28/3/2024
Análisis

Siria no es país para nadie

El fin de la última tregua echa por tierra todo optimismo para lograr la paz en un conflicto que ha causado ya cerca de 500.000 de muertos y millones de desplazados

Siria no es país para nadie
Mujeres sirias caminan junto a edificios destruidos en la ciudad de Homs. LOUAI BESHARA / AFP / Getty

Ni para viejos ni para jóvenes; hoy Siria no es, de hecho, un país para nadie. En realidad hasta cabría decir que no es un país, sino únicamente el territorio en el que desde hace más de cinco años se superponen varios conflictos violentos que ya han costado en torno a medio millón de muertos, más de cuatro millones de refugiados y alrededor de ocho millones de desplazados. Y lo peor es que el futuro no presenta mejor imagen, justo cuando se acaba de confirmar el fin de una nueva tregua que ha echado por tierra el forzado optimismo del que hacían gala estos días sus promotores. Mientras tanto, la población civil sufre lo indecible, la ayuda humanitaria está bajo mínimos, los combates no cesan y las teatrales componendas diplomáticas no pueden ocultar la falta de voluntad para atajar la tragedia.

Un pronóstico tan negativo deriva irremediablemente de la acumulación de decisiones tan interesadas como equivocadas, que en ningún caso han puesto el bienestar y la seguridad de los seres humanos que pueblan esas tierras como prioridad central. Por el contrario, basta con rememorar el acuerdo Sykes-Picot de hace un siglo para encontrar un ejemplo más de la importancia otorgada a los condicionantes geopolíticos y geoeconómicos de las grandes potencias occidentales (Gran Bretaña y Francia en este caso) por encima de cualquier otra consideración. Fueron esos cálculos los que llevaron a la fragmentación territorial de la zona, creando de paso un país tan artificial como Líbano y obligando a vivir juntos a quienes históricamente no habían mostrado deseo alguno de hacerlo. No puede extrañar así que, como consecuencia directa de aquello, se hayan creado agravios comparativos (ante la preferencia mostrada por las potencias europeas a favor de unos grupos étnicos o religiosos en detrimento de otros) y deseos de revancha que han convertido a esos nuevos países en espacios estructuralmente débiles e inestables.

Convulsiones históricas

En el caso de Siria, y desde su independencia de París (1946) hasta el golpe de Hafez el Asad (1970), el país vivió reiteradas convulsiones protagonizadas por unas élites políticas tras las que siempre era fácil adivinar los efectos de las ensoñaciones panarabistas de aquel tiempo y el deseo de injerencia de potencias extranjeras que han jugado alegremente con el destino de muchos pueblos.

Pero tanto durante esa etapa como en la que se inició en 2000 a la muerte del dictador —con la llegada al poder de su no menos autoritario hijo, Bashar al Asad— se ha vivido un continuo déjà vu en la peor versión de una estrategia cortoplacista que, con Washington y algunas potencias europeas en primera línea, sistemáticamente ha optado por apoyarse en socios locales que nunca se han distinguido precisamente por esforzase en satisfacer las necesidades básicas de sus conciudadanos o, mucho menos, en promover sistemas democráticos e inclusivos. Eso supone que, con la obvia complicidad de una larga retahíla de gobernantes interesados en garantizar su poder a toda costa y pensando solo en el mantenimiento de un statu quo que favorecía sus intereses, los países occidentales han sido (y siguen siendo, como bien demuestra el caso egipcio) corresponsables de la penosa situación que ha llevado al mundo árabo-musulmán al borde de una desesperación que algunos han preferido llamar Primavera Árabe.

Si saltamos al presente —y una vez reventado ya el plan pergeñado por Moscú y Washington no tanto para actuar al unísono en Siria, sino más bien para establecer un modus operandi bilateral que, como en la guerra fría, evite que sus diferencias puedan desembocar en choques directos— podemos constatar que:
 

1.

La cohesión interna del régimen contrasta con las inmanejables disparidades de los denominados rebeldes

Siria está sumergida en un conflicto que se desarrolla simultáneamente en varios niveles. En el primero, el régimen lucha desesperadamente por conservar su poder frente a una amalgama de grupos genéricamente denominados “rebeldes”, que responden a motivaciones difícilmente abarcables bajo un denominador común. La cohesión interna de aquel contrasta frontalmente con las disparidades inmanejables de estos, lo que a la larga se traduce en una ventaja para el bando gubernamental. En el segundo, Siria se ha convertido en el escenario principal del choque entre Arabia Saudí e Irán por el liderazgo regional (sin olvidar a Turquía). A eso se añade la implicación tanto de Estados Unidos como de Rusia, pensando no solamente en lo que allí ocurre, sino entendiéndolo como parte de un desencuentro que incluye Ucrania y más allá. Todo ello sin perder de vista que, en mitad de esa generalizada convulsión, actores como Dáesh y el rebautizado Jabhat Fatah al Sham (conocido hasta ahora como Jabhat al Nusra, en su calidad de rama local de Al Qaeda) tratan de impulsar su propio delirio yihadista.
 

2.

Ninguno de los actores armados está aún en condiciones de lograr una victoria definitiva sobre sus enemigos

A pesar de los vaivenes registrados ninguno de los actores armados está aún en condiciones de lograr una victoria definitiva sobre sus enemigos. No lo está, desde luego, Dáesh, que va acumulando sucesivas derrotas, sin que eso quiera decir que su eliminación esté a la vuelta de la esquina. Lo mismo cabe decir de los rebeldes locales, incapaces de consolidar una plataforma unitaria (ni política ni militar) suficientemente representativa y operativa y que, por otro lado, se ven mediatizados por los divergentes planes de las potencias regionales (sumando Qatar a las ya citadas anteriormente) que juegan obsesivamente a dirimir sus diferencias manipulando a actores interpuestos. Por su parte, el régimen, aunque también comparte esa incapacidad para imponer su dictado, ha logrado revertir en su favor una situación militar sobre el terreno que hasta hace algo más de un año era netamente contraria a sus intereses. Para ello ha contado no solo con la tradicional aceptación de su poderío por parte de otras minorías que temen la llegada al poder de una mayoría suní que tanto drusos como cristianos y hasta kurdos han visto siempre como el peor de los escenarios posibles, sino también con el apoyo militar de Moscú y Teherán, así como con el Hezbolá libanés, milicias chiíes iraquíes y hasta combatientes palestinos.
 

3.

 Con el paso del tiempo se ha ido haciendo más visible que, para los principales actores implicados en el conflicto, el régimen ha dejado de ser el objetivo a eliminar. No se trata tanto de que ahora sea visto con simpatía como de entender, siguiendo las pautas del más rancio realismo político, que, frente a cualquier alternativa viable de poder en Damasco, Al Asad y los suyos son el mal menor. Al frente de la minoría alauí, Al Asad ha logrado mantener bajo su control las zonas vitales —la capital, la franja costera mediterránea por donde se alimenta logísticamente su esfuerzo bélico y donde se ubican buena parte de los alauíes (que constituyen en torno al 11% de la población total) y el corredor que une a Damasco con Alepo, capital económica en su día—. De ese modo, y sobre todo desde la decisión rusa de implicarse militarmente en primera línea de combate desde hace ahora un año, las fuerzas del régimen han recuperado buena parte del territorio nacional útil y están a punto de completar el control de Alepo.
 

4.

 En un ejercicio de amnesia colectiva interesada sobre los detestables métodos de la camarilla liderada por Al Asad —que incluye el uso de armas químicas, el asedio y el hambre como táctica generalizada, el empleo de bombas de efecto indiscriminado contra la población civil y tantos otros—, ahora Dáesh ha pasado a convertirse en la amenaza principal para Washington, Moscú, Teherán y Ankara. En esa misma línea amnésica aún queda por ver si la grotesca decisión de Jabhat al Nusra de renombrarse como Jabhat Fatah al Sham —pretendiendo que eso equivale a romper los vínculos que la ligan a Al Qaeda— convence a esos circunstanciales aliados de sus bondades, hasta el punto de pasar a considerarlo como uno más de los grupos rebeldes a los que hay que apoyar (o, al menos, consentir). En principio este grupo ha quedado identificado, junto con Dáesh, como un enemigo a batir, pero materializar esa idea supone eliminar al más efectivo grupo armado contra el régimen y al más estrecho y más operativo aliado de muchos de los grupos rebeldes que cuentan con apoyo tanto turco como estadounidense. No puede extrañar, por tanto, que muchos de ellos rechacen ese propósito, tanto por entender que significaría perder capacidad de combate para derrotar a las fuerzas gubernamentales como por suponer que eso daría más ventajas a las huestes de Al Asad para concentrar aún más su maquinaria militar para eliminarlos. Por su parte, para Al Qaeda la identificación de Dáesh como el principal blanco de fuerzas tan poderosas es, indudablemente, una buena noticia.

Para llegar hasta aquí, mientras la crisis de los refugiados golpea a una Unión Europea que da penosas muestras de su impotencia para estar a la altura de sus propios valores e intereses, es Washington quien ha movido finalmente ficha, modificando para ello su orden de prioridades y aceptando que Moscú está en posición de ventaja. Si hasta hace bien poco el derribo del régimen era un imperativo esencial, ahora todo se reduce a eliminar la amenaza de Dáesh. Dado que Estados Unidos no va a desplegar sus tropas en fuerza y conoce sobradamente tanto las limitaciones de sus sucesivos aliados locales como las de su propio apoyo aéreo para derrotar a un enemigo aferrado al terreno, se impone la necesidad de movilizar a otros actores interesados en llevar a cabo la tarea de combatir cara a cara con los yihadistas.

Washington mira a Ankara

Con la notable excepción de las milicias kurdas sirias de las Unidades de Protección Popular (que presentan el problema de ser vistas por Turquía como terroristas ligados al demonizado PKK), integradas en las Fuerzas Democráticas Sirias, el resto de aliados circunstanciales han sido eliminados de un solo golpe, se han pasado al enemigo con armas y bagajes o han mostrado su absoluta inoperancia militar. De ahí que, tras múltiples fracasos con planes y operaciones de diseño tan impecables como irreales para transformar a la carrera a unos inexpertos combatientes locales en poco menos que “supermanes” invencibles, Washington haya vuelto finalmente sus ojos hacia Turquía. Así se explica la decisión de Erdogan de lanzar la operación Escudo del Éufrates, que incluye incursiones de unidades acorazadas en territorio sirio.

En esencia, entramos en una nueva etapa —con o sin tregua general— en la que Ankara pretende convencer a Washington de que es una opción mucho más sólida que la de seguir alimentando a grupúsculos escasamente fiables. Así, de un solo paso Turquía aspira a asegurar su frontera tras una larga etapa de permisividad que tan cara le ha costado, a cortar el paso a los kurdos sirios —vistos como un peligro directo a la estabilidad turca si finalmente logran unir los cantones de Afrin y Kobani para conformar su mítica Rojava como territorio autónomo— y a contar con la complicidad estadounidense para evitar posibles represalias rusas contra sus tropas. Asimismo, sueña con recuperar peso en la OTAN y hacer olvidar su inquietante deriva autoritaria, más visible aún tras superar la intentona golpista del pasado julio.

Genocida y aliado

Ese previsible guion también supone aceptar, aunque se intente negar en apariencia, al genocida régimen sirio como un aliado necesario. Al Asad, que se permite ya presentar la costa siria como un destino turístico internacional, se ve reforzado así en su intento de mantener el poder y, en el mejor de sus sueños, de pilotar una transición que le permita preservar los intereses de sus fieles. Por el camino habrá quedado el rastro de una política de recurrente parcheo, jugando con un fuego que termina por afectarnos al crear y alimentar pequeños monstruos que, con el paso del tiempo, van tomando conciencia de su poder hasta volverse contra sus ilusos promotores. Y ahí están Al Qaeda y tantos otros engendros para demostrarlo.

Visto lo visto, solo cabe concluir que seguimos sin aprender nada. Parecemos ya dispuestos a tropezar nuevamente en la misma piedra… para después volver a lamentarnos de las consecuencias y argumentar que, llegados a un determinado nivel de deterioro, no hay más remedio que elegir el mal menor mientras nos tapamos la nariz.