19/4/2024
Internacional

Brasil: ‘saudades’ de la época dorada

Desgastada por la crisis y acorralada por la oposición, Rousseff maniobra para frenar su impugnación en el Congreso

Luis Tejero - 23/10/2015 - Número 6
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Brasil: ‘saudades’ de la época dorada
Dilma Rousseff junto a la antorcha olímpica de los Juegos Olímpicos de Río 2016. Buda Mendes / Getty Images
Hubo un tiempo en el que todo eran noticias positivas para Brasil. Una época en la que cogió carrerilla, superó a Reino Unido y se convirtió en la sexta economía mundial. Unos años en los que el eterno país del futuro sintió que podía convertirse, al fin, en el gigante del presente.

“Brasil vive un momento mágico”, se enorgulleció Luiz Inácio Lula da Silva en abril de 2008, nada más enterarse de que la agencia estadounidense Standard & Poor’s había elevado la calificación de crédito del país sudamericano. “Acabamos de recibir la noticia de que Brasil ha pasado a ser investment grade [grado de inversión]. Yo ni siquiera sé decir bien la palabra —bromeó el entonces presidente—, pero si lo traducimos a un lenguaje que los brasileños entienden, Brasil ha sido declarado un país serio”.

“Brasil se ha ganado definitivamente su ciudadanía internacional. No somos de segunda clase, somos de primera clase”, reivindicó al año siguiente el carismático mandatario mientras celebraba la victoria de Río de Janeiro sobre Madrid, Tokio y Chicago en la disputada carrera para acoger los Juegos Olímpicos de 2016. Un nuevo motivo de orgullo para el país, que sumaba ese reconocimiento a su elección como sede del Mundial de Fútbol en 2014.

“Brasil despega”, resumió poco después la portada de la revista The Economist, junto a un Cristo Redentor que efectivamente despegaba de la cima del Corcovado como si fuera una nave partiendo de Cabo Cañaveral.
En aquella etapa dorada, incluso Barack Obama reconocía públicamente a Lula da Silva como “el político más popular de la Tierra”. Y no era para menos: cuando concluyó su segundo mandato en diciembre de 2010, el antiguo líder sindical y fundador del Partido de los Trabajadores (PT) tenía una aprobación del 83%. Es decir, 8 de cada 10 brasileños valoraban su gestión como buena o muy buena y solo un 4% se atrevía a decir que lo había hecho mal o muy mal.

Casi cinco años después de aquel “momento mágico” solo quedan saudades. Si en 2010 el PIB brasileño avanzaba al 7,5% en pleno auge del precio de las materias primas, para 2015 se prevé una caída en torno al 3%, lo que supondría el peor resultado desde 1990.

Y si en la era Lula más del 80% de los ciudadanos aplaudían la labor del Ejecutivo, hoy su heredera, Dilma Rousseff, tiene dificultades para mantener los dos dígitos en esas encuestas. El panorama es tan negativo que hace unos días, cuando la popularidad de la presidenta pasó del 9% al 10%, el líder del Gobierno en la Cámara de los Diputados, José Guimarães, no dudó en celebrarlo con euforia en Twitter: “¡Sube la aprobación del Gobierno Dilma! ¡Si sumamos los ‘muy bien’ y ‘regular’, tenemos un 30% de aprobación!”.

Claro que olvidó decir que un 69% considera la gestión de Dilma como mala o muy mala, lo que la convierte en la mandataria con mayor rechazo popular desde el fin de la dictadura y la redemocratización del país en la década de los 80.

Desgaste acelerado

Justo hace un año, el 26 de octubre de 2014, Dilma fue reelegida para un segundo mandato —el cuarto consecutivo del PT— con un 51% de los votos. Desde entonces, cientos de miles de manifestantes han salido a las calles en marzo, abril y agosto para pedir su renuncia y un 66% de los brasileños dice apoyar la apertura de un proceso de impugnación para apartarla del Palacio de Planalto, según un sondeo reciente del instituto Datafolha.

Aunque gran parte de esos manifestantes votaron en las pasadas elecciones al candidato de la oposición, Aécio Neves, el descontento hacia la izquierdista Dilma Rousseff no se limita a los brasileños blancos, ricos y con estudios superiores. Entre los electores con menor nivel de escolaridad, aquellos que solían apoyar mayoritariamente al PT, la presidenta apenas llega a un 17% de aprobación.

Desgastada por la crisis económica, acorralada por los opositores y sin apoyo suficiente entre sus propias bases, Dilma se ha visto obligada a remodelar su gabinete para distribuir cargos a sus partidos aliados a cambio de “buscar una mayoría que amplíe la gobernabilidad”. En otras palabras: asegurarse los votos que le permitan frenar una eventual impugnación en el Congreso.

La reforma ministerial, esperada desde agosto y finalmente anunciada hace tres semanas, refleja la renovada influencia de Lula en su sucesora. Tras una temporada de evidente distanciamiento entre ambos líderes, la presión del expresidente ha llevado a la sustitución del dilmista Aloizio Mercadante por el lulista Jaques Wagner al frente de la Casa Civil.

Además, Ricardo Berzoini, ministro y presidente del PT en tiempos de Lula, ha asumido la recién creada Secretaría del Gobierno para encargarse de lo que en Brasil se conoce como “articulación política”, es decir, las relaciones con el Congreso, los partidos políticos, la sociedad, los gobernadores y los alcaldes.

En manos de un partido ajeno

El nuevo reparto de la Explanada de los Ministerios en Brasilia también revela el peso cada vez mayor del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), de ideología pragmática con tendencia calculadamente centrista, en perjuicio del PT. Si en enero los petistas controlaban 13 carteras, ahora deben conformarse con nueve. En cambio, los peemedebistas han pasado de seis a siete, entre ellas la de mayor presupuesto: Sanidad.
“Dilma se ha rendido, en un pragmatismo tardío y melancólico, a la condición de rehén del PMDB”, criticaba en su editorial el periódico Folha de S. Paulo.

Pero ese pragmatismo tiene una explicación. La presidenta, una exguerrillera que sufrió torturas durante la dictadura militar en los años 70, no tiene ninguna intención de claudicar ahora ante quienes exigen su destitución. Y la única forma de garantizar su supervivencia política es conceder mayor relevancia al partido de su vicepresidente, Michel Temer, capaz de inclinar la balanza en las votaciones decisivas tanto en el Senado como en la Cámara de los Diputados.

Sucede que al PMDB también pertenecen los presidentes del Senado y de la Cámara de los Diputados, ambos sospechosos de corrupción. Sus nombres figuran en la lista de decenas de políticos y empresarios que están siendo investigados por un escándalo de proporciones gigantescas en Petrobras, la compañía que antes enorgullecía y ahora avergüenza a los brasileños. Concretamente, al presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, acaban de descubrirle en Suiza varias cuentas secretas en las que recibió depósitos por un valor superior a cuatro millones de euros.

“La corrupción en Brasil es endémica y está en proceso de metástasis”, advirtió hace unas semanas Athayde Ribeiro Costa, procurador del Ministerio Público Federal. Incluso Lula, antes idolatrado y considerado intocable por buena parte de sus compatriotas, está en el punto de mira de la justicia por presunto tráfico de influencias y otras irregularidades supuestamente ocurridas bajo su mandato.

En definitiva, los interminables escándalos de otras épocas se suman a los actuales y nada de eso contribuye a aliviar la crisis económica. Ya en 2013, cuatro años después de su famosa portada protagonizada por el Cristo Redentor, The Economist se preguntaba si el mayor país de América Latina había echado a perder aquel “momento mágico” del que habló Lula.

Ajuste fiscal

Los temores se confirmaron simbólicamente a mediados de septiembre, cuando Standard & Poor’s anunció que se disponía a retirar a Brasil el grado de inversión. Y el expresidente, que en su día celebró el ascenso al selecto club de los “países serios”, en esta ocasión prefirió desdeñar la decisión de la agencia de calificación de riesgo. “No significa nada”, afirmó desde Buenos Aires.

Las previsiones de los economistas no dejan de empeorar semana tras semana. Si en junio pensaban que el PIB caería este año poco más del 1%, ahora sus cálculos se aproximan al 3%. Y para 2016 los expertos consultados por el Banco Central ya esperan una nueva contracción del 1,2%. Mientras tanto, la moneda brasileña continúa en caída libre. El real, que en tiempos de Lula (2003-2010) duplicó su valor respecto al dólar, ya ha perdido alrededor del 60% desde que Dilma asumió el poder en 2011.

En medio de este tsunami de noticias negativas, tampoco parece que la reciente reforma del Gobierno vaya a resolver el problema apuntado por Standard & Poor’s como una de sus principales razones para rebajar la nota crediticia de Brasil: la “falta de cohesión” en el equipo económico de Dilma y sus discrepancias en torno a la necesidad de un ajuste fiscal.

Es decir, los inversores no saben quién está realmente al mando del gigante sudamericano. ¿Tiene el control el ministro de Hacienda, Joaquim Levy, educado en la liberal escuela de Chicago y apodado Manostijeras por su propensión a los recortes, o por el contrario lleva las riendas el ministro de Planificación, Nelson Barbosa, de formación más heterodoxa? La presidenta dice que escucha a ambos. “Prefiero el camino del medio”, declaró en una entrevista a Valor Econômico.

Motivos para la esperanza

Lo único seguro es que Brasil ya ha dado por cerrada una exitosa época cuyos cimientos comenzó a poner Fernando Henrique Cardoso, con su Plan Real en la década de los 90, y que alcanzó su auge entre los últimos años de Lula y los inicios de Dilma. Entre las explicaciones más extendidas para ese cambio de tendencia se encuentra la desaceleración de China desde hace meses. Del mismo modo que el aumento de la demanda china de soja, hierro o petróleo contribuyó a impulsar el PIB brasileño durante la década pasada, ahora la caída de los precios de las materias primas está empeorando la crisis en América Latina. En tiempos de Lula se duplicaron, pero desde 2010 hasta mediados de este año los precios ya se han desplomado un 20%.

Pese a todo, asoman algunos rayos de esperanza. Para empezar, millones de brasileños han salido de la pobreza durante la última década, en buena parte gracias a los programas sociales, y no hay razones para pensar que esos avances vayan a perderse tan rápidamente por culpa de la crisis.

También es cierto que el desempleo ha aumentado en los últimos meses, pero la situación no es comparable a la de España y otros países del sur de Europa. Por el momento el índice se mantiene en niveles moderados (8,6%) y en ciudades como Río de Janeiro aún es posible conseguir un puesto de trabajo estable en cuestión de pocas semanas.
Por último, las instituciones judiciales están demostrando solidez frente a los escándalos y la sociedad brasileña está desarrollando una creciente intolerancia hacia el despilfarro y la corrupción, después de décadas en las que una parte del electorado se conformaba con que sus políticos, además de desvalijar los cofres públicos, al menos cumplieran algo de lo que prometían. Así rezaba un viejo eslogan de campaña: “Roba, pero hace”.

Aterrizaje forzoso

Luis Tejero
En 2009 la revista The Economist anunciaba en portada el “despegue” de la economía brasileña. Apenas cuatro años después  se preguntaba si el mayor país de América Latina había echado a perder aquel “momento mágico” del que habló Lula.