23/4/2024
Opinión

El gobierno en funciones y sus disfunciones

Los ejecutivos en situación de interinidad deben limitarse a la gestión de lo ordinario excepto en casos de especial gravedad, aunque pueden darse situaciones dudosas

El gobierno en funciones y sus disfunciones
Fede Yankelevich

Se llama gobierno en funciones al gobierno que está en una especie de interinidad, en espera de la formación de un gobierno ordinario. Constituye la situación opuesta al gobierno en plenitud de atribuciones, que es el que puede adoptar todas las decisiones y medidas políticas y al que lógicamente debe aspirarse. Ningún país puede pasar sin cabeza directora y, por eso, lo deseable es que se cierre cuanto antes esa fase de interinidad, que significa tanto como debilitamiento del gobierno.

Esta situación de interinidad o en funciones puede deberse a varias circunstancias, si bien todas ellas implican la ausencia de confianza parlamentaria, como son la aprobación de una moción de censura o el fallecimiento del presidente del gobierno. Pero el caso más típico y el que ahora se plantea en España es el de la celebración de elecciones. El nuevo Parlamento resultante implica la cancelación de la confianza otorgada en su momento al gobierno y de ahí la necesidad de su renovación, especialmente cuando, como es el caso, el resultado de las elecciones arroja una composición distinta. El nuevo Parlamento, con su nueva mayoría, deberá elegir a un nuevo presidente que forme un gobierno entero para así regularizar la situación.

Hasta que no se consuma esa sucesión de gobiernos se mantiene el anterior, pero en funciones.

Ese gobierno interino o en funciones es un gobierno débil, precisamente por no haber recibido la confianza de la nueva representación popular, que es tanto como decir que le falta legitimidad democrática, indispensable para ejercer con plenitud sus responsabilidades.

La lógica quiere que el gobierno interino no adopte decisiones que perjudiquen al que resulte investido

La lógica democrática quiere que ese gobierno en funciones no adopte decisiones que puedan perjudicar la actuación del que resulte definitivamente investido, de tal modo que todas esas decisiones cuenten con la confianza parlamentaria, equivalente a la confianza de los ciudadanos.

Existe una directriz fundamental que guía a los gobiernos en funciones en los sistemas democráticos: la de limitarse a la gestión de los asuntos ordinarios, a la pura administración de la vida cotidiana del Estado. No existe una definición completa de lo que deba entenderse por asuntos ordinarios, por lo que siempre pueden darse casos dudosos. Pero sí resulta seguro lo que esto excluye, que no es otra cosa que las iniciativas de naturaleza eminentemente política que se deban a la ideología o al programa electoral, o que racionalmente puedan estimarse como necesitadas de contar con la nueva confianza popular, que deben reservarse para el gobierno regular que resulte investido.

Esta limitación funcional del gobierno en funciones tiene una importante salvedad, la de los casos urgentes o de especial gravedad. Se comprende fácilmente que pueden presentarse situaciones que no resistan su aplazamiento hasta la formación del gobierno regular. Si el ejecutivo interino se inhibiese invocando su situación, podrían derivarse graves consecuencias para la sociedad o el Estado. Ante este panorama es lógico que, como mal menor, el gabinete en funciones pueda adoptar decisiones políticas, incluso graves, que puedan llegar a condicionar la acción del gobierno futuro. En estos casos no hay más remedio que admitir que ese gobierno en funciones se comporte como un gobierno en plenitud de atribuciones: salus republica suma lex est, que dijeron los romanos.

La actuación del Parlamento durante estas fases se acompasa perfectamente a la del gobierno. Al limitarse este último al despacho de los asuntos corrientes, se comprende que el control por el primero se atenúe sensiblemente. No habría riesgo de exceso o abuso de poder. Pero si se presentase una de esas situaciones extraordinarias en las que el gobierno resulta apoderado para iniciativas de alcance, el Parlamento puede y debe recobrar su función de control, todo lo intensa que se quiera. Así se coarta la posibilidad de que la situación se transforme en un expediente para decisiones abusivas o inconfesables.

Todo lo anterior forma parte de lo que podemos llamar la cultura democrática, esto es, valores sobreentendidos, aceptados por todos, por su interés general. Como no es posible definir a priori cuáles son los asuntos ordinarios para los que está capacitado el gobierno en funciones, como tampoco lo es prefijar las situaciones imprevistas o extraordinarias que reclamarían su intervención, hay que conformarse con estos principios, básicos y flexibles: no nos dan una solución completa, pero sí nos iluminan sobre el camino correcto. Más no se puede pedir.

Así lo entendió prudentemente la Constitución de 1978, que se limitó a expresar que el gobierno cesante continuará en funciones hasta la toma de posesión del nuevo, sin más aditamento.

Se prohíbe la disolución anticipada de las cámaras y la presentación de proyectos de ley

Sorprendentemente, y aunque el sistema había funcionado bien durante 20 años, la Ley del Gobierno de 1997 quiso juridificar lo que difícilmente admite serlo, introduciendo una regulación muy estricta sobre lo que podía y no podía hacer el gobierno en funciones. Junto a declaraciones vacuas y obvias, como la de facilitar el normal desarrollo del proceso de formación del nuevo gobierno, se introducen prohibiciones terminantes que, llegado el caso, podrían situar al país en una situación comprometida. Así, por citar unos ejemplos, se prohíbe la disolución anticipada de las cámaras, la presentación de proyectos de ley y, en concreto, de los presupuestos generales del Estado.

Ciertamente, no es normal que durante una situación de interinidad se tengan que aprobar proyectos de ley o proceder a una disolución anticipada. Pero tampoco son situaciones que puedan descartarse de antemano al cien por cien. Cabe imaginar que una situación como la actual, de gobierno en funciones, se prolongue y repentinamente surja la necesidad de reformar una ley. Esa necesidad podría ser aceptada por la nueva mayoría parlamentaria y, sin embargo, la ley de 1997 absurdamente lo impide. En la inmensa mayoría de los casos no se necesitará una iniciativa semejante, lo que hace innecesaria la prohibición. Pero si alguna vez se presentase esa necesidad, la prohibición se volvería un factor contraproducente. Imaginemos otro escenario que, aunque remoto, también podría darse en el Congreso creado tras el 20-D: si ningún partido, por falta de apoyos necesarios, se atreviese a presentar un candidato a la Presidencia del Gobierno, habría que esperar a que se consumiese la legislatura de cuatro años sin poder celebrar elecciones anticipadas. No hay que olvidar que la Constitución solo autoriza la disolución una vez transcurridos dos meses desde la primera votación de investidura. Si no hay esa primera votación, mucho nos tememos que habría que aguardar a la expiración de la legislatura. En esas circunstancias, pensamos que habría sido mucho más lógico permitir que el gobierno en funciones pudiese disponer de la disolución anticipada para que así el pueblo pudiese enviar al Congreso unas mayorías más coherentes. Desgraciadamente, la ley de 1997 lo impide.

En definitiva, el error de esa ley es haber introducido en el mundo jurídico lo que nunca debió pasar del mundo de los principios políticos. Al regular esa materia, surgen inmediatamente disputas sobre lo que es legal y lo que no lo es, como de hecho ya ha ocurrido. Irresponsablemente se ignora que el arte de la política ya es de por sí suficientemente difícil como para que venga el legislador a buscar hacerlo más difícil todavía.

Es el epítome de una amplia tendencia a legislar hasta extremos insospechados. En ese caso, el gobierno en funciones puede llegar a ser disfuncional.