Indignación mal dirigida
Ha habido una considerable transferencia de renta del conjunto de los contribuyentes españoles a las sociedades concesionarias de las autopistas
La indignación de los residentes en Cataluña con los peajes de las autopistas que utilizan está plenamente justificada, pero se equivocan en el destinario al que la dirigen. La mayoría de las autopistas catalanas es propiedad del Estado (aunque un tercio pertenece a la Generalitat), explotada en régimen de concesión por la sociedad Acesa, fusionada en 2003 en Abertis. Una concesión pública tiene una fecha de expiración fijada en el contrato —que en casi todos los casos de autopistas catalanas se ha superado hace tiempo— al cabo de la cual se incorporarían a la red de carreteras de uso gratuito del Estado.
En la financiación de las autopistas construidas por las empresas concesionarias, tanto en Cataluña como en el resto de España, la Administración asumió el riesgo de diferencias de cambio, al haber recibido las empresas constructoras empréstitos extranjeros. Entre 1976 y 2006 el seguro de cambio de las autopistas representó un gasto presupuestario de 4.757 millones de euros, de los cuales unos 1.500 son achacables a la financiación externa recibida por empresas con autopistas en Cataluña.
Si actualizamos el valor de este gasto presupuestario a lo largo del periodo 1976-2006, los mencionados 4.757 millones se convierten en la friolera de 18.559 millones de euros. ¿Cuántos kilómetros de autopistas públicas se podrían haber construido con estos créditos presupuestarios? Ha habido, por tanto, una considerable transferencia de renta del conjunto de los contribuyentes españoles a las sociedades concesionarias catalanas y de otras zonas de España.
El plazo de concesión expiró hace más de 20 años y el coste de construcción se ha cubierto ampliamente
Pero siendo este un hecho relevante, no es la cuestión principal.En los primeros decretos en los que se aprobaba la concesión de las autopistas catalanas —el primero en 1967— se establecía que si la concesionaria, Acesa, una vez cubiertos los costes de explotación, intereses y amortización de la deuda, obtenía un beneficio, solo sería de su libre disposición la mitad del que representase un rendimiento no superior al 15% del capital nominal. Teniendo además la obligación de dedicar cualquier exceso de beneficio a inversiones en autopista, mediante propuestas que fueran aceptadas por la Administración. Tenían limitada la disposición de beneficios. Desde que en 1987 La Caixa se convirtió en el accionista de referencia de Acesa —sociedad en la que había sido consejero Jordi Pujol—, la sociedad incumplió el decreto de forma continuada. Sus beneficios superaron ampliamente el límite previsto y no hubo presentación de programas de nuevas autopistas.
En 1993, siendo ministro de Fomento Josep Borrell, una resolución del organismo encargado de supervisar la gestión de autopistas requirió a Acesa que, en el plazo de dos meses, presentara una propuesta de inversiones por más de 1.200 millones de pesetas, en cumplimiento del decreto de 1967. En diciembre de 1995, la Sala de lo Contencioso Administrativo de Cataluña desestimó el recurso de Acesa contra esa resolución, y el Tribunal Supremo (TS) sentenció en 2003 la desestimación definitiva de dicho recurso. Pero la sentencia del TS ha dormido el sueño de los justos. La organización The World Justice Project sitúa a la justicia española en el pelotón de cola de los países europeos por su lentitud y por el deficiente cumplimiento de sus sentencias. Aquí tenemos un buen ejemplo del segundo factor que degrada la seguridad jurídica en nuestro país.
En 1998 el gobierno de José María Aznar, la Generalitat de Catalunya y Acesa firmaron un convenio que pretendía liberar a la compañía de los prolongados y beneficiosos incumplimientos legales cometidos durante más de una década. Pero reconocía que existían obligaciones incumplidas, como señaló el propio TS al rechazar el convenio como prueba de defensa de Acesa. Ese convenio extendía el periodo de concesión hasta 2021 e introducía una limitada reducción de tarifas (a 90 de los 542 kilómetros que tenía Acesa, mientras que la prórroga se refería a la totalidad). No deja de ser curioso que por parte de la compañía firmara quien había sido consejero de Economía y Finanzas de la Generalitat de Catalunya 10 años antes.
Los beneficios de Acesa superaron el límite previsto y no hubo programas de nuevas autopistas
Un elemento relevante en la descomunal transferencia de renta de los usuarios de las autopistas a Acesa es que las concesiones se han prorrogado arbitrariamente. Concesiones a 25 años siguen vigentes 46 años después. La empresa concesionaria ha cubierto ampliamente sus costes de construcción y explotación. Pero en algún momento el accionista mayoritario de Acesa, que había promovido una sucesión de ampliaciones de capital con cargo a los beneficios obtenidos —aquellos cuya disposición estaba legalmente limitada— introdujo la falacia de que había que cubrir no solo el coste de construcción de las autopistas sino también provisionar, a través de una interpretación perversa del Fondo de Reversión, el capital social y hacerlo según su valor en bolsa. Un sinsentido favorable para la compañía, que justificaba a sus ojos, y parece que también a los de las dos administraciones, el mantenimiento de tarifas altas.
El éxito financiero de Acesa salta a la vista. En 1987 el Fondo de Garantía de Depósitos vendió la compañía —adjudicando un paquete de control a las dos cajas de ahorro barcelonesas que meses después se integrarían en La Caixa— por un valor de 261 millones de euros (43.500 millones de pesetas) y que en el momento de su integración en Abertis, en 2003, había alcanzado un valor de 4.293 millones de euros: 16,5 veces más, en solo 16 años, pese a haber repartido cuantiosos beneficios. Tamaño milagro financiero no fue la consecuencia de haber innovado un producto (un servicio en este caso) que hubiera captado el interés y la demanda de los consumidores. No, en absoluto. Esta “creación de valor”, recurriendo a la jerga financiera, se consiguió gestionando una infraestructura en régimen de concesión que debería haber proporcionado una rentabilidad del 15% anual y que tendría que haberse devuelto a su propietario, el Estado, al término del periodo de concesión con la inversión perfectamente amortizada.
El coste de construcción de las autopistas se ha cubierto muy ampliamente y el periodo de concesión expiró hace 20 años. Por lo tanto, ¿por qué las autopistas no son gratuitas? El convenio de 1998 explica la causa. Constituye un ejemplo perfecto de la política clientelar instalada en España, Cataluña incluida, según la cual la Administración —en este caso dos administraciones— interviene para favorecer a una determinada empresa y genera un flujo sostenido de renta desde ciudadanos anónimos hacia la empresa favorecida. Si para ello tiene que incumplir o defraudar determinadas disposiciones normativas, lo hace sin sonrojo. No es en absoluto un caso único: hay muchos otros. Lo que lo convierte en especial es que una de las administraciones responsable del abuso lo utilice para fomentar el victimismo porque ese sentimiento favorece sus pretensiones políticas. Es evidente la decisiva contribución de la Generalitat en la realización de este expolio, para utilizar un término, en este caso de forma justificada, tan presente últimamente en Cataluña. Tienen razón los usuarios en quejarse por los peajes de sus autopistas. Se podría comprender, incluso, la campaña “no vull pagar”. Pero se equivocan en dirigir sus quejas contra la proverbial maldad del Gobierno central, que ni es el destinatario de los peajes excesivos ni el principal responsable de su permanencia.