25/4/2024
El erizo y el zorro

El irresistible atractivo del cambio

AHORA / Ramón González Férriz - 04/03/2016 - Número 24
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El cambio goza de un inmenso prestigio en las sociedades ricas. Obama llegó a la presidencia de Estados Unidos prometiendo un cambio razonable (“Change we can believe in”), Hollande llegó a la francesa anunciando uno un poco más radical (“Ce qui va changer tout de suite”), Renzi utilizó también la idea de cambio para las primarias de su partido (“Cambia verso”). Los gurús tecnológicos aseguran que estamos viviendo un cambio de era comparable a la revolución industrial (Todo va a cambiar, se titulaba el libro de Enrique Dans). Naomi Klein afirmó que el calentamiento global debe transformar nuestras relaciones políticas (Esto lo cambia todo, tituló su libro). Y Fernando Trías de Bes explicó que hemos entrado en una era de destrucción creativa y nuevas oportunidades económicas distintas a las del pasado (su libro: El gran cambio).

Todo esto eran, por decirlo educadamente, ligeras exageraciones. Los humanos somos muy resistentes a los cambios trascendentales, y en realidad los procesos de transformación que nos parecen radicales y súbitos tardan décadas en imponerse. De hecho, y a pesar de toda la retórica transformadora que empapa el mercado de la política, la economía y la cultura, nuestras grandes instituciones están hechas para impedir los cambios radicales. Los inventores de la democracia moderna, los padres fundadores estadounidenses, diseñaron el intrincado sistema de gobierno de su país, que luego han copiado casi todas las democracias, para impedir el ascenso de políticos que pudieran cambiarlo todo a su capricho. El capitalismo es el sistema en que todos los incentivos están diseñados para que innovemos, nos transformemos y adoptemos formas nuevas, pero sin que el sistema capitalista se mueva de sitio. Los detractores de ambas cosas, de la democracia liberal y del capitalismo, llevan décadas afirmando que se dan las “condiciones objetivas” para un gran, radical, definitivo cambio. No se ha producido.

Los teléfonos móviles nos recuerdan cada día que debemos actualizar una u otra aplicación, es decir, uno u otro aspecto de nuestra vida, como hacen los libros de autoayuda. Pero incluso asumiendo el irresistible atractivo del cambio, las cosas esenciales siguen siendo iguales. Y es increíblemente difícil cambiarlas, como han descubierto Obama, Hollande, Renzi y deberían quienes creen que el pasado es un país del que uno se puede marchar.

La democracia española está depositando ahora enormes esperanzas en el cambio. Está bien que así sea. Pero esta deseable renovación, que ojalá tenga lugar en las próximas semanas, no debe hacernos albergar esperanzas desmesuradas. Cambiarán las caras, pero es previsible que quede el sistema, con todo lo aburrido, mediocre e irritante que tiene. Pero que parece que, a pesar de todo, queremos conservar. Cambiándolo, claro.