La parálisis política que padece el país tras nueve meses de Gobierno en funciones y sin posible solución a la vista podría haber constituido una buena oportunidad política para el secesionismo catalán. Suele ser normal en las luchas de poder que la debilidad o incomparecencia de uno de los contendientes sea aprovechada por el otro para obtener ganancias sobre el terreno que normalmente resultan decisivas. Sin embargo, en este caso no ha ocurrido así, más bien al contrario, como demuestran la menor movilización nacionalista previsible para la Diada del próximo domingo y las controversias internas derivadas del anuncio de un referéndum unilateral de independencia para junio de 2017. Ni se ha conseguido mantener la tensión —menos aún incrementarla— ni existe un plan claro que concite la ilusión ni los consensos necesarios, pese a los ímprobos esfuerzos de Carme Forcadell en ese sentido. Pues bien, esta sorprendente realidad obedece a dos razones cuyo detallado análisis es perentorio y cuyas conclusiones deberían tenerse en cuenta de cara al futuro.
En primer lugar, el pinchazo secesionista frente a la incomparecencia del contrincante demuestra su carácter reactivo. Contra el PP se vive mucho mejor. No solo porque Rajoy ha demostrado un nivel de torpeza en la crisis catalana difícilmente superable, sino porque todo populismo —incluido el nacionalista—necesita imperiosamente un enemigo al que culpabilizar. En la guerra demagógica es la ausencia del adversario lo que amenaza derrota. Por ese motivo, la gestión futura de esta crisis exige superar la dialéctica de confrontación por la vía de las propuestas políticas y de la negociación inteligente en el marco de nuestra Constitución. Es muy improbable que Mariano Rajoy sea la persona idónea para ello.
Por otra parte, la profunda crisis institucional motivada por años de clientelismo y corrupción, con el consiguiente deterioro en la calidad democrática de partidos políticos e instituciones de toda índole, explica el bloqueo político nacional, pero también la deriva catalana. Se ha generado tal maraña de incentivos perversos que existe una desconexión total entre las aspiraciones fundamentales de la ciudadanía, centradas en una buena gestión de la cosa pública, y los intereses particulares de sus representantes políticos. Es natural que el consecuente hartazgo contamine todos los electorados, sin acepción de ideologías. Por eso, recuperar esa conexión serviría para colocar en primera línea mediática los asuntos que verdaderamente interesan a los ciudadanos, relegando aquellos que solo sirven de excusa para tapar la propia incompetencia. Que nuestros parlamentarios sean capaces de hacerlo es otra cosa.