19/4/2024

Imre Kertész, la memoria del Holocausto

La madrugada del martes falleció el escritor húngaro y Premio Nobel de Literatura en 2002, Imre Kertész, superviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald y autor de Sin destino

Álex Matas - 01/04/2016
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Imre Kertész, la memoria del Holocausto
Imre Kertész en el 55 Festival anual de Cine Berlinale Internacional el 15 de febrero de 2005.Pascal Le Segretain / Getty Images
“Sobrevivir para contar, para dar testimonio.” Aunque Kertész nunca utilizó esta conocida fórmula que empleó Primo Levi para referirse a su compromiso con la lengua y la escritura, su obra es la de alguien igualmente comprometido con la condición de superviviente. Su escritura, como la de Jorge Semprún, regresa siempre sobre unos mismos episodios para evitar, entre otras cosas, la tentación del olvido. Él mismo lo resumía de forma sucinta en su libro Kaddish por el hijo no nacido: “Nadie se recupera jamás de la enfermedad que es Auschwitz”. Kertész escribía porque quería que su obra hiciera posible que el doloroso recuerdo personal de las víctimas del Holocausto fuera también la memoria colectiva de la historia de Europa. Aspiró toda su vida a que el testimonio de lo vivido en los campos de concentración —él estuvo en Auschwitz y Buchenwald— no se perdiera una vez hubieran muerto los últimos supervivientes.
Son muy pocos los escritores que han logrado cumplir con esta responsabilidad de un modo tan coherente y ejemplar. Kertész escribió en 1975 Sin destino, su novela más importante, la que contribuiría de un modo más decisivo a su progresiva consagración literaria, que culminaría el año 2002 con la obtención del premio Nobel. Sin destino se cuenta entre un muy reducido grupo de novelas –junto a El largo viaje de Semprún, Si esto es un hombre de Primo Levi y unas pocas más– que han dado con un nuevo modo de narrar la experiencia de los campos de concentración. En Sin destino, Kertész optó por narrar la experiencia en el campo desde el punto de vista ingenuo de un adolescente que sufre, casi sin darse cuenta, los horrores a los que está siendo sometido. Se adapta naturalmente a la realidad extraordinaria del campo porque, según él mismo afirma una vez ha sido liberado, “yo no me di cuenta de que eran horrores”. El lector asiste con perplejidad al modo en que el joven narrador tilda de “sospechosos” al resto de prisioneros judíos mientras, paradójicamente, admira a los soldados alemanes, “que, bien vestidos y arreglados, eran los únicos en medio de todo aquel caos que inspiraban firmeza y tranquilidad”. La novela conseguía demostrar que la ficción literaria y sus recursos seguían siendo, a pesar de todo, un medio óptimo para reflexionar, en un sentido moral y político, acerca de lo acontecido. Si de lo que se trata es de construir una memoria duradera del Holocausto, la ficción literaria es por lo menos un medio más eficaz que el airado juicio moral, la exclamación sentimental o incluso los meros hechos contrastados. Él mismo lo afirmó contundentemente: “Solo la facultad imaginativa estética nos permite imaginar el Holocausto. Para ser más preciso: aquello que imaginamos ya no es solo el Holocausto, sino la consecuencia ética del Holocausto reflejada en la conciencia universal”.

En la vida de Kertész hay que señalar un segundo acontecimiento trágico, e igualmente determinante para su trayectoria literaria e intelectual: la experiencia totalitaria en su patria natal, Hungría. Una vez liberado del campo de concentración, Kertész vivió durante años bajo el sistema dictatorial estalinista. Bajo el comunismo soviético continuó su existencia de prisionero y comprobó que Buchenwald y Auschwitz fueron el inicio de una larga vida encarcelada. En alguna ocasión Kertész señaló la paradoja de que quizás fue la conversión de su patria en una cárcel lo que le permitió salvar la vida y esquivar el destino que aguardaba a otros muchos supervivientes. Jean Améry, Paul Celan, Tadeusz Borowski o Primo Levi se suicidaron tras haber logrado la libertad. En su caso, opinaba Kertész, el totalitarismo soviético le “garantizó la continuidad de su vida de prisionero y de este modo excluyó también la posibilidad de cometer un error”. Puede ser, como él sugiere, que la dictadura lo pusiera a salvo del vértigo que brindaban sociedades más libres, pero esta segunda experiencia carcelaria le permitió sobre todo cobrar una nítida conciencia de su responsabilidad como superviviente, dada la vigencia de los peligros del totalitarismo: “Nadie percibía tanto el ser-avería como aquel ‘hombre derribado’ por su condición de judío que trataba de realizar sus ‘intentos de levantarse’ en el llamado socialismo”, escribió.

Una vez Kertész recuperó su vida, quiso contribuir con la escritura a la edificación de una conciencia europea que estuviera precavida contra cualquiera de las expresiones o las modalidades del totalitarismo. Para ello era necesario construir una memoria que no dependiera solo de la acumulación de informaciones y datos. Debía construirse escuchando la voz de las víctimas y Europa debía aprender a mirar el mundo con su mirada. Ante la insidiosa persistencia del antisemitismo en Europa, Kertész unió su voz a la de Jean Améry para explicar qué vínculo existía entre su identidad judía y su condición de víctimas y supervivientes. Ambos hablaron de la identidad negativa de su judaísmo: “El judío sin identidad positiva, el judío de la catástrofe, como, desde luego, podemos denominarlo”, dijo Améry. Y Kertész escribió en su Diario de la galera:Cuando digo, pues, que soy judío, digo que soy negación, negación de la soberbia humana, negación de la seguridad, negación de las noches tranquilas, negación de la vida psíquica pacífica”. Ambos hablan de una identidad judía que, en su caso, depende menos de la tradición o el credo que del hecho de haber sido víctimas del Holocausto: “Sobre mi antebrazo izquierdo llevo tatuado mi número de Auschwitz; es de lectura más sucinta que el Pentateuco o el Talmud y, sin embargo, contiene una información más exhaustiva. También es más vinculante como cifra de la existencia judía”, afirmó Améry. Esta identidad, la que proviene de haber experimentado en los campos la verdad de nuestro tiempo, debía ser, según deseó Kertész, la base de la conciencia europea.