20/4/2024
Análisis

Argelia: después de Bouteflika, ¿qué?

La incertidumbre política, el impacto de la crisis económica y el auge del yihadismo ponen en jaque el futuro del país más extenso de África

Javier Martín - 27/05/2016 - Número 35
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Argelia: después de Bouteflika, ¿qué?
Operarios chinos trabajan en Argel en la construcción de la mezquita Djamaa el Djazair, la más grande de África. STRINGER / AFP / Getty

Cada tarde en la bahía de Argel, una disciplinada hilera de cientos de obreros sorprende en el arcén a los miles de coches que a esa hora previa al ocaso tratan de regresar a sus casas por la principal autopista de la capital. Hombres con el rostro cansado que se arrastran hacia la prefabricada ciudad de barracones construida para ellos en las proximidades del puerto. Poco más conocen del país en el que trabajan a destajo. Llegados desde la lejana China, son los peones de un proyecto monumental tan criticado como faraónico: levantar la mezquita más grande de África, coronada con el que en apenas un año será el minarete más alto del mundo.

Tres grandes interrogantes

Con una superficie de 20.000 metros cuadrados y espacio de oración previsto para 120.000 fieles, Djamaa el Djazair es el epónimo de la Argelia actual, el país más extenso de África, el más grande de la cultura árabe y el décimo en territorio del mundo. En sus cifras, en sus objetivos declarados y en las numerosas críticas que recibe se reflejan los tres grandes interrogantes que amenazan  a una nación clave para el Mediterráneo —y en especial para España y Francia—, solo en apariencia estable: una inquietante incertidumbre política, una crisis económica galopante y un auge veloz y sostenido del yihadismo. Ingredientes todos ellos que combinados en su justa medida podrían desatar una tormenta perfecta y que se corresponden con otras tantas razones en fase aún de maduración: el arcano misterio que rodea la sucesión y la salud de su anciano presidente, Abdelaziz Bouteflika, al que apenas se ve en público desde que en abril de 2013 sufriera un grave accidente cardiovascular; la abrupta caída de los precios del petróleo y el gas, único recurso de un Estado anquilosado económicamente que apenas se ha preocupado por explotar otras fuentes de riqueza; y la creciente inestabilidad en los países vecinos —principalmente en Libia, Malí y Túnez—, que ha convertido las amplias zonas limítrofes de desierto en territorio de fanáticos islamistas y contribuido a resucitar la actividad radical que la pasada década de los 90 abocó al país a una siniestra guerra civil en la que perecieron cerca de 200.000 personas y cientos más quedaron desaparecidas.

La mezquita tendrá espacio de oración para 120.000 fieles y se calcula que costará 1.100 millones de euros

“La mezquita es un gasto inútil. Con todos esos millones se podrían haber construido hospitales, escuelas, cosas que la gente realmente necesita. Mezquitas hay suficientes”, comentan la mayoría de los taxistas que hacen la ruta del aeropuerto y que necesariamente deben pasar frente a ese mastodonte de hormigón y hierro, levantado en apenas cinco años frente al mar, a medio camino entre la zona hotelera de Argel y uno de los barrios obreros que durante aquel “decenio negro” (1992-2002) fue uno de los bastiones de los extremistas. Similares quejas se susurran con discreción en cafés y restaurantes del centro de la ciudad, incluso entre funcionarios de alto rango, expertos económicos y responsables de la oposición. “Las condiciones socio-económicas eran distintas cuando se inició el proyecto —allá en 2012—, el [precio del] petróleo todavía estaba alto y había que ilusionar a la población frente a las primaveras árabes”, admite uno de esos funcionarios, que prefiere no ser identificado. “Ahora es un gasto excesivo —se calcula que la mezquita costará unos 1.100 millones de euros— cuyas consecuencias son una incógnita”, como todo el futuro del país, argumenta.

Argelia es el único Estado árabe —junto a Marruecos— que aparentemente salió indemne de la sacudida de conciencias que supuso la Revolución de los jazmines en el vecino Túnez. Poco antes de que la llama de indignación popular  se propalara por el norte de África e incendiara Oriente Medio, el Gobierno argelino recurrió tanto a la represión como a su entonces boyante tesoro para comprar, como coinciden en apuntar los analistas locales e internacionales, la paz social. En aquellos convulsos días el precio del barril de petróleo miraba hacia la cota de los 100 euros y Argelia ni siquiera se planteaba la opción de estrenar algunos de los yacimientos que tenía en barbecho. Aumentó los salarios de los funcionarios públicos —que suponen la mayor fuerza laboral del país— e intensificó la tradicional política de subsidios estatales a servicios básicos, gasto que según diferentes organizaciones internacionales supone cerca del 22% del producto interior bruto.

El reverso de la moneda

Un lustro después, el escenario ha sufrido una peligrosa mutación. El precio del crudo se ha desplomado hasta la cota de la treintena de euros por barril y aunque se recupera con lentitud, pocos esperan que retome, a corto plazo, la senda que discurre por encima de los 50 euros. Un drama en términos económicos para un país petro-dependiente en el que las energías fósiles suponen el 60% del PIB y el 97% de sus exportaciones. Según cifras oficiales, Argelia poseía a comienzos de 2015 una reserva en divisas por valor de 143.000 millones de dolares. Mantener su actual modelo económico le ha supuesto ver reducida ese cifra en unos 35.000 millones solo en los últimos 12 meses. “Argelia debe acometer reformas económicas estructurales, incluso si los precios del petróleo vuelven a subir. Debe ajustar el sistema de subsidios, que en la actualidad es insostenible”, explicaba el pasado abril a un medio británico Abdelatif Benachenhou, asesor económico de la Presidencia y exministro de Finanzas. Hacerlo sin que suponga una fractura social es el quebradero de la actual cúpula dirigente.

A principios de este año optó por emprender una estrategia conservadora que ha sido tildada de insuficiente. Primero, rompió el tabú que envolvía a los carburantes y subió el precio por vez primera en una década. Después, recortó algunas ayudas estatales y a principios de abril cruzó un tercer rubicón al aceptar una de las recetas más controvertidas del FMI, emitir deuda. Aunque lo hizo a su manera: limitando la venta al mercado interno. Además, en los últimos meses ha activado un plan para explotar nuevas vetas de petróleo y gas —la idea de usar el fracking desencadenó el pasado año intensas protestas populares en el sur— y expresado su intención de dinamizar el turismo y otras industrias locales para tratar de aliviar la onerosa factura que supone la importación de todo tipo de bienes de consumo.

El abisal calado de la crisis petrólera ha obligado, además, a cancelar algunos grandes proyectos de infraestructuras anunciados cuando se prolongaba la sombra de la revolución y el hartazgo. Los más grandes siguen, no obstante, bajo tutela de China, país que ha devenido en uno de los principales socios comerciales de Argel, en franca competencia con otros tradicionales como Rusia, Francia o España. Aparte de la gran mezquita inspirada por el propio Bouteflika, empresas ligadas a Pekín levantan la nueva terminal del aeropuerto de la capital, entre otros complejos. “Es mejor tener inversión extranjera directa que pedir deuda externa”, recomienda Benachenhou. Ahí, sin embargo, Argelia topa con otra roca: la lista de percepción de la corrupción publicada en 2015 por la organización Transparencia Internacional situaba al país norteafricano en el puesto 88 de 167. El boletín del Banco Mundial sobre negocios de 2016 es aún más elocuente: Argelia aparece en el lugar 163 de 189 estados.

Intrigas en palacio

Al evidente riesgo económico se suma la profunda incertidumbre política de un régimen agotado y en transformación, lastrado por las dudas en torno a la salud del presidente, en el poder desde 1999, y las intrigas palaciegas por su herencia. Hospitalizado por vez primera en 2005 a causa de una úlcera gástrica, su salud se ha ido deteriorando poco a poco desde entonces sin que su poder parezca haber sufrido. Al contrario, los últimos acontecimientos políticos proyectan una percepción de control y fortaleza en su entorno. Único presidente norteafricano que regateó el azote de las primaveras árabes, en 2013 hubo de ser ingresado de nuevo y pasó cerca de cuatro meses en una clínica privada de Francia. Ello no evitó que consiguiera forzar una enmienda de la Constitución para acceder a un tercer mandato. Sin apenas presencia física en la campaña electoral, ganó con suficiencia las elecciones en abril del año siguiente en un proceso que la oposición tachó de amañado. Esa fue la última vez que los argelinos le vieron abiertamente: sentado en una silla de ruedas, sonriente, depositando el voto. Desde entonces, las únicas imágenes públicas proceden de la prensa estatal.

El mes pasado, una foto no filtrada difundida a través de Twitter por el primer ministro francés, Manuel Valls, en la que se percibía a un Bouteflika desorientado, con la mirada perdida y la boca abierta, alimentó las especulaciones y desató la ira de la cúpula argelina. Amar Saadani, secretario general del Frente de Liberación Nacional (FLN), el partido del presidente, advirtió al jefe del Gobierno francés que “una foto no cambia presidentes” y sugirió que Valls la había difundido “porque no consiguió lo que venía a buscar” a Argelia. 

“En realidad, Bouteflika ha usado todo este tiempo para consolidar su poder”, opina el catedrático y analista Yahia H. Zoubir. Autor del aplaudido libro North African Politics: Change and Continuity (Routledge, 2016), Zoubir destaca el inusitado cese el pasado septiembre del poderoso jefe de los Servicios Secretos argelinos, el general Mohamad Mediene “Tawfik”, verdadero poder en la sombra en los 25 años que disfrutó del puesto y que durante mucho tiempo se perfiló como su sucesor. A ese puesto parece aspirar hoy el exministro de Energía, Chakib Khelil, rehabilitado tras años lejos del país por un escándalo de corrupción, por encima de otros nombres igualmente controvertidos como el influyente hermano del presidente, Said Bouteflika.

La explotación de las energías fósiles supone cerca del 60% del PIB y el 97% de las exportaciones argelinas

“Los Bouteflika han logrado forzar esos cambios aprovechando las divisiones dentro del Ejército sobre el papel de los servicios de inteligencia y el liderazgo de las Fuerzas Armadas”, asegura Zoubir. “El régimen argumenta que la reestructuración de los servicios secretos y del Ejército es prueba de que el Estado está comprometido con las reformas... pero sus declaraciones hacen dudar”, agrega en referencia a medidas como la reciente enmienda a la Constitución. Una promesa que el presidente hizo en 2011, en plena efervescencia revolucionaria, y que solo este año comenzó a implantar en medio de fuertes críticas. Aparte de volver a reducir a dos el número de mandatos y elevar el bereber al rango de lengua oficial, poco más ha cambiado: la jefatura del Estado mantiene prerrogativas como la de cesar a discrecionalidad al jefe del gobierno, y se reserva espacio suficiente para controlar  la nueva Dirección de Servicios de Seguridad, creada tras desmantelar la red del general “Tawfik”.

La supuesta ampliación de la libertad de prensa quedó en entredicho con la detención de de seis miembros de la Liga Argelina de los Derechos Humanos en los días en que se presentó la esperada reforma constitucional. “La verdadera cuestión a día de hoy es quién sucederá a Bouteflika. Los rumores abundan, pero dada la opacidad del régimen, no parece sabio hacer predicciones”, advierte Zoubeir. “Parece como si los diferentes grupos que luchan en las alturas del poder trataran de lograr un consenso para elegir a uno que se adecue a los intereses que han acumulado durante la era Bouteflika”, concluye.

El despertar yihadista

El tercer pilar que amenaza la aparente estabilidad de un país que proporciona a España el 54% de sus necesidades de gas es el despertar del yihadismo. Desde que en 2013 un comando afín a la Organización de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) asaltara y causara una matanza en el yacimiento de In Amenas, próximo a la frontera con Túnez, el ejército argelino ha matado a casi un centenar de presuntos yihadistas, detenido a algunos cientos más y desmantelado numerosas células, varias de ellas lideradas por hombres que se sumaron a los movimientos radicales armados en la trágica década de los 90.

Y no solo en las áreas de la frontera este y sur, a las que se ha visto obligado a desplazar unos 75.000 soldados, también en zonas próximas a Argel como Bumerdés o Tizi Uzu, capital de la Cabilia. En diciembre de 2014, las Fuerzas Armadas anunciaron la muerte de Abdelmalek Gouri, ex número dos de AQMI y fundador del grupo Jund al Khilafa, marca de Estado Islámico en Argelia. El grupo, aparentemente desmantelado cinco meses después, había reivindicado el secuestro y asesinato del empresario francés Herve Gourdel. “Bouteflika es el hombre que pacificó el país”, recuerda un diplomático europeo en la región. “La cuestión ahora es saber si el día que no esté los radicales respetarán la tregua con el Estado o entenderán que fue un pacto personal”, conjetura. Más allá de las cábalas, este repunte parece, no obstante, más vinculado a la inestabilidad regional que al resurgir de una guerra que dejó una herida demasiado honda, aún viva en la memoria colectiva.

Argelia es un país grande, con vastos recursos petroleros, apetitoso para los apóstoles de la intransigencia en caso de que finalmente sean expulsados de la también cresa Libia y el poco atractivo —desde el punto de vista económico— Túnez. Y está flanqueado por naciones con alto potencial desestabilizador como Malí o Níger.

En este sentido, el Gobierno parece haber dado también un giro en su política exterior. Aunque se opone a esa intervención militar en Libia que seduce a muchos gobiernos europeos, apuesta por una colaboración inteligente con los vecinos del norte, como ocurrió durante la intervención francesa en la citada Malí, y con EE.UU., al que se ha ido acercando sigilosamente en los últimos años. Igualmente, confía en que la gran mezquita, que albergará una biblioteca con cientos de miles de volúmenes, sirva para “difundir la verdadera imagen del Islam” y neutralizar el fanatismo de raíz wahabí-saudí. Aunque otras voces prefieren tornar la mirada hacia el poniente e introducir un termino clásico de la lengua italiana, el campanilismo. Y es el que el minarete más alto del mundo descolla todavía en el rival Marruecos.