28/3/2024
Opinión

La matemática y la música

Con rasgos propios de las ciencias naturales y del arte, el lenguaje de la matemática es independiente del cerebro que la estudia y, al mismo tiempo, fruto de su imaginación. Antonio Hernando Grande

  • A
  • a
La matemática y la música
FEDE YANKELEVICH
Aparentemente, el arte difiere de la naturaleza en que esta última nos es dada. Las estrellas de neutrones, los átomos, las células y las galaxias existen independientemente de que algún cerebro humano las descubra. La obra artística requiere la contribución creativa  del autor para que pueda existir. No disfrutaríamos de La joven de la perla si no hubiera existido Vermeer. Durante su evolución, biológica y principalmente cultural, el cerebro ha ido progresivamente descubriendo que tanto la materia como la energía obedecen leyes que son, al menos parcialmente, capaces de expresarse con ecuaciones matemáticas de indudable belleza. El científico sabe que su quehacer nunca acabará, que cada nuevo descubrimiento desgarra una cortina tras la que surgen horizontes de desconocimiento cada vez mas extensos. Convertir la ignorancia inconsciente en consciente constituye la textura de la historia del conocimiento científico. Hemos aprendido muy recientemente que la mayoría de la materia y energía que llenan universo nos son bastante desconocidas. Se trata de un ejemplo inmejorable del avance en la consciencia de nuestra ignorancia.

No obstante, no cuesta reconocer que lo que hoy sabemos de la naturaleza es mucho más que lo que nunca antes se supo. Como nos enseñó Galileo, el conocimiento está escrito en ese libro abierto ante nosotros que es la naturaleza, y su lenguaje es el matemático. Para conocer hay que observar y realizar experimentos, utilizando en ellos el lenguaje de números, que conlleven resultados capaces de plasmarse en ecuaciones.  Esta tarea la ha venido llevando a cabo intensamente la humanidad en los últimos tres siglos.

Una espléndida  incógnita histórica fue planteada por Einstein con exquisita claridad: ¿cómo es posible que las leyes de la naturaleza obedezcan tan fielmente sus formulaciones matemáticas siendo la matemática fruto de la imaginación humana?  
Convertir la ignorancia inconsciente en consciente es la
textura del conocimiento científico

Las matemáticas parecen tener en común con el arte la necesidad de un sujeto que las dote de existencia. Como Einstein señala, son fruto del cerebro. Pero, al mismo tiempo, la naturaleza está escrita en lenguaje matemático. Por tanto, la matemática parece existir en la naturaleza independientemente de la imaginación humana. Lo entreverado que se encuentra el lenguaje matemático con el cerebro humano y con la naturaleza ha dado lugar a episodios históricos de altísima tensión intelectual. Veamos un ejemplo.

Joseph Fourier, natural de Auxerre, nació en 1768. De origen humilde, logró estudiar con el organista de su pueblo, que le enseñó las teorías de Rousseau . En la École Normal Supérieure de París tuvo de maestros  a Laplace y a Lagrange. Posteriormente, resolvió la ecuación de propagación del calor utilizando soluciones formadas por sumas de funciones simples que eran senos y cosenos, conocidas para la posteridad como series de Fourier. Oficial de Napoleón en la campaña de Egipto, terminó su vida profesional como miembro y secretario de la Academia de Ciencias de Francia. Murió en 1830.

La enorme influencia de Fourier en la matemática es difícil de exagerar. El principio de indeterminación de Heisenberg, tan fundamental en física cuántica como en teoría del conocimiento, es una consecuencia directa de la íntima conexión de la realidad física microscópica con los desarrollos de Fourier. Herramienta imprescindible en la física teórica y experimental y marco básico en la teoría de ondas, constituye la estructura matemática de las comunicaciones y la información, de la electrotecnia y de la electrónica.

Fourier descubrió que cualquier oscilación periódica puede expresarse como suma de funciones seno de frecuencias crecientes. La primera, la fundamental o frecuencia de la oscilación, la segunda el doble, la tercera el triple, y así sucesivamente. El término de frecuencia doble que la fundamental se conoce como primer armónico, el de frecuencia triple como segundo armónico...

Veremos con un ejemplo musical cómo se comprende mejor el significado de estos principios abstractos. El sonido es producido por una modulación muy débil de la presión atmosférica. Basta que la variación local de la presión alcance valores de una diezmilmillonésima de su valor para que el oído la detecte. Cuando la modulación alcanza valores de una diezmilésima de la presión ambiente, de valor 10.000 kilogramos por metro cuadrado, se produce daño al oído.  La modulación de la presión oscila y se propaga desde su fuente, y cuando alcanza la membrana timpánica de un oído, la hace vibrar.  Tal vibración, mediante el complejo sistema del oído, se convierte en un tren de voltajes neuronales que producen nuestra sensación sonora.  Un oído normal es capaz de detectar como sonido oscilaciones de presión con frecuencias comprendidas entre 20 y 20.000 oscilaciones de presión por segundo, que se distribuyen en 10 octavas.

El oído distingue muy bien la frecuencia fundamental de un sonido. La sucesión de oscilaciones de diferente frecuencia produce la sensación agradable de melodía musical, siempre que la razón entre frecuencias sucesivas cumpla unas reglas matemáticas. La teoría de la armonía estudia tales reglas. Pero el oído no es solo capaz de distinguir la frecuencia fundamental de

La matemática, desde sus inicios milenarios hasta nuestros días, es un poderoso y universal lenguaje

un sonido, sino que distingue la fuente donde se genera. Por ejemplo, el oído reconoce si el “la” patrón, cuyo número de oscilaciones por segundo es 440, con el que se afinan los instrumentos de la orquesta lo ha emitido un oboe o una viola. No solo, por tanto, reconoce la frecuencia del sonido que le llega, sino que discierne cómo ondas sonoras de idéntica frecuencia fundamental suenan diferente según el  instrumento que las produce. Más aún: cuando hablamos, nuestra voz emite una onda con la misma frecuencia fundamental para todas las letras y palabras que pronuncia. Dicha frecuencia depende de la edad, sexo y del tamaño de las cuerdas vocales, y su valor medio es del orden de 140 oscilaciones por segundo. Sin embargo, el oído distingue bien una a de una e.

¿Qué hay de diferente en el la del oboe y en el de la viola? Las oscilaciones producidas son periódicas y de la misma frecuencia, por tanto los armónicos son de la misma frecuencia para ambos instrumentos. Lo mismo ocurre en el caso de la a y la e en el que la variación de la forma de la cavidad bucal modifica la forma de las ondas sonoras producidas a la misma frecuencia por las cuerdas vocales. El oído es capaz de reconocer las diferencias porque reconoce en cada caso la amplitud de los distintos armónicos.

En resumen, el oído está organizado como un preciso analizador de Fourier biológico. Los sensores internos del oído están agrupados en bloques sensibles a las diferentes frecuencias audibles; son, en definitiva, osciladores con distinta frecuencia propia, como si fueran cuerdecitas de diferente longitud capaces de ser excitadas por la onda que llega.  El oído percibe primero que es un “la” porque su frecuencia fundamental es detectada por las cuerdecitas que vibran a 440 ciclos por segundo. Inmediatamente el oído sabe que cuando estas cuerdecitas oscilan deben hacerlo las correspondientes a sus armónicos, y entonces escudriña la amplitud con que oscilan las del segundo armónico, las del tercero  y así sucesivamente.  El oído descompone de este modo la onda entrante en su correspondiente serie de Fourier, ya que reconoce la intensidad de cada armónico. Mediante este análisis sabemos si la nota proviene de un oboe o de una viola. La frecuencia fundamental se llama históricamente tono, mientras que la distribución de amplitudes de sus armónicos define el timbre.

Cuando Fourier hizo su descubrimiento, guiado por el afán de resolver la ecuación de propagación del calor —de hecho su obra se titulaba Théorie analytique de la chaleur—,  lejos estaba de saber que nuestro oído, durante la evolución, ha adquirido la habilidad de reconocer en cada sonido la amplitud de los armónicos que contiene. Nuestro oído no solo conocía bien la teoría imaginada por Fourier, sino que la utilizaba con enorme ventaja para el uso del lenguaje y el disfrute de la música. Tampoco sabía Fourier que las variables físicas fundamentales de la mecánica cuántica, como son la posición y la velocidad de las partículas, están relacionadas mediante las ecuaciones que acababa de establecer. Nos podemos preguntar, por tanto, si Fourier creó   matemática o descubrió inconscientemente un secreto casi universal de la naturaleza. La descomposición de Fourier existía tanto en la naturaleza como en nuestro cerebro y constituía un fino instrumento de la audición.

La matemática, desde sus inicios milenarios hasta nuestros días, es, sin duda, un poderoso y universal lenguaje creado por mujeres y hombres. Pero al formar la textura del comportamiento de la naturaleza, independientemente de la existencia de cerebro que la estudie, y al mismo tiempo ser paradójicamente fruto de nuestra imaginación, comparte características de ciencia natural y de arte. Quizás esta aparente indefinición pone de manifiesto la pertenencia de nuestro cerebro a la naturaleza. Naturaleza que es única, formada por materia y energía que son capaces de generar estados emergentes como la vida y sistemas tan complejos como el cerebro humano. La matemática, creada por nuestro propio cerebro, que es materia, no podía ser muy distinta a la que rige el funcionamiento de sus componentes íntimas.