20/4/2024
El erizo y el zorro

La mala idea de creer en el bien absoluto

AHORA / Ramón González Férriz - 19/02/2016 - Número 22
  • A
  • a
La mala idea de creer en el bien absoluto
martín tognola
Los humanos, decía Spinoza, tenemos sentimientos negativos: el miedo, la avaricia, el odio tribal, los celos o el amor al poder. Han estado con nosotros desde que existimos. Pero algunas tragedias de la humanidad, afirmaba Isaiah Berlin en “Un mensaje al siglo XXI” —uno de sus últimos textos, publicado por The New York Review of Books y rescatado en español por Letras Libres—, no se han debido solamente a su influencia. Las grandes catástrofes políticas, por ejemplo, se debieron, además de a esos impulsos, a algo cuyo poder destructivo solemos ignorar: las malas ideas. Y, decía Berlin, una mala idea en concreto: la de que todas las preguntas de la humanidad, las que afectan a los individuos y a las sociedades, tienen una, y solo una, respuesta correcta que excluye a todas las demás.

Es una idea vieja que la democracia moderna desmiente, pero en la que estuvieron de acuerdo los filósofos de Atenas, los judíos y los cristianos, los ilustrados del siglo XVIII y los revolucionarios del XIX, los nazis y los comunistas. Si toda pregunta tenía una respuesta correcta, creían, entonces la tarea de los humanos consistía en buscar afanosamente esa respuesta y, una vez encontrada, implementarla a toda costa, a cualquier precio. Los artífices de algunos de los grandes desastres de la historia creían conocer la respuesta a la pregunta “¿cómo es una sociedad justa, pacífica, feliz, libre y virtuosa?”, y se dedicaron a llevarla a cabo. Reprimir o, en los peores casos, matar a millones de personas —a sus ojos estúpidas o malvadas— para construir esa sociedad era una incomodidad menor: ¿quién podía oponerse a la consecución del paraíso por solo un puñado de víctimas colaterales?

Lo que pasa es que esa idea, esa mala idea, es además falsa. No existe una sola respuesta verdadera a cada una de las preguntas que nos hacemos. Tampoco en política, aunque las ideologías nos quieran convencer de lo contrario. Las respuestas a la pregunta de cómo queremos que sea nuestra sociedad suelen pasar por grandes palabras como justicia, libertad, igualdad u orden. Sucede, sin embargo, que muchas de esas cosas son incompatibles entre sí. Si queremos algo de igualdad tendremos que sacrificar un poco de libertad. Está bien desear justicia, pero quizá sea razonable contraponerle algo de piedad. El orden es deseable, pero catastrófico si no renunciamos a un poco de él para dejar un resquicio a la imaginación y la creatividad. La seguridad es un bien que debemos perseguir, pero si no lo sacrificamos ligeramente en aras del riesgo, probablemente nunca haremos nada de provecho (ni divertido).

La democracia se basa en la conciencia de que lo conseguido casi siempre se queda por debajo de lo pretendido

Y ahí es donde entra la política democrática: una negociación constante sobre todas las cosas que nos gustaría alcanzar pero que sabemos, aunque nos cueste reconocerlo, que no podremos tener al mismo tiempo. Los partidos, por supuesto, tienden a ocultar este hecho: ¿cómo íbamos a votarlos si no nos prometen que nos encontrarán empleo sin bajar los sueldos, que los políticos estarán preparadísimos pero cobrarán muy poco, que reducirán la deuda pero mantendrán los servicios públicos sin subir impuestos, aunque el crecimiento sea anémico, que tendremos unos maravillosos altos cargos que no serán ni apparatchiks ni tampoco gente con conexiones con la empresa privada (y que serán muy afines, pero nunca parientes)? Seguramente, este es un mal inevitable de la democracia que nuestros populistas gustan de llevar a límites asombrosos. Pero igual de asombroso es contemplar en directo cómo, poco después de conseguir su escaño, su concejalía o su asesoría van descubriendo la realidad: la enorme, espantosa, brutal dificultad que entraña hacer el bien cuando el bien es un concepto tan escurridizo y sobre todo tan poco absoluto, porque choca con otros bienes.

Pero esto es una buena noticia. Las actuales negociaciones parlamentarias para alcanzar una investidura pueden parecernos un espectáculo tedioso movido por los sentimientos negativos de los que hablaba Spinoza. Pero son también la expresión, poco excitante pero profundamente democrática, de que, como decían los Rolling Stones, no siempre puedes conseguir lo que quieres. La democracia se basa en la insatisfacción, en la conciencia de que lo conseguido casi siempre se queda por debajo de lo pretendido. Ni Rajoy ni Sánchez ni Iglesias ni Rivera conseguirán todo lo que quieren (alguno no conseguirá nada), y aunque por necesidad democrática todos ellos digan tener la respuesta correcta a la pregunta de cómo se debe gobernar España, no van a tener más remedio que contraponerla con la de los demás y ver hasta qué punto se puede llegar a una síntesis imperfecta, precaria y temporal. Es a lo máximo a lo que se puede aspirar en estos momentos. Y no es malo que sea así. Berlin afirmaba que la de los pactos y las negociaciones es una bandera bajo la que es poco probable que desfilen los jóvenes entusiastas e idealistas —“suena demasiado aburrido, demasiado razonable, demasiado burgués”—, pero es la bandera correcta.