20/4/2024
Opinión

¿Poder irresponsable?

Editorial - 09/10/2015 - Número 4
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La calidad de un periodismo como el que practica una de las más influyentes revistas del mundo, The New Yorker, se mide tanto por la calidad de cuanto publica como por la disposición a interpretar decisiones editoriales como parte de un problema más amplio, relacionado con el servicio que la prensa presta a la ciudadanía. En sus páginas han aparecido crónicas como la de Hannah Arendt sobre el proceso de Eichmann, que desencadenó una polémica sobre la capacidad de individuos corrientes para perpetrar un mal absoluto. También reportajes como los de Joseph Mitchell, cuya obra periodística ha sido considerada como pionera del actual reporterismo y que hoy es cuestionada por las licencias literarias que difuminan en ella la frontera entre invención y testimonio. La controversia en torno a estas licencias de Mitchell llega apenas unos años después de que ocurriera otro tanto con las de Kapuscinsky.
 
Controversias como las que afectan a Mitchell o Kapuscinsky no surgen desde el territorio que el periodismo comparte con la literatura. Surgen, por el contrario, desde el que reclama en exclusiva, como es el de la información a los ciudadanos. Es desde este último territorio desde donde el periodismo se erige en poder, no asistiéndole otra legitimidad que la de su propio compromiso con unas normas deontológicas. Es ese compromiso el que habrían violado Mitchell o Kapuscinsky en su tiempo, pero también el que podrían estar quebrantando, en el nuestro, algunas prácticas consolidadas en el periodismo. ¿Pueden los medios actuar como cooperadores necesarios en la revelación de secretos judiciales u otros al tiempo que reclaman la regeneración democrática? ¿Pueden seguir exigiendo moralidad cuando aceptan regirse por índices de audiencia que solo confirman la coincidencia entre lo morboso y lo mayoritario? ¿Pueden seguir concediendo un espacio tan desproporcionado a la opinión que se acabe convalidando la mentira por ausencia de información?
 
Sería ingenuo imaginar que son solo los poderes institucionales los que están en crisis, en tanto que el periodismo permanece inmune. Mientras que los poderes institucionales están obligados a reconsiderar públicamente sus comportamientos, asumiendo en su caso graves responsabilidades, nada semejante ocurre en el periodismo. Salvo cuando, como en los casos de Mitchell o Kapuscinsky, las responsabilidades no son ya exigibles.