El 23 de septiembre, pasadas las siete de la tarde, la fotografía se tomaba en La Habana, pero la historia se escribía a 2.225 kilómetros de allí. Después de
más de un siglo de conflicto, un presidente elegido democráticamente y el líder de la guerrilla más antigua de América Latina ponían fecha para la firma de la paz. Será el 23 de marzo de 2016. Atrás quedan siete millones de víctimas entre muertos, desaparecidos, secuestrados o desplazados y tres años de negociación. Pero como ocurre con las infidelidades, cuando el presidente Santos y el viejo guerrillero se dieron la mano en Cuba muchos sintieron que los besos y las caricias más memorables se daban fuera de casa, mientras que en el hogar esperaban las caras largas. A pesar del afecto desplegado, las encuestas publicadas poco después del histórico apretón de manos indicaban que el 52% de los colombianos cree que los diálogos no terminarán en paz, frente al 46% que opina que sí lo hará.
Sin embargo, ponerle fecha a la paz hubiera sido imposible sin una infidelidad de origen y la traición a los principios para los que fueron elegidos sus protagonistas.
Hasta hace poco solía decirse que en Colombia los guerrilleros morían de viejos o de enfermedad, pero nunca en acto de combate. Eso empezó a cambiar con la llegada de
Álvaro Uribe al poder (fue presidente entre 2002 y 2010) y de su ministro de defensa,
Juan Manuel Santos. Los guerrilleros Raúl Reyes, Mono Jojoy o Alfonso Cano fueron cayendo de la mano del binomio Santos-Uribe.
Así que para las elecciones de 2010 Uribe eligió como sucesor a su eficaz escudero. El hombre que encabezó la liberación de
Ingrid Betancourt era el mejor continuador de la política de combate frontal que había dejado a la guerrilla reducida a un grupo de 10.000 hombres aislados en las remotas selvas de Colombia. Pero como de infidelidades se trata, Santos abandonó pronto el enfoque militarista y se fijó el objetivo de firmar la paz con la guerrilla.
Tampoco Colombia es hoy una república marxista-leninista que acabó con la oligarquía, donde triunfa la justicia social y el capital extranjero ha dado paso a una economía en manos de los trabajadores. Todo lo contrario. Colombia es uno de los países más desiguales del mundo, el 14º con mayor inequidad de los 134 analizados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (
PNUD), y la presencia extranjera es abrumadora en todos los sectores gracias a los acuerdos de libre comercio firmados con la Unión Europea, EE.UU. y otra decena de países.
A pesar de que ninguno de los objetivos fijados se cumplieron, Timoleón Jiménez, alias Timochenko, accedió a sentarse en la mesa de negociación y tres años después muchos colombianos pudieron ver por primera vez al líder guerrillero con un aspecto muy distinto al que tenía con la casaca verde oliva con la que solía aparecer leyendo sus arengas y proclamas. Reapareció vestido de guayabera, con la barba perfectamente recortada y fuera de la selva. O más bien fuera de Venezuela, donde se sospecha que ha estado residiendo los últimos años. Incluso el propio Nicolás Maduro confirmó que un avión de la petrolera estatal PDVSA llevó al guerrillero hasta La Habana.
75 puntos sobre condenas
¿Pero qué falta a partir de ahora? Para empezar, 75 puntos y la reconciliación definitiva. Hasta el momento las partes habían llegado a acuerdos sobre reforma agraria, participación política y combate del narcotráfico. Pero este 23 de septiembre se anunció además un pacto con 75 puntos de los que la opinión pública solo conoce 10, y que tienen que ver con las posibles condenas que deberán cumplir los culpables. La gran discusión que afrontan las partes tiene que ver con la palabra cárcel.
El acuerdo, aplaudido por la comunidad internacional, dice que los líderes de las FARC y los responsables militares que confiesen sus crímenes pasarán entre cinco y ocho años agrupados en un área geográfica no especificada —que puede ser del tamaño de una comunidad autónoma— realizando trabajos para el pueblo. Este punto irrita a una parte importante de la población, que quiere ver en prisión a los líderes de las FARC.
La gran discusión tiene que ver con la cárcel: parte de la población quiere prisión para los líderes de la guerrilla
Es por eso que, ante la oleada de críticas recibidas por la derecha encabezada por el expresidente Uribe, el Gobierno Santos insiste en que se trata de un acuerdo “en desarrollo”. Sin embargo, fuentes guerrilleras presentes en la mesa de negociación que han hablado con AHORA a cambio de mantener el anonimato señalan que se trata de un texto “cerrado, construido y con normas cuya discusión ralentizaría muchos meses un acuerdo de paz”. Estas mismas fuentes insisten en que pidieron al Gobierno hacer público el acuerdo completo, pero que este se resiste a hacerlo por un cálculo político que sigue pasándole factura día a día. Las FARC —que hoy en día tienen unos 6.400 guerrilleros frente a los más de 20.000 de hace una década, según cálculos oficiales— insisten en que no cometieron ningún delito y en que no abandonarán el campo de batalla si tienen la prisión como destino.
Solo aceptarán condenas de cárcel si los líderes del Ejército colombiano, a quienes se les atribuye una letanía de crímenes, y la élite política de la nación cumplen también penas. Las fuentes defienden que el acuerdo habla de “restricciones de libertad y derechos necesarios para cumplir las sanciones”, lo que no implica necesariamente prisión. Paradójicamente, el repudio a una sanción tan suave ha hecho que dos enemigos como Human Rights Watch y Uribe se hayan unido en su rechazo. Para la organización de derechos humanos este acuerdo prolonga la impunidad, y para el exmandatario equipara a “bandidos” con fuerzas militares de un país democrático. Por el momento las encuestas dan la razón a Uribe, que goza de un 61% de aprobación popular mientras que Santos no llega al 47%, según la última encuesta publicada por la revista
Semana.
La comunidad internacional, sin embargo, ha reconocido la importancia de un acuerdo de paz en el que prima “la verdad”, la confesión de crímenes y la existencia de un tercero —los civiles y combatientes sobre los que se cometieron esos crímenes—. Entre otros avances, el Estado colombiano reconoce la existencia de
7.620.114 víctimas, es decir, el 15% de la población. En Chile o Argentina el número de muertos durante la dictadura, y en Perú durante el conflicto interno, no llegó nunca al 0,2% de la población total.
Ahora falta saber si la “dejación” de armas por parte de las FARC anunciada para el 23 de mayo significa entrega definitiva o simplemente dejar de utilizarlas.
Tal y como muchos señalaron la tarde del 23 de septiembre, a partir de ahora en Colombia dejarán de sonar las armas, pero la paz aún tardará en llegar. Al fin y al cabo muchas historias de amor han comenzado con una infidelidad.