó hasta las mismas costas californianas están en el germen del epicentro conspiranoide que alcanza nuestros días. Películas como El puente de los espías y series como The Americans no hacen sino proyectar el regreso de los vientos fríos del telón de acero. En 1947, el HUAC sostuvo audiencias durante nueve días por acusaciones de propaganda comunista en la industria. Al negarse a dar respuesta a algunas preguntas, acogiéndose a la Primera Enmienda, los que se ganaron entonces el sobrenombre de los Diez de Hollywood fueron sentenciados por desacato, lo que llevó a que la industria los pusiera en la lista negra. Con el paso del tiempo, el sabotaje por parte de los estudios se extendió a más de 300 artistas y afectó a directores, productores, actores y, en especial, guionistas.

Es un nombre venerado en la industria, pero probablemente no por los motivos que él hubiera deseado

En Ave, César, la más reciente película de los hermanos Coen, los sindicatos de guionistas cuya colaboración con la HUAC fue esencial para la elaboración de la lista negra (una traición que Trumbo acabó perdonando al final de su vida) son tratados con mofa. La estrella principal de la película que se está rodando es secuestrada por escritores del Partido Comunista que leen la revista Soviet Life y citan a Marx y Marcuse. El secuestro esconde la improbable pretensión de que la estrella los secunde en su reivindicación de un mejor reparto de los beneficios de los estudios entre sus asalariados, sean estos guionistas o actores. Esta delirante subtrama tiene un eco histórico con las complicidades de grandes estrellas con la causa, como los matrimonios Miller-Monroe o Bogart-Bacall. Estos últimos encabezaron la marcha a Washington del Comité por la Primera Enmienda el 27 de octubre de 1947. Aunque no sirviera de nada.

Esa noción de lealtad es la que está en el centro de un proyecto fallido de Arthur Miller titulado The Hook, un relato ambientado en las luchas y mafias sindicales de los muelles de Brooklyn. Parece improbable que Elia Kazan no se basara en él para realizar, unos años después, La ley del silencio (1954), aunque siempre lo negó. The Hook lleva consigo el germen del distanciamiento profesional y personal del dramaturgo con Kazan. A partir de los testimonios delatores del cineasta frente al HUAC, se produciría a lo largo de tres años el tira y afloja creativo entre Miller y el director: la parábola antimacarthysta Las brujas de Salem (1953), la justificación de Kazan a su delación en La ley del silencio y la postura antagónica de Miller en Panorama desde el puente (1955).

La historia de este capítulo negro de Estados Unidos se disputa efectivamente en un avispero de lealtades y traiciones, de tensiones internas y de fracturas públicas. El Hollywood de finales de siglo revivía la caza de brujas con la entrega del Oscar Honorífico a Elia Kazan, que convirtió el Dorothy Chandler Pavilion en una sala de juicios. Muchos profesionales del cine consideraron que la delación es un delito que no prescribe. Aunque Martin Scorsese y Robert de Niro lo presentaron, en el patio de butacas estrellas como Nick Nolte o Ed Harris le negaron el aplauso a Kazan, mientras Spielberg aplaudió pero sentado. En ese gesto parecía recoger el sentimiento de ambigüedad moral que produjo en la industria la figura de Kazan hasta que murió.

Las presiones a las que se vieron sometidos los profesionales de Hollywood, la sensación de miedo que se vivió en los años 50 —y que se convirtió, al decir de The Harvard Crimson, en “la sanción más efectiva”—, transformaron para siempre la fábrica del cine estadounidense. Los que no huyeron (Jules Dassin, Robert Rossen) o emigraron (Charles Chaplin), los que no optaron por el arrepentimiento (Edward Dmytryk) o, peor, la denuncia (Sterling Hayden, Elia Kazan, Walt Disney, Budd Schulberg, Martin Berkeley), acabaron estigmatizados de por vida. En su controvertido discurso de agradecimiento por el Laurel de Oro que le concedió el Sindicato de Guionistas en 1970, como un gesto de conciliación con su eminente miembro, Trumbo optó por restañar heridas: “Cuando vuelvan la vista con curiosidad hacia esos oscuros tiempos, no deben buscar villanos o héroes o santos o demonios, porque no los hay: solo hay víctimas”. Se mostraba indulgente. Otorgaba la absolución.

Un negocio que es arte

A Trumbo le gustaba decir que “las películas son un arte que es un negocio y un negocio que es un arte”. Era su forma de aceptar su sujeción al principio subsidiario del guionista. Él mismo no se consideraba un autor ni un artista, sino un artesano que conocía muy bien los mecanismos de su oficio. “Nadie conocía las reglas mejor que él —escribe Cook—, y a partir de ahí nadie jugó la partida durante tanto tiempo con tanto éxito.” Tanto el libro como en la película, los tramos finales dedicados a la relación laboral y personal con Kirk Douglas y Otto Preminger, responsables ambos de que Trumbo recuperara su identidad con Espartaco y Éxodo, son los que aportan la energía conclusiva del drama. El gesto del presidente John F. Kennedy de asistir a ver Espartaco en un cine de Washington D. C. fue el golpe de gracia a la lista negra. Trumbo, como escribe Cook, “dejó de ser un fantasma”.

Las presiones sobre los profesionales de Hollywood transformaron la fábrica del cine

Sin embargo, otros censados en la lista tuvieron que seguir vagando como espectros por el mercado negro o trabajar en Europa al darse cuenta de que el único camino a la libertad es el éxito. Fueron los casos de Albert Maltz o de Michael Wilson, a quien le negaron los créditos de Lawrence de Arabia en 1962, y también de Abraham Polonsky y Waldo Salt, quienes no recuperaron su identidad hasta Brigada homicida (1968) y Cowboy de medianoche (1969), respectivamente. Volvieron del anonimato antes que los directores —Jules Dassin, Joseph Losey, John Berry— y mucho antes que los actores —Lionel Stander, Howard Da Silva, Zero Mostel, Jeff Corey—, por no hablar de los que quedaron fuera del sistema hasta el final de sus días: el actor John Garfield (El cartero siempre llama dos veces, 1946,) o el productor Adrian Scott (Encrucijada de odios, 1947, Edward Dmytryk, RKO). Solo el 10% de los afectados pudo retomar sus carrera en la industria del espectáculo.

La fascinación que puede ejercer la vida de Trumbo encierra la gran paradoja americana. El hombre que fue marcado como enemigo de Estados Unidos, el comunista infiltrado en el corazón de su maquinaria propagandística, simboliza a la postre los valores del capitalismo: el acomodo del talento artístico a las leyes del mercado, la ambición, competitividad y disciplina en el trabajo como credos irrenunciables, la creencia y consecución, en definitiva, del eterno sueño americano. Su vida en las mazmorras del cine se ha convertido en un guion de Hollywood. Esa es la gran ironía, tal vez también la grandeza, de Dalton Trumbo.

Dalton Trumbo
Dalton Trumbo
Bruce Cook
Traducción de José Luis Piquero
Navona, Barcelona, 2015, 456págs.
Trumbo
Trumbo
Dirigida por Jay Roach
Escrita por John McNamara Estreno el 22 de abril

Guiones para pagar facturas

Carlos Reviriego
“Papá, ¿qué es un comunista?”, pregunta Niki (Madison Wolfe), la hija mayor de Dalton Trumbo, con apenas 8 o 9 años. Hay algo sintomático en el hecho de que Trumbo explique a su hija, en términos que pueda entender, qué es un comunista en una película supuestamente dirigida a los adultos. Y que lo haga además mientras pasean en caballo por el rancho familiar. La explicación va dirigida al público, que puede llegar a sentirse tratado, efectivamente, como un infante. Dirigida por Jay Roach, con guion de John McNamara y protagonizada por Bryan Cranston —el Walter White de Breaking Bad—, la película se inspira en la investigación periodística de Bruce Cook de 1977.

En rigor, se centra en la segunda mitad de la biografía, eludiendo por completo la verdadera naturaleza creativa de Trumbo, como la novela Johnny empuñó su fusil, que escribió en 1939 y que 30 años después llevó a la pantalla para recoger el Premio del Jurado de Cannes y convertirse en un poderoso alegato antibelicista durante la guerra de Vietnam. Estas circunstancias no interesan a un guion más preocupado por señalar héroes y villanos que por radiografiar las pesadillas sumergidas en el sueño americano. El esfuerzo se concentra en humanizar a Trumbo, sortear su compleja personalidad y parodiar a sus enemigos, sintetizados en las figuras de John Wayne (David James Elliott) y de la periodista Hedda Hopper (Helen Mirren).

Con inteligencia, el relato adopta el humor como prisma para escenficar la delirante maquinaria conspiranoide en que se convirtió la caza de brujas. Ayudan la presencia de Louis C. K. en la piel de un personaje que aglutina a varios miembros de los Diez de Hollywood —Samuel Ornitz, Alvah Bessie, Albert Maltz, Lester Cole y John Howard Lawson— y la entrada en escena de John Goodman como el productor de serie B que mantuvo a Trumbo con trabajo al salir de la cárcel. Firmaba con seudónimo de forma compulsiva títulos menores que escribía en pocos días, pero que pagaban las facturas. Guiones acaso tan endebles como el de esta película.