25/4/2024
Análisis

El Partido Popular y la arrogancia

Sin una remoción ideológica, moral y organizativa y sin proscribir la altivez no habrá forma de que el PP se recupere

El proceso de deterioro de los intangibles políticos del PP ha entrado en una fase de irreversibilidad. De modo que la inercia imparable de la organización —manifestada a través de las decisiones y los comportamientos de sus máximos dirigentes— es ya autodestructiva. El discurso circular del presidente del Gobierno y del PP y la aquiescencia silente pero ovejuna de quienes comparten con él las más graves responsabilidades proyectan una imagen especialmente desoladora de la organización, lastrada sin remedio por una suerte de corrupción sistémica que desertiza sus territorios electorales más feraces: Madrid y Valencia.

Poco importa que en el partido no haya surgido otra disidencia que la cínica, tardía y sobreactuada de Esperanza Aguirre, uno de sus referentes ideológicos más arterioscleróticos. Quienes deben conocerlo ya saben que el desplome del PP es la consecuencia de una actitud intelectual perniciosa: la arrogancia, que es la impertinente y sostenida ostentación de una verdad a la que jamás le toca la duda, como escribiera un intelectual contemporáneo con especial precisión y acierto.

La gestión de Rajoy durante la legislatura pasada ha consistido, en lo ético y en lo estético, en una exposición política de arrogancia que se ha expresado de muchas formas y maneras: un manejo de la crisis ausente de humanismo y empatía, una actividad parlamentaria prepotente que ha mecanizado el poder, un procrastinar constante en la adopción de decisiones necesarias para solventar graves problemas y una altivez insufrible ante los casos de corrupción, que se han trivializado para instalarlos en la impunidad.

Solo desde una visión tercamente arrogante se entiende que, pese a los sucesivos varapalos electorales que desde 2012 ha venido recibiendo, Mariano Rajoy haya mantenido una absurda estrategia de aparente ganador después de su pírrica victoria en las elecciones generales del pasado 20 de diciembre. La gestión poselectoral de sus menguados resultados en las urnas ha sido todavía peor que la gubernamental precedente y ha llevado al gallego a errar en decisiones tan básicas como las de declinar las oportunidades de ser propuesto por el rey candidato a la Presidencia del Gobierno.

La combinación de una gobernación autista con una valoración soberbia y altanera de los resultados electorales del 20 de diciembre —todo ello aderezado con los viscosos ingredientes de los múltiples casos de corrupción— ha  tumbado la reputación del Partido Popular, condenándole a deambular en modo zombi por el actual escenario de la política española, ayuno de soportes de instancias sociales y repudiado por las demás formaciones.

El PP emitiría una clara señal de regeneración si con lucidez apoderase a una coalición del PSOE con Ciudadanos

La peor de las suertes se está fraguando para el PP estas semanas, porque durante estos días azarosos e inseguros, repletos de incertidumbres, se está produciendo el divorcio con su electorado natural, que es el de la derecha democrática que, sin contrición alguna, ya ha prestado un buen puñado de votos a Ciudadanos para que cite a los populares, agenda en mano, a un encuentro inevitable: el de su refundación. Porque sin una remoción ideológica, moral y organizativa, sin la asunción de unos nuevos esquemas intelectuales que proscriban la arrogancia y la altivez, no habrá forma de que el PP se recupere.

Mientras tanto, con o sin Rajoy —seguramente, mejor sin él— el canto del cisne del actual PP debiera consistir en un acto de grandeza y generosidad, acatando el dictamen de las urnas que han reclamado cambio y pacto. Redimiría al partido que, prestándose a un acuerdo de hondura sobre la reforma constitucional de la que tiene la llave, permitiese un gobierno reformista, aunque sea breve, para que España saliese del trance si, como parece, el secretario general del PSOE no consigue otros respaldos suficientes para su investidura.

De forma más clara: el grupo parlamentario popular en el Congreso de los Diputados emitiría una clara señal de regeneración si, con lucidez sobre su insuficiencia, apoderase a una coalición de gobierno. Evitaría así no solo la prolongación de la interinidad en la que se desenvuelve ahora el país, sino también el protagonismo de las opciones más radicales que se han alimentado, para crecer y multiplicarse, de sus propios errores de gobierno y de su insensibilidad. Un planteamiento como el anterior, tan alejado de los parámetros de la política cinegética que es la que se practica en España, podría sorprender si, previamente, el electorado no hubiese alterado sustancialmente el paradigma de la habitual correlación de fuerzas en nuestro sistema democrático. La transformación de los valores y criterios de la ciudadanía española ha sido tan visible en los últimos comicios que merecería una correspondencia en los modos de conducirse de la clase dirigente.

Y así, un gobierno del PSOE y Ciudadanos, razonablemente transversal, debiera recabar en las actuales circunstancias el apoyo del Partido Popular. Entre otras muchas razones, porque Rajoy y los suyos podrán impedir que gobiernen otros, pero carecen de fortalezas, adquiridas en las urnas o mediante negociación, para cabalgar de nuevo sobre un poder que han despilfarrado en la anterior legislatura. El fin de la arrogancia solo se tendrá por tal si tercia un acto de humildad y de realismo.