24/4/2024
Análisis

Desigualdades urbanas: objetivo a batir

La ciudad es ante todo un artefacto proyectado y construido con dinero público y su gestión debería ser capaz de corregir o reducir las diferencias

Bernardo Ynzenga - 09/10/2015 - Número 4
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Desigualdades urbanas: objetivo a batir
Vista de las obras que se realizaron en 2006 para el soterramiento de la M-30 de Madrid. V. Lerena /EFE
Como los espejos curvos que engordan al grueso o esmirrian al flaco, la ciudad refleja y exagera los rasgos del rostro social. No engaña. Traduce, directamente y con crudeza, la desigualdad social y económica, amplificándola en aún mayores desigualdades urbanas, en un paisaje tremendamente dispar de barrios y sectores residenciales: estupendos, pocos, para quienes más tienen y pueden; más o menos o muy poco comunes para las menguantes clases medias y trabajadoras; e incompletos, ásperos, infradotados, congestionados o degradados otros, para quienes menos tienen y menos pueden. 

Soterrar la M-30 costó tanto como las ampliaciones de los canales de Panamá y Suez juntos

Las favelas, los barrios miseria, los cantegriles, los baracopolis, los bidonville, el chabolismo, los desgraciadamente muchos núcleos de infraciudad eufemísticamente llamados “asentamientos irregulares” son casos extremos de desigualdad urbana. Tan desigual que, salvo porque ocupan un lugar, no hay casi ciudad en ellos. Solo la que al margen de la ciudad oficial, que los detesta, ha surgido de la autoconstrucción, la autoayuda, el ingenio y la capacidad individual, acción colectiva, organización, aguante y tesón de supervivencia de sus habitantes. En el extremo opuesto, minorías adineradas acotan y ocupan territorios excluyentes en urbanizaciones de acceso restringido, con guardas privados propios. O llevando el tema al límite y con el pretexto de la eficacia, buscan promover el desarrollo de “ciudades francas” con normativas urbanísticas, laborales y fiscales propias (muy favorables) distintas de las que rigen fuera para los demás.  Entre ambos extremos están la historia, el presente y la presencia de zonas diversas, diversamente tratadas. 

Hay quien argumenta que esas diferencias son sin más la consecuencia directa de cómo el mercado convierte en desigualdades urbanas las desigualdades de ingresos. Pero no es así ni tiene por qué. La ciudad es un invento social formidable, el espacio de convivencia y organización colectiva en el que convergen porcentajes crecientes de la población mundial. Es la suma de innumerables actuaciones privadas. Pero es ante todo un artefacto público proyectado y construido a lo largo del tiempo con el dinero público, y como tal su gestión debería ser capaz de corregir o reducir las desigualdades de origen, tanto en lo que se refiere a alojamiento y vivienda como a las del medio urbano en que los ciudadanos desarrollan su vida. Sin embargo, con demasiada frecuencia la actitud de las administraciones públicas hacia la ciudad, el planeamiento y la praxis urbana no menguan, sino que ahondan las diferencias provocadas por la muy desigual distribución de ingresos y de capacidad de negociación de los distintos grupos sociales.

El efecto del precio del suelo 

Lo más obvio y más extremo de esa actitud está en lo más necesario: la vivienda o, mejor dicho, el efecto del precio del suelo sobre el precio de las viviendas. Quien ocupa o compra una vivienda la obtiene en un determinado sitio y paga por dos cosas: construcción y suelo. Lo primero es más objetivo. Lo segundo no, porque no solo es, ni mucho menos, cuestión de cuánto suelo, sino que junto con él también pagamos la posibilidad de estar en la ciudad, en un determinado sitio. Como en la compra de entradas para un espectáculo, si no pagas no estás y si pagas poco estarás en las últimas gradas. En ese tipo de negociación la propiedad del suelo tiene la enorme ventaja de operar en condiciones de oligopolio. El discurso es dramáticamente simple. “¿Cuánto es lo máximo que podría pagar usted por una vivienda aquí? ¿Eso? Pues lo que sobre una vez pagada la construcción, para mí, propietario del suelo.” Sin una política pública efectiva esta situación, sesgada, convierte el precio del suelo en un secante implacable que absorbe sin tregua la energía económica del comprador. 

En todo momento —especialmente en los años de euforia y burbuja— se ha cobrado y está cobrando tanto o más por la ficción del suelo calificado que por la realidad de la obra construida. Y así, la especulación del suelo, incontrolada, ha absorbido un porcentaje muy significativo de los ingresos de compradores (e inquilinos) de vivienda, ha provocado inmensas transferencias de rentas hacia quienes gestionan o controlan el capital inmobiliario-financiero y ha deprimido el consumo y el ahorro al presionar a la baja los dineros disponibles para lo demás. Su impacto sobre la desigualdad efectiva ha sido fortísimo. Menos vivienda y menos ciudad (de peor calidad) para quienes pagan, más fortuna para quienes reciben.

¿Cuánta ciudad me da mi vivienda? Si para muchos la respuesta es poca y para pocos mucha, la cosa va mal 

Los efectos se hacen sentir de forma especialmente aguda en los segmentos más bajos de la curva de ingresos. Condicionan el hábitat de quienes sin prácticamente recursos ni seguridad (como ocurre con parte significativa de la población inmigrante reciente) tienen ante sí la perspectiva de trabajos ocasionales mal remunerados. Su único territorio económicamente accesible estaría en áreas filtered down, más antiguas, proletarizadas, no lejos de los centros, subestándar, amortizadas a la espera de procesos de gentrificación, sustitución o renovación que les obliguen a desplazarse. También se hacen sentir en las periferias. Allí, los residentes con limitada o poca capacidad de pago encuentran barrios de calles sin vida, esperando que —tras usar sus reducidos ahorros en lo no cubierto por la hipoteca y saldar gastos, letras y créditos de primera instalación— el consumo local permita ir abriendo establecimientos de comercio y servicios. Aunque desde el principio seguro que habrá sucursales bancarias. Y además estarán lejos y obligados a gastar en desplazamientos gran parte de su tiempo, su otro recurso escaso. 

Lo que unos pagan al ocupar un hábitat subestándar inaceptable, otros lo pagan aumentando de hecho las horas destinadas a ganar su sueldo. Ambos pierden. La distorsión acaparadora del efecto suelo suma a la desigualdad los sobrecostes de desigualdad urbana, segregación social y disfunción territorial. 

Vivir en la ciudad no es solo cuestión de vivienda, es también usar, disfrutar y hacer propio el entorno próximo cotidiano (calidad de los barrios) y el conjunto de las posibilidades de socialización, trabajo, consumo, cultura y participación que la ciudad brinda. Cabe hacerse una pregunta: ¿Cuánta ciudad me da mi vivienda? Si para muchos la respuesta es poca y para pocos mucha, la cosa va mal. Y puesto que todos tienen igual derecho a la ciudad y a cuanta más mejor, y como la ciudad es cosa pública, sería necesario entender y asumir la capacidad redistributiva de las inversiones y las actuaciones urbanas, prestar más atención a donde menos hay y priorizar en consecuencia. Sin embargo, en la práctica, en un mundo globalizado la actitud no es esa. 

El centro, un parque temático

Las ciudades compiten, buscan imagen de marca que atraiga turismo e inversión y sesgan la atención y los recursos hacia lo que creen que puede contribuir a obtenerla: a lo que más visitan quienes vienen de fuera. Convierten su centro y enclaves selectivos en iconos y parque temático cuyo argumento es la propia ciudad: impactantes sorpresivos edificios singulares, urbanización selectiva de ornato exquisito, alarde de instalaciones, instituciones y comercio, los mejores barrios como un pincel...  Escudados en la siempre exagerada promesa de la creación de empleos, favorecen la actuación grande y visible y relegan a un segundo plano o ignoran la ciudad del común, la que menos se ve. 

Un caso: soterrar la M-30 de Madrid al servicio de un mejor acceso a las zonas centrales costó tanto como las ampliaciones de los canales de Panamá y Suez juntos. Si este proyecto no hubiese sido tan desorbitado, cada distrito de Madrid podría haber dispuesto de hasta 100 millones de euros más. ¿Qué no podrían haber hecho?  

Otras grandes inversiones en la misma y otras ciudades no le van a la zaga. Los megaparques urbanos de nuevo cuño implican falta sistemática de una galaxia urbana de zonas y puntos de convivencia local. Las superactuaciones terciarias y de comercio especializado o de alta gama inducen carencias allí donde muchos viven. La partes privilegiadas de la ciudad así construida quedan lejos de la ciudad de las afueras, limitadas al consumo virtual de orgullosas imágenes glamurosas de “su” ciudad o a ser visitantes interiores, turistas por un día, que acuden allá para hacer o disfrutar lo que no tienen en su barrio. 

Las decisiones sobre grandes infraestructuras de transporte privado o público no ayudan. Han contribuido poco a rebajar, eliminar o evitar las altas cotas de desigualdad urbana. Sus proyectos, centrados en lo estrictamente funcional, han renunciado de hecho a ejercer su capacidad política de transformación creativa del territorio urbano, por sí mismos o mediante sus efectos de externalidad. Por seguidismo utilitario-conservador, han atendido a las demandas existentes, reforzando así el modelo urbano heredado. Y se han puesto al servicio de los resultados perseguidos por las demás no-políticas urbanas: centralidad reforzada mediante concentración de redes y facilidades de acceso masivo; periferia difusa sobre extensas redes de tráfico o transporte público, deficitarias; ampliación del juego del beneficio con la apertura y colonización de suelos... 

Las políticas de las ciudades, que deberían ser el marco idóneo para mejorar lo colectivo e impulsar un medio ambiente urbano de actividad, socialización, equidad y convivencia, han ido por otro camino. Las reformas puntuales o abrir partes menores del proceso a mecanismos participativos son cosas que, aunque están bien, no bastan. Es imprescindible cambiar de actitud, eliminar las distorsiones del precio del suelo e ir hacia un “salario ciudad” con función redistributiva, conceptualmente similar a la que en el Estado de bienestar cumple el “salario social”. Actuando sobre el conjunto de la ciudad y sus procesos hay que hacer de la desigualdad un objetivo a batir.