19/4/2024
Cómic

Francisco Ibañez. Encadenado a sus personajes

Es el único superviviente de su generación de dibujantes. Ha llegado al éxito acompañado solo por sus criaturas

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Francisco Ibañez. Encadenado a sus personajes
Mortadelo y Filemón. FRANCISCO IBÁÑEZ
Es esa manera que tiene Ibáñez de representarse en sus historietas: sentado, adosado a la mesa de dibujo para la eternidad, su cigarrillo, la ceniza, un caracol que deja el rastro de baba de los días en el curro, que carga con la espiral del trabajo, unas gotas de sudor derritiéndose en su calva inmensa, la espalda encorvada por el peso de las entregas, sus gafas cuadradas en forma de viñetas, mirando la vida detrás de los cristales como un hombre tímido, acaso apocado, sin entender que, siendo lo más, su carácter le sujete en lo poco; la camisa blanca de Ibáñez, el bolsillo con los bolígrafos que asoman igual que asoman los puros por la chaqueta del jefe, los brazos arremangados porque va al dibujo como se va a la obra (Nadal, no; Nadal, el de las chicas modernas y Pascual criado leal, era un estiloso, trabajaba con los puños vueltos, y por ahí se le pasaba la elegancia al trazo); pero Ibáñez tiene ese apellido terminado en “z” de las clases que llenan los listines telefónicos de las ciudades. Barcelona es una ciudad de un millón de tebeos y hay un hombre en Bruguera que los dibuja todos: Francisco Ibáñez, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo.

El tebeo es un gran invento

Ibáñez llega al cómic desde el mundo del trabajo, lo hace muy joven y contraviniendo a sus padres, que se espantaron cuando dejó el empleo estable del banco. Ibáñez prefiere el trabajo al empleo (Vázquez, ni lo uno ni lo otro, prefiere dibujar Anacletos en la cárcel a cumplir cualquier obligación). Todo el universo de Ibáñez está hilvanado por el mundo laboral: la chapuza, la incompetencia, el escaqueo, la tirria entre jefes y empleados...

Barcelona es una ciudad de un millón de tebeos y hay un hombre en Bruguera que los dibuja todos: Ibáñez

El verdadero protagonista de la obra de Ibáñez es el trabajo. Desde Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio hasta esas oficinas donde trabajan, incluso se diría que viven, el botones Sacarino, Ofelia, Pancracio Trapisonda... Pero es que también es así Bruguera: una empresa familiar que ha enfermado de elefantiasis, una empresa del franquismo donde por encima de la gestión manda la jerarquía. Quizá el único personaje de Ibáñez sin oficio ni beneficio, ni domicilio reconocible, sea Rompetechos, fiel al viejo espíritu del Pulgarcito, donde campan a sus anchas el Gordito Relleno, Cucufato Pi, Doña Urraca, Casildo Calasparra..., gente que simplemente va por la calle a ver qué le pasa. Habrá que esperar a que se hunda Bruguera, a que el devorador desempleo juvenil de los años 80 se convierta también en el paro de los veteranos trabajadores de esta factoría (empleados, novelistas, dibujantes...), para que Ibáñez cree, rescatado por Ediciones Junior, a Chicha, Tato y Clodoveo, de profesión sin empleo (pero estos no serán sino la metamorfosis, por este orden, de Filemón, Rompetechos y Mortadelo).

Bruguera, capital del dolor

Tras la Guerra Civil, a la editorial Bruguera había ido a parar un buen puñado de rojos en busca de un trabajo. Escobar (creador de Carpanta, Petra, Zipi y Zape y cuyo tema es el hambre, como en Ibáñez lo es el trabajo) era un funcionario republicano purgado. Peñarroya (autor de Don Pío, el Gordito Relleno, Pepe el Hincha, retratista de la tristeza de la clase media) había combatido en defensa de la República. Marcial Lafuente Estefanía, el prolífico escritor de novelas del Oeste, fue general de artillería del ejército republicano. El mismísimo Rafael González, coordinador general de la editorial Bruguera, director de la revista Pulgarcito y otras cabeceras, el que concibió la mayoría de aquellos personajes y la sainetesca manera en que hablaban, era un periodista republicano que se había tenido que tragar todos sus ideales para ponerse del lado de la censura franquista, a cambio de garantizarles una seguridad a su mujer y sus hijos a los que apenas veía porque había cambiado el encierro en la celda por el encierro en la oficina. Rafael González sale retratado a menudo en las páginas de Ibáñez. Es, por ejemplo, el dire del botones Sacarino, pero esta caricatura no le gustó a González y obligó al dibujante a cambiarla. Aun así, de vez en cuando aparece alguien en sus historietas que se le da un aire. Siempre el gesto agrio, siempre la voz levantada, siempre los ojos torvos, siempre el puñetazo en la mesa. El jefe. El trabajo.

Bruguera había recogido a todo este carnaval de almas derrotadas no por humanitarismo sino para exprimirles al máximo aprovechándose de su necesidad y de su indefensión. Y porque a fuerza de explotación y de usurpación de derechos los dibujantes se sienten como gusanos, las viñetas de Ibáñez están plagadas de gusanos, de lombrices, de ratones, de caracoles que se arrastran.

Los trazos comunicantes

Las bocas de Ibáñez. En ellas se encierra toda la expresividad de sus personajes, desde la mota negra con la que Sacarino dice “¡Sopla!” y “¡Resopla!” hasta la gran muralla de dientes que de pronto cruza el rostro de Pancracio Trapisonda, de Filemón, de los tratantes de animales de Ande, ríase usté con el arca de Noé... El sarcasmo, el aborrecimiento del envenenado mundo laboral de aquella dictadura estaba en esos dientes que Ibáñez dibujaba alineados como la cinta de balas de una ametralladora, permanentemente dispuestos al escarnio, a la alusión directa. Luego están las otras bocas, las simas profundas, el inmenso pozo negro que se abre temblando en Otilio, en Mortadelo... cuando salen corriendo. Pero en una sociedad de la que no hay escapatoria, el sino de un personaje es huir. “Calle y corra, jefe” es lo que exclama Mortadelo en cada última viñeta. España se había convertido en el lugar del “calla y come”, pero Ibáñez, condenado a la inmovilidad y al agradecimiento, condenado a perpetuidad al dibujo, tiene también un oído prodigioso y solo necesita una letra para transformar la frase en “calla y corre”. Lo está explicando a gritos.



Por eso sus personajes andan continuamente con los puños apretados. Por supuesto, el intratable Don Pedrito, que está como nunca, y no digamos Rompetechos, que es el Quijote de Bruguera. Porque del mismo modo que don Quijote confunde los rebaños con ejércitos, Rompetechos jamás va a entender lo que ve, y asimismo en todos los lances acabará apaleado. Los lectores dicen que Rompetechos es las más desternillante de todas la creaciones de Ibáñez. También es la más cervantina, mucho más que Mortadelo y Filemón, que no tienen nada de Quijote y Sancho, ni tampoco de Holmes y Watson. En realidad no son más que un remedo de las hermanas Gilda, como buena parte de la obra de Ibáñez lo es de la de Vázquez por imposición de Rafael González. El jefe. El trabajo.

Épocas de Mortadelo y Filemón

Mortadelo y Filemón se convierten en las estrellas del tebeo español prácticamente desde el momento en que aparecieron, a finales de los años 50. Antes lo habían sido Roberto Alcázar y Pedrín. La historia se repite en forma de historieta. Hay tres épocas en Mortadelo y Filemón. Es en la primera cuando comparten piso a la manera de las Hermanas Gilda, incluso lo tienen amueblado al mismo estilo, el mismo sillón de lectura de la viñeta inicial. Es cuando la serie se llama Mortadelo y Filemón, agencia de información. Las aventuras son cortas, una o dos páginas, y jefe y subordinado están solos en el mundo como la mayoría de los personajes de Bruguera, como se había quedado aquella España autárquica.

Mortadelo y Filemón se convierten en las estrellas del tebeo desde el momento en que aparecen

Muy pocos personajes de Bruguera lograrán crear un universo propio. Claro, Sir Tim O’Theo y los moradores de Bellota Village, o Mortadelo y Filemón en su segunda época, al irrumpir la TIA. Es cuando llegan el superintendente Vicente (que anticipó los rostros de Miguel Ángel Revilla y Raúl Alfonsín), el profesor Bacterio, la secretaria Ofelia, las entradas secretas, las contraseñas inolvidables (“Hay hombres con bigote que tienen cara de hotentote”). Es entonces, a finales de los años 60, cuando Mortadelo y Filemón se hacen con el trono de Bruguera y acaban teniendo una revista propia con el nombre de Mortadelo, que desbancará al resto de la cabeceras.Esta es la época de las rayitas, de cuando Bruguera importa historietas de Pilote, y Rafael González quiere implantar el estilo francobelga en la redacción y le exige a Ibáñez mucho detalle en los dibujos: “Ponga usted más rayitas, más arruguitas”, le conmina. Las aventuras de Mortadelo y Filemón ahora son largas y aparecen en entregas de cuatro páginas. Están pensadas para publicarse juntas en forma de álbum, al igual que Astérix.Pero a quien copia Ibáñez no es a Uderzo, sino a Franquin. Un montón de viñetas de Spirou aparecen minuciosamente reproducidas en las historietas de esta época. Incluso el botones Sacarino es un calco de Spirou y de Gastón el Gafe. A la vez que le exigen a Ibáñez un dibujo más rico en detalles, le imponen más producción. Atado a la mesa, le faltan manos para dibujarlo todo. Fuma y trabaja sin parar. No le da tiempo a pensar y por eso va mirando en los tebeos belgas, para tomar el estilo, el detalle, la viñeta entera, lo que haga falta en ese momento. Tiene puesta debajo del taburete la bomba de relojería de la fama.

La broma infinita

En los años 80 Bruguera se desploma y desaparece, los originales de los que desposeyó a sus autores aparecen entonces tirados en los contenedores de basura. Y encima poco después cae en picado toda la industria del tebeo. Sin embargo, Ibáñez se ha convertido ya en un mito y sobrevive al naufragio. No deja de producir Mortadelos a troche y moche en medio del desastre. En los pisos más cutres del barrio chino de Barcelona hay agencias con jóvenes dibujantes haciendo de negros, encorvados ante una mesa de luz para calcar los disfraces y los gestos de antiguos Mortadelos y así montar nuevas aventuras. Aunque tal vez no se les deba llamar disfraces, pues Mortadelo se transforma. En elefante, en conde Drácula, en bicicleta de cartero... Esto lo ha tomado también de Vázquez, de cuando por ejemplo Rosendo Cebolleta se siente tan humillado que se convierte en lombriz sin perder su rostro y su bigote. Pero de Vázquez, Ibáñez va a heredar por encima de todo la idea de una casa sin fachada, que acabará llamándose 13, rúe del Percebe. Y como muestra de eterno reconocimiento, o como expiación eterna, instalará a Vázquez en la terraza en forma del personaje del moroso. El alzado de ese edificio solitario, estrecho, alto y frágil a la vez, evoca al solitario edificio que tenía Bruguera en medio de un descampado sobre una loma, donde el barrio de Gracia se hace montaña.

Es esa, que llega hasta hoy, la tercera época de Mortadelo y Filemón. Los personajes ya no pertenecen a nada, ya no tienen una revista, un entorno gráfico, y por eso Ibáñez recoge los temas del periódico. Porque han perdido su mundo propio, recurre a la actualidad. Cada año, un asunto con tirón: los juegos olímpicos, la corrupción, las elecciones...

Ibáñez ha trabajado a destajo y se ha liberado de la esclavitud y de los negros. Ha alcanzado el éxito, pero ha llegado a él totalmente solo. Es el único dibujante de su generación al que todo el mundo reconoce. Es un motivo de orgullo, pero también una condena. En todo superviviente hay una injusta sombra de traición. Hoy es el rey Midas de las ferias del libro. Cuando le preguntan, siempre repite contrariado que prefiere trabajar a opinar del trabajo. En una legendaria entrevista publicada en el fanzine U, el hijo de Urich, le preguntaron por qué eligió de joven la profesión de dibujante: “Supongo que me gustaría. Entonces me gustaría todavía, claro”, fue su respuesta.