25/4/2024
Literatura

Los padres de la literatura moderna

El 23 de abril de 2016 se celebra el 400 aniversario de la muerte de dos de los grandes genios de la literatura universal, cuyos fallecimientos el azar y la diferencia de los calendarios hicieron casi coincidir. He aquí el homenaje a Cervantes y Shakespeare

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Los padres de la literatura moderna
edu rubio

Miguel de Cervantes: el más feliz de todos

Al gunas de las cosas más hermosas que se han dicho últimamente sobre Cervantes las ha dicho uno de sus herederos más brillantes y adictivos, Eduardo Mendoza. Ha tenido la libertad de espíritu para escapar a la iconografía mitificada y a la sarta de banalidades previsibles para destacar sobre todo que Cervantes fue un hombre con un “buen rollo” infalible —al parecer usó esa expresión en Puerto Rico—, sin la menor contaminación rencorosa o resentida, y por tanto muy lejos de ninguna imagen demasiado solemne del escritor ni desde luego tocado de amargura alguna, ni en su juventud ni en su vejez.

Conviene imaginarlo como lo imaginamos mientras leemos sus chistes, a veces puramente escatológicos, algunas veces banales hasta la inanidad, y otras veces absolutamente geniales. Ese es Cervantes: sin nada que ver con el icono intocable, con el padre de la patria, con el solemne y gravísimo señor que la Real Academia Española (y ahora la Biblioteca Nacional) sigue enseñando a los espectadores de buena fe en un retrato falso, como si no supiesen la Academia y los responsables de la Biblioteca Nacional que ese señor desangelado y chupado, tristón hasta la angustia y hasta un tanto alelado no tiene nada que ver con Cervantes, aunque tenga la boca cerrada. Lo digo porque a la edad de ese señor retratado, que no es Cervantes, a Cervantes no le quedan dientes en la boca o le quedan apenas seis desparejados e inútiles para masticar nada. Escribió el final del Quijote, buena parte del Persiles y el Viaje del Parnaso entero, que es una especie de grotesca visión del sistema literario de su tiempo, nutriéndose de papillas y líquidos porque apenas podía masticar. O quizá a Cervantes le pasaba lo que a uno de sus personajes, que reblandecía a la fuerza un mendrugo duro de pan pasándolo de un lado a otro de la boca, incapaz de hincarle el diente precisamente por el miedo a perderlo.

Esto es ya otra cosa, y ese Cervantes se acerca a un Cervantes real que no tuvo nada de llorón pero sí de rebotado e irritable, un hombre pacífico pero a la vez defensor tenaz de sus convicciones, un hombre de buen humor y a la vez capaz de una estocada verbal mortífera y hasta definitivamente enterrador de un usurpador de poco genio y mal café, como lo fue Alonso Fernández de Avellaneda. A este incauto, que no sabemos quién es y no habrá manera de saberlo, al menos con los datos que tenemos hoy, se le pasó por la cabeza un mal día explotar comercialmente el invento del Quijote que Cervantes había publicado a finales de 1604, a toda prisa, para que llegase cuanto antes a las manos de la corte instalada en Valladolid y adelantarse así a la aparición de otros potenciales éxitos comerciales y, sobre todo, uno, la temible segunda parte del Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán. Tienen exactamente la misma edad y ambos entresueñan con largarse cuanto antes a buscar mejor vida a las Indias.  Pero la primera parte del Guzmán había sido un éxito total en 1599 y seguía siéndolo aún, como lo sería la segunda parte y como lo fue también el Quijote.

Este Cervantes de Valladolid, rodeado de mujeres en casa, su mujer, sus hermanas, su hija, está feliz a sus casi 60 años porque desde el primer instante todo el mundo ha metido en casa las historias del Quijote, lo leen, lo comparten y lo prestan, lo escuchan leer en las ventas y en las fondas. A nadie se le ocurre tampoco preguntarse qué es ese rarísimo invento de un libro de caballerías que no lo es, tan chalado el libro como su protagonista, porque el hidalgo es ridículo, y porque además en sus páginas Cervantes ha decidido que don Quijote no sea solo ridículo sino también muy sensato, además de meter un montón de historias diferentes que van enlazadas las unas con las otras tras el hilo de don Quijote y Sancho.

Su vida, por lo que sabemos —y sabemos bastantes cosas— fue convencional y cada vez más acomodada

Eso es lo único que pilló Avellaneda, pero no pilló nada más, aunque sí hizo de puro pillo o pillastre al querer adelantarse a Cervantes en publicar, antes que él, la segunda parte. Da la impresión de que Cervantes no tiene prisa por terminar la segunda parte verdadera. Ha dejado pasar mucho tiempo; es verdad también que ha querido enseñar otras de sus virtudes literarias, en el género corto, con las Novelas ejemplares, para que nadie dude de su inventiva moderna, y ya a su edad, “poetón ya viejo”, incluso “semidifunto”, como se llama en esta época, no van a ser las prisas lo que manden en su vida.

De hecho ha sido mucho más grave otro asunto. Y es que cuando le ha caído en las manos el Quijote de Avellaneda se ha dado cuenta de dos cosas y ninguna de las dos es buena: la torpeza infinita del autor al querer imitar con tosquedad y sin la menor gracia a sus dos figuras y, peor todavía, repartir por el libro unos cuantos insultos directos contra él, llamándolo cornudo, atravesado, esquinado, respondón, malencarado y arrogante. Eso yale había pasado 10 años atrás, cuando salió el primer Quijote, y Lope de Vega se sulfuró por la ridiculización con la que trata Cervantes en el prólogo a los autores que se inflan como globos aerostáticos disfrazándose de grandes señores y grandes eruditos. Eso es lo que había hecho Lope en El peregrino en su patria, y Cervantes se burla con descaro en el Quijote porque lleva muy mal el envaramiento engreído y la gravedad impostada. La venganza de Lope fue un soneto muy insultante contra Cervantes, pero la segunda venganza fue el prólogo que firma Avellaneda y quizá redactan, en realidad, un grupo de amigos y, entre ellos, Lope, siempre muy celoso de su imagen, de su prestigio literario y social, y de devolver las coces que le propinan.

Pero todo fue inútil. Cervantes maquinó con la genialidad absoluta de un escritor libre y dueño de una inteligencia narrativa única para someter a su competidor Avellaneda a una humillación completa y risueña en los últimos capítulos de su segundo Quijote. Porque Cervantes ahora sí ha acelerado la escritura de la continuación y lo ha hecho sin perder de vista a Avellaneda, para acabar con él, para desterrarlo de las letras y para castigar su impericia y su atrevimiento: ya sin piedad, con máxima naturalidad ingeniosa, pero también soltándole al final un par de sopapos verbales que debieron dejar sentado a Avellaneda, o quizá también a Lope de Vega.

Jordi Gracia es catedrático de literatura española en la Universidad de Barcelona. Es autor de la más reciente biografía de Cervantes, La conquista de la ironía (Taurus, 2016)

 

William Shakespeare: uno nueva aparición de lo humano

Más que la invención de lo humano, como sostuvo Harold Bloom en el título del ensayo con el que culminó su trayecto crítico, Shakespeare dramatizó una nueva aparición del hombre justo cuando estaba abandonando el viejo mundo encantado de la religión y el teocentrismo y se disponía a habitar una tierra secularizada y gobernada por la razón. En la tragedia griega, los personajes son todavía títeres de los dioses cuya experiencia moral queda siempre cegada por un dominio superior e inaccesible. Su voz apenas logra independizarse y, cuando alguno cree que lo ha conseguido, cae enseguida en la cuenta de que todo es una ilusión y una insolencia. Pero eso también fue una manifestación de lo humano. Quizá la primera en empezar a emanciparse sea Antígona, cuando, camino de ser enterrada viva, se encara con los dioses y les dice que ojalá no se hayan equivocado. Hay ahí una distancia, un principio de subjetividad que Shakespeare llevó hasta lo más hondo, dejándonos donde todavía estamos.

Para entender a Shakespeare hay que leerlo en perspectiva: la suya es una obra en constante evolución

Para entender cabalmente a Shakespeare hay que leerlo en perspectiva. La suya es una obra en constante evolución. Aunque su personalidad está oculta en sus personajes, se le pueden adivinar obsesiones recurrentes, preocupaciones que se contagian entre distintos géneros, ansiedades propias de su juventud y luego de su madurez. Al principio —a finales de la década de 1580, cuando llegó a Londres para trabajar como actor en el teatro— fue un comediógrafo brillante e instintivo, capaz de apropiarse de todo lo que leía y de alzar un vuelo propio a partir, por ejemplo, de una pieza de Plauto. La comedia fue el clima de su juventud, el género con el que ensayó su voz y aprendió a crear y orquestar personajes. Desde La comedia de los errores (1593) hasta Como gustéis (1599), quizá su comedia más perfecta, dio un salto espectacular, complicando asuntos como el proceso del enamoramiento, el desplazamiento del poder y, en general, la metamorfosis moral de los personajes, que siempre asisten a la destrucción de un orden que al final se restaura gracias a una nueva iluminación de sí mismos y del mundo. Es lo que ocurre en Trabajos de amor perdidos (1595), en Sueño de una noche de verano (1596) o en El mercader de Venecia (1597).

La tragedia, en cambio, se le resistía. Como observó el doctor Samuel Johnson en el prefacio a su magna edición de 1765, su talento se inclinaba naturalmente a la comedia. Pero muy pronto se propuso dominar ese tono y lo consiguió, aunque con ímprobos esfuerzos. A su llegada a Londres, la estrella de las tablas era entonces Christopher Marlowe (1564 - 1593), contemporáneo suyo, poeta maldito, provocador e insurgente en todos los órdenes. Shakespeare era de suyo un escritor muy distinto a Marlowe, que además de probable homosexual tenía un talento muy cultivado, había estudiado en Cambridge y participó como espía en las oscuras intrigas políticas de la época, viviendo siempre en peligro, hasta que, durante una reyerta tabernaria, le clavaron una daga en un ojo, en 1593, con tan solo 29 años. Shakespeare, por el contrario, no fue a la universidad y tenía “poco latín y menos griego”, según escribió Ben Jonson. Su vida, por lo que sabemos —y sabemos bastantes cosas— fue convencional y progresivamente acomodada. Tuvo tres hijos y disfrutó de una considerable prosperidad. Quiso tener un escudo de armas y lo consiguió. Al principio fue solo un actor de pueblo, aunque con un apetito intelectual voraz y un instinto verbal fuera de lo común. En sus primeros dramas históricos, como Enrique VI (1590) o Ricardo III (1592), se nota aún el tesón por distanciarse de la comedia y aprender el dialecto trágico, imitando descaradamente a Marlowe, con quien se obsesionó y de cuyo influjo tardó mucho en librarse.

No fue hasta finales del siglo XVI, durante el veloz crepúsculo de la era isabelina, cuando Shakespeare desplegó las alas de su genio, gracias al tránsito —uno de los más espectaculares que ha dado la imaginación humana— que se observa en el ciclo que conforman las obras Ricardo II (1595), Enrique IV (1597), Julio César (1599) y Hamlet (1601), una obra que le supuso su definitivo desplazamiento hacia la tragedia. El desgarro entre conciencia y poder, estudiado con creciente ambición, alumbra un agitado “estado del hombre” que impugna las leyes del destino y la tiranía del argumento, abriendo nuevos espacios en la conciencia a través de los monólogos de unos personajes abandonados al estupor de sí mismos. En Hamlet, como en Macbeth (1606), lo sobrenatural detona todavía la historia para desaparecer luego y dejar a los hombres en un mundo sin dioses, a solas con el lenguaje y la incertidumbre. Hamlet lo pierde todo por zafarse de su destino como príncipe heredero y oponerle a la acción “the pale cast of thought”, “el pálido reflejo del pensar”, en la ejemplar traducción de Tomás Segovia. Hamlet viene a descubrir lo que dice aquel verso inmejorable de Jaime Gil de Biedma: que la vida iba en serio. Y antes de morir declara que “readiness is all”, que hay que estar preparado tanto para vivir como para marcharse de este mundo.

En sus tragedias el desgarro entre conciencia y poder alumbra un agitado “estado del hombre”

La culminación de ese trayecto trágico será El rey Lear (1606), una obra en la que el anciano monarca se inflige a sí mismo el desplazamiento del poder estudiado en las anteriores obras. Lear divide su tierra y se desacraliza a sí mismo, condenándose a un destierro en el que desciende a lo más hondo del ser, despojándose de todo y descubriendo al final una nueva forma de amor. El precio que paga por ello es la muerte de su hija, ahorcada por un azar idiota. Cuando en el último acto Lear aparece con el cadáver de Cordelia en brazos, aullando de dolor como un animal herido, ha usurpado su propia vida para ver lo insoportable, aquello que los griegos llamaron deinós —lo terrible— pero que ahora ya no se relaciona con los dioses sino solo con los hombres. Las palabras de Lear dirigiéndose al cadáver de su hija (“ya no volverás / nunca, nunca, nunca, nunca, nunca”), el verso más exacto que jamás se ha escrito, anuncian el principio de lo que todavía es nuestro tiempo. En esta última e insoportable escena, Lear ha protagonizado una nueva pietà, radicalmente opuesta a la cristiana. Al dejar a su hija en el suelo, Lear (“mirad, mirad”, son sus últimas palabras) comprueba que esa muerte absurda no sirve para nada y no tiene ningún sentido.

Hasta cierto punto, es comparable al momento en que Sancho le pide llorando a Don Quijote que no se muera “porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía”. Don Quijote, a lo largo de toda su novela, ha intentado vivir una tragedia, pero le ha resultado imposible y al final no muere como un héroe sino como cualquier hijo de vecino. Del mismo modo, Lear ha querido representar una tragedia completa y absoluta y al final se ha descubierto a sí mismo como un pobre viejo que nunca más volverá a ver a su hija con vida.

Después de haberse asomado a lo más espantoso de nuestra condición, Shakespeare quiso despedirse, ya en época jacobina, con un gesto afirmativo. Sus últimas obras —Cuento de invierno (1610) o La tempestad (1611), los llamados romances— sugieren la formulación de una nueva trascendencia en la que el lenguaje ha ocupado el lugar de lo sagrado y donde la vieja magia se transforma en el descubrimiento y la celebración de la maravilla humana. Cuando Próspero, en La tempestad, le muestra la humanidad a su hija Miranda —que desde los tres años se ha criado con él en una isla desierta y que no conoce por tanto a otra persona que a su padre—, la chica exclama: “How beauteous mankind is / oh brave new world that has such people in it” [qué bella es la humanidad / oh gran mundo nuevo que alberga personas así]. Y Próspero murmura: “Tis new to thee” [es nuevo para ti], a la vez una ofrenda y una constatación de que él está a punto de irse. Pero antes le ha enseñado a su hija la gran complejidad moral que supone estar vivo y elegir.

Andreu Jaume es editor-at-large de Penguin Random House. Es el responsable (prólogo y versión) de la reciente edición de El rey Lear en Penguin Clásicos