El aburrimiento de la técnica
Pero la política no es eso y, al mismo tiempo, tiende a ocultar que la moral en realidad es una parte relativamente pequeña de su actividad cotidiana. Lo que subyace bajo la muy estética lucha entre ángeles y demonios son una cantidad de problemas técnicos que la ciudadanía nunca llega a conocer, sea porque se la ocultan o porque prefiere no verla. Hacer una ley de carácter social que funcione o reformar bien una institución son asuntos increíblemente complejos (en un gobierno en minoría como el que probablemente nos espera, casi imposibles) que los ciudadanos esperamos que se resuelvan porque depositamos nuestra confianza en expertos afines ideológicamente a nosotros a los que creemos capaces de gestionar tanta complejidad. Tiene algo de salto de fe.
Sin embargo, vivimos una era de hipermoralidad: la política se presenta a sí misma como un asunto de buenos contra malos, que a veces son los nuevos contra los viejos, y el fantasma que recorre Europa es el del descrédito de los expertos, que ya no solo parecen a muchos votantes simples burócratas, sino gente que utiliza sus conocimientos específicos para desatar el mal. Con todo, quienes abusan de esta explotación moralista de la política suelen tener problemas no ya cuando alcanzan el poder, sino cuando se integran en las muy tecnificadas instituciones: descubren que no basta con ser bueno, sino que hay que interiorizar las reglas, hay que aprender a negociar y los triunfos ya no se contabilizan en retuits sino en logros tangibles. Luego, si todo va bien y las instituciones son fuertes, asumen el aburrimiento de la técnica. Y eso es bueno.