25/4/2024
Opinión

La Antártida y ese “otro mundo” internacional

La cooperación científica entre países, como la que permitió el estudio y la conservación de la llamada Terra Ignota, puede ser un modelo para resolver conflictos diplomático

Ricardo Lagos - 06/05/2016 - Número 32
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La Antártida y ese “otro mundo” internacional
patricia bolinches
España está lejos de la Antártida, pero está siempre muy cerca del compromiso de trabajo pacífico adoptado por todos los países que estamos en aquel continente austral. Si los viejos mapas llamaron a todo aquello que suponían al sur del Cabo de Hornos la Terra Ignota o la Terra Australis Ignota, y colocaban allí todo lo que su imaginación quería como dragones y otros animales míticos, este siglo XXI nos encuentra estudiando unidos los misterios de ese continente. Sí, puede seguir siendo “ignota” aún en tanto nos queda mucho por conocer y estudiar sobre y bajo los hielos, pero hoy lo hacemos con un esfuerzo compartido ejemplar en el mundo en que vivimos.

Hace 25 años en Madrid un grupo de países se comprometió “a la protección global del medioambiente antártico y los ecosistemas dependientes y asociados” y designaron al continente helado “como reserva natural, consagrada a la paz y a la ciencia”. Eran momentos marcados por la caída del muro de Berlín, la Unión Soviética se resquebrajaba, era un tiempo de incertidumbres. Y, sin embargo, todos los allí reunidos —de ideologías diversas, de modelos de desarrollo confrontados, de regiones distintas— supieron mirar a largo plazo.

Por ello, la concesión del premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional 2002 al Comité Científico para la Investigación en la Antártida, en el que están representados 32 países, supuso un reconocimiento al conjunto de la investigación científica en la Antártida, el único continente virgen, libre de tensiones políticas y económicas, y dedicado a la ciencia.

Hace 25 años en Madrid un grupo de países se comprometió a la protección de la Antártida

Ya mucho de ese espíritu de consenso estuvo presente al entrar en vigencia el Tratado Antártico, en 1961. Eran tiempos de guerra fría, de sospechas y alineaciones obligadas con Washington o Moscú. Sin embargo, 12 países supieron ponerse de acuerdo: Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Estados Unidos, Francia, Japón, Noruega, Nueva Zelanda, Reino Unido, Sudáfrica y Unión Soviética. Al quedar abierto muchos otros se han agregado por el camino: ya son 52, de los cuales 29 poseen plenos derechos decisorios; otros 23 son considerados «miembros adherentes», sin derecho a voto.

Cuando miramos el mundo de hoy, con incertidumbres, descoordinaciones políticas globales, brechas crecientes en la solidaridad norte-sur, uno se hace una pregunta: ¿cómo traer algo del espíritu con que se trabaja en la Antártida a la realidad convulsa de las crisis contemporáneas? Tal vez habría que observar los debates y las conversaciones de  alrededor de 400 delegados que en mayo próximo se reunirán en su cita anual, esta vez en Chile. Ya se trabaja con intensidad en sus preparativos, sobre todo después de los acuerdos de la Conferencia sobre Cambio Climático de diciembre pasado en París. De allí viene un contexto importante, tanto para el país anfitrión como para la Secretaría del Tratado Antártico, con sede en Buenos Aires.

El continente antártico alberga el 80% del agua dulce del planeta y, como sabemos, el agua será el gran desafío del siglo XXI. Es un continente que tiene una altura media sobre el nivel del mar de 2.000  metros que lo hacen (algo poco conocido) el continente más elevado del planeta. Lo importante es que a diferencia del Ártico, que es solo hielo (y por ello al derretirse estos, aparecen nuevas rutas en el Polo Norte), la Antártida es un continente sobre tierra y por lo tanto lo que allí se puede explorar a futuro tendrá que ser objeto de profundas negociaciones entre todos los países. El tratado es importante por eso, porque lo regula un espíritu de cooperación y abre cauces al mejor tratamiento de las demandas de cada cual en tiempos venideros.

A esta altura, ya son innumerables los jefes de Estado que han visitado el continente helado. El primero en hacerlo fue Gabriel González Videla, presidente de Chile, en febrero de 1948.  Todos han ido allí entendiendo que se trata de un continente en paz. Recuerdo una visita de Estado a Chile del rey Juan Carlos de España, en enero de 2004, en la que este quiso llegar hasta la Antártida y lo hicimos de común acuerdo. Fuimos primero a la base chilena donde había aterrizado el avión de la Fuerza Aérea de Chile y luego, tras recorrer aquellas instalaciones, nos despedimos oficialmente; él se dirigió al buque de la armada española que lo llevaría a la base de España en el continente helado. Fue una manera muy especial de concluir su visita de Estado.

El continente revive durante el verano, cuando prácticamente todos los países que tienen bases en la Antártida hacen misiones de conocimiento científico.  La cooperación está a la luz del día.  Es que hacer soberanía en la Antártida es, en el fondo, competir en la capacidad de conocer más y mejor las riquezas de ese continente, aprender de lo que han sido las distintas glaciaciones en la Tierra, un tema hoy determinante con motivo del debate sobre el cambio climático.

Y a veces ese espíritu lleva a proezas que ni los más inspirados cartógrafos del Renacimiento pudieron imaginar: la Maratón del Hielo Antártico. En noviembre pasado más de 50 competidores de 19 países compitieron por primera vez en una carrera extrema a 20 grados bajo cero. Para completar los 42 kilómetros y 195 metros rigurosos, debieron dar dos vueltas en torno a los campamentos del glaciar Unión. Y lo hicieron llegando a una meta donde ondeaban todas las banderas de los países que allí —especialmente en el verano austral— entregan conocimientos y  avanzan en investigaciones rigurosas y muy focalizadas, siempre con el apoyo de contingentes militares. De pasada, digamos que la maratón en varones la ganó el británico Paul Webb y en la categoría femenina la chilena Silvana Camelio.

¿Cómo hacer más “antárticas” las miradas de los que no saben llevar la paz al Medio Oriente?

Cuando hoy nos preocupa que la temperatura de la Tierra no crezca más de 2 °C respecto de la que existía con anterioridad a la revolución industrial, es necesario asumir que ese es un promedio y normalmente en los polos el aumento de la temperatura es mucho mayor.  Hay que trabajar con esa perspectiva, porque si los rayos del sol caen a la superficie blanca esta los devuelve de inmediato, pero si caen al mar por el deshielo, esos rayos penetran, calientan el mar y estamos ante un círculo vicioso con un solo resultado: los hielos empiezan a desaparecer. Son estos temas, globales y estratégicos para todo el planeta, por los cuales la cooperación y el diálogo son indispensables.

Pablo Neruda, siempre inconmensurable en su poesía, dijo en su poema “Piedras Antárticas”: “Allí termina todo y no termina: allí comienza todo; se despiden los ríos en el hielo, el aire se ha casado con la nieve, no hay calles ni caballos y el único edificio lo construyó la piedra”. Y es verdad, porque la Antártida es comienzo de todo, de un espíritu que ya quisiéramos en otras áreas del devenir mundial. ¿Cómo hacer más “antártica” a la Unión Europea en sus debates? ¿Cómo hacer más “antárticas” las miradas de todos los que no saben cómo llevar la paz al Medio Oriente? Incluso: ¿cómo trasladar la cooperación científica desplegada sobre aquellos hielos australes a las relaciones del conocimiento entre desarrollados y en desarrollo en el mundo de hoy?

Tal vez el encuentro de mayo nos dé una señal, una punta de iceberg, de cómo traer al siglo XXI  otra visión de las relaciones internacionales, esa que a la Antártida llegó mucho antes de 2000.

Algunos datos y referencias de este artículo fueron parte de una columna previa en el diario argentino Clarín