11/10/2024
Libros

Exploradores. Malditas tierras africanas

Hasta bien entrado el siglo XVII, África fue un búnker impenetrable y una incógnita sugestiva pero fatal

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Exploradores. Malditas tierras africanas
Vista de la ciudad de Mina y del campamento de Alí Bey a su regreso del monte Arafat. Biblioteca Nacional

Paul Bowles escribió en sus diarios que el tema de los mejores libros de viajes es el conflicto entre el escritor y el lugar. Prueba de ello fueron las expediciones geográficas que tuvieron lugar en la época de las exploraciones europeas al interior del continente negro (en los siglos XVIII y XIX), cuando la necesidad de nuevas rutas comerciales reclamó la atención de las potencias europeas y España tuvo una oportunidad de expandirse en el norte africano para mejorar su imagen en el exterior tras las guerras carlistas. Se sabe de los viajes de David Livingstone, que en sus avatares como misionero por el sur de África descubrió las cataratas Victoria; de Richard Burton, primer europeo en penetrar la inhóspita Harar Jugol, la ciudad fortificada del islam, capital de Etiopía; de Paul Du Chaillu, primer occidental en ver gorilas en su hábitat natural y confirmar la existencia de pigmeos en las selvas; del español Pedro Páez, el primero en descubrir las fuentes del Nilo Azul (España no ha defendido este hito geográfico frente a la historiografía internacional, que atribuye el hallazgo al escocés James Bruce, que las redescubrió 152 años después); del vasco Manuel Iradier, cuyas expediciones sirvieron para lograr la anexión a España de lo que hoy es la República de Guinea Ecuatorial; de Verney Lovett Cameron, primer blanco en cruzar el África ecuatorial y descubrir el lago Tanganica y el nacimiento del río Zambeze…

Un largo etcétera de exploraciones históricas que no garantizaban el regreso y la fama de quienes se embarcaban en ellas, pero que simbolizaban la culminación del anhelo fáustico por la aventura, la curiosidad intelectual, la urgencia imperial de ampliación política de los dominios de un país y el deseo de superar un reto personal. De nuevo se trata del lugar como conflicto y motor humano, pues los descubrimientos geográficos, logros que llevaron al hombre a descubrir remotas extensiones de tierra primigenia y catapultaron a un selecto club de buscavidas y aventureros a lugares inciertos, han transformado la percepción que en Europa se ha tenido del mundo. África, sin embargo, fue hasta bien entrado el siglo XVII un espacio en blanco en todos los mapas, un búnker impenetrable de arena y roca y una incógnita tan sugestiva como fatal. ¿Por qué fue el último continente en ser explorado por los europeos?

En un principio, la exploración de África resultó una hazaña que los antiguos griegos, árabes y fenicios habían intentado sin éxito desde el siglo XII a. C. Los primeros registros que se conservan del interior del territorio pertenecen a Herodoto, que recogió datos sobre Egipto. Después, entre los siglos XV y XVII d. C., mientras las nuevas exploraciones realizadas en América y el Pacífico se iban incorporando a la cartografía del “mundo conocido” por los europeos, África continuó siendo la región que mayor fabulación suscitaba, pues las barreras geográficas y el clima extremo fueron hasta los siglos XVIII y XIX una muralla infranqueable. Las cartas náuticas portuguesas y los primeros asentamientos europeos en costas africanas trazaron el contorno oculto de un continente de cuyo interior nadie sabía nada. O peor aún: por lo poco que se conocía, cualquier tentativa expedicionaria parecía insuficiente para penetrar con éxito semejante extensión de tierra ignota. Las rutas al interior fueron imposibles hasta que todo cambió gracias a la época del imperialismo colonial. África se convirtió, como señalaba en 1950 el historiador Julio Romano, del Instituto de Estudios Africanos, en “el teatro predilecto del apetito europeo”.

Sus costas impiden la navegación a grandes distancias y su geografía es difícil de transitar

En realidad, a excepción de comerciantes árabes y algunos viajeros, los europeos dejaron África para el final porque es una superficie colosal rodeada de costas situadas a sotavento que impiden la navegación a grandes distancias. Gran parte de su geografía es complicada de transitar por hallarse rodeada de desiertos y selvas. Algunos ríos tienen un largo recorrido, pero únicamente el Níger es en parte navegable. El relieve obliga a los ríos a serpentear y los corta en cascadas y cataratas. Ningún imperio logró unificar semejante extensión de tierra y ni siquiera las civilizaciones del África occidental y de Etiopía entraron en contacto. Además, la tecnología anterior al siglo XVIII no garantizaba soluciones a problemas como la malaria, la complejidad del terreno y el transporte, la logística de una expedición o la vestimenta del expedicionario.

En 1800 la costa del norte de África estaba consolidada por los reinos musulmanes y el temido imperio turco, en tanto que las del medio sur apenas contaban con una aislada presencia portuguesa y en el extremo sur solo se hallaba la colonia holandesa de Ciudad el Cabo. Gracias al apoyo económico de las principales potencias comenzaron a financiarse expediciones que culminaron en el reconocimiento cartográfico del continente. En 1835 los europeos finalmente habían trazado mapas de la mayor parte del noroeste africano.

Españoles pioneros

La historia de las primeras aventuras españolas en África no es reciente. Comenzó con los viajes historiográficos que en la antigüedad y el medievo efectuaron aventureros hispanos por África y Asia. Una de las primeras ocurrió en el siglo V a. C., con el viaje del rey cartaginés Hanón el Navegante, que realizó la primera exploración naval de la costa atlántica africana. Más tarde, en el año 128 de nuestra era, el emperador Adriano, nacido en la península ibérica, recorrió en campaña militar el agitado norte de África, las tierras de Numidia y Mauritania. En el siglo XII el geógrafo y viajero hispano-árabe Al Idrisi, imprescindible cartógrafo medieval, ceutí de nacimiento pero formado en Córdoba, fue el primero en describir la ciudad perdida de Ghana, próxima a la actual Tombuctú, hoy capital de Mali, siete siglos antes de que Rene A. Caillé lograra en 1826 alcanzar el mismo emplazamiento remontando el curso del Níger. En el siglo XII, Benjamín de Tudela, un judío navarro, logró entrar en China antes de que lo hiciera Marco Polo, atravesando en su periplo parte del norte africano en un recorrido etnográfico, que le llevó casi 22 años, por las naciones del mundo occidental cristiano y el oriente islámico. Otro intelectual andalusí, Ibn Yuzayy, nacido en Granada en el siglo XIII, escribió las primeras crónicas de los viajes que hizo Ibn Battuta, probablemente el viajero medieval más importante, por el oeste, centro y norte de África. Otro andalusí ilustre, León el Africano, fabuloso viajero y aventurero, fue el responsable de hacer una precisa descripción de África que contenía el primer testimonio que se conserva sobre las tierras de Sudán. Durante años no hubo en Europa descripción de los territorios norteafricanos más usada. O el almeriense Yuder Pachá, que en 1591 conquistó Tombuctú al mando de un ejército de cinco mil hombres enviados por el sultán de Marruecos.

El descubridor de las fuentes del Nilo Azul no fue James Bruce, sino un misionero jesuita español

Por último, conviene recordar de nuevo que el descubridor de las fuentes del Nilo Azul no fue el escocés James Bruce en 1770, sino un misionero jesuita español, Pedro Páez Jaramillo, que el 21 de abril de 1613 alcanzó el sur del lago Tana, en Etiopía. Fue el primer europeo en probar y describir el café, dando testimonio del más importante afluente del Nilo. En su Historia de Etiopía era consciente de la universalidad de un descubrimiento que dos siglos después situó África en el espacio que todos los exploradores querían recorrer: “Confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el rey Ciro y su hijo Cambises, Alejandro Magno y el famoso Julio César”. Dios, el diablo y la aventura, del escritor, viajero y apasionado africanista Javier Reverte, es la fascinante biografía de este gran olvidado de la historia de España.

La época dorada

En 1884 la Conferencia de Berlín solucionó de un plumazo los problemas que planteaba la expansión colonial en África y aseguró el reparto del continente. Solo Etiopía y Liberia conservaron su derecho a preservar su independencia, y España fue uno de los 14 países firmantes. De todo ello surgió el mapa de los territorios coloniales españoles, el África española, cuya demarcación geográfica debe agradecerse a las aportaciones de las expediciones organizadas por la Real Sociedad Geográfica Española, impulsora de importantes proyectos durante el último tercio del siglo XIX y, principalmente, al talento genial de un grupo heterodoxo de exploradores españoles, olvidados e ilustres, que llevaron a cabo viajes de aventura y exploración científica, expediciones militares y viajes de espionaje. Su historia, sin embargo, tiene tintes de fatalidad.

El precursor del interés por África en España es Domingo Badía y Leblich (1767 - 1818), más conocido como Alí Bey, seguramente el primer español no musulmán en llegar a La Meca y fijar su emplazamiento geográfico, como reconocería después el explorador inglés Richard Burton. Su historia es digna de novela. En 1803, Manuel Godoy, a las órdenes de Carlos IV, le encargó un arriesgado viaje por tierras musulmanas, que llevó a cabo camuflado como príncipe sirio musulmán descendiente de abasíes, educado en Europa y bajo el nombre ficticio de Alí Bey el Abbasí. Su viaje lo llevó por Argelia, Marruecos, Libia y varias zonas del imperio otomano, visitando lugares en los que jamás había puesto el pie un occidental. Cuando volvió a Europa se presentó al mismísimo Napoleón Bonaparte para ofrecerle sus servicios.

Junto a Alí Bey, dos exploradores más forman la tríada clásica de viajeros españoles románticos. Uno es Joaquín Gatell (1826 - 1879), conocido en sus viajes como Caid Ismail, que abandonó su carrera académica para viajar como agente y espía al servicio del general Prim y del gobierno español en Argelia, Marruecos y Túnez. Fue un notable escritor, como demuestran su Viajes por Marruecos y el interesante Manual del viajero explorador por África. El tercero del grupo, José María de Murga (1827 - 1876), era comandante militar, pero abandonó la armada para irse a Marruecos y expandir su ansia de aventura. Haciéndose llamar Mohamed el Bagdadi viajó por el Magreb, donde trabajó como mercader, cuentacuentos, sacamuelas, peregrino y mendigo, oficios que le permitieron conocer la vida cotidiana de los magrebíes. Regresó a España por culpa de unas fiebres, y murió poco después cuando iba a realizar su tercer viaje a Marruecos. Los tres exploradores trabajaron como espías, hablaron árabe, hicieron uso del camuflaje para acceder adonde estaba prohibido y escribieron libros.

En el siglo XIX se abandonó la improvisación de la aventura individual y se incorporaron a la exploración española el cientificismo y la expedición técnica. Uno de los hombres más preparados fue Cristóbal Benítez González (1856 - ¿1924?), que en 1879, gracias a su conocimiento del árabe, ayudó al austríaco Oskar Lenz a cruzar el desierto del Sáhara para alcanzar Tombuctú, y fue uno de los primeros europeos en visitar la “ciudad prohibida”. Más éxito tuvo el zaragozano Emilio Bonelli (1854 - 1926), el hombre que alcanzó el Sáhara occidental en una expedición que costó menos de 10.000 pesetas. Militar de carrera, su figura ostenta un lugar relevante en la historia moderna de la presencia española en África. El 4 de noviembre de 1884 logró izar por primera vez la bandera española en la península de Río de Oro.

Manuel Iradier. SOCIEDAD GEOGRÁFICA ESPAÑOLA

Mucho más recordada es la figura del vasco Manuel Iradier (1854 - 1911), el “Stanley español” descubridor de Guinea Ecuatorial. Sus dos expediciones al África ecuatorial (1866 y 1877) son los hitos geográficos de mayor relevancia que haya realizado un español al interior del África subsahariana, cuya repercusión fue la realización de estudios geográficos, etnológicos, biológicos y lingüísticos. A él se debe el origen de la actual Guinea Ecuatorial. Africanista, inventor y escritor, este viajero impulsivo fundó una sociedad viajera para recorrer el continente. Por dificultades económicas, y gracias a que una conversación con el británico Henry Morton Stanley cambió el curso de su vida, Iradier se trasladó con su esposa, su hija y la hermana de la primera a la zona del golfo de Guinea para comprobar que el río Muni no era otro de los grandes ríos africanos, como su embocadura parecía sugerir. Las penalidades del viaje y la malaria minaron la salud de los tres y le costó la vida a su hija. Iradier regresó enfermo a España en 1885, arruinado y sin reconocimiento oficial de sus expediciones.

Hay unas líneas en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, que simbolizan la vocación aventurera tal como la sintió el español Iradier: “Debo decir que de muchacho sentía pasión por los mapas. Podía pasar horas enteras reclinado sobre África y perderme en los proyectos gloriosos de la exploración. En aquella época había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando veía uno en un mapa que me resultaba especialmente atractivo solía poner un dedo encima y decir: cuando crezca iré aquí”.

Cuatro siglos de descubrimientos

Miguel Garrido Muñoz
Exploradores y viajeros por África,
Edición de Eduardo Riestra, Ediciones del Viento, A Coruña, 2016, 688 págs.

Editado este mismo año por Eduardo Riestra, gran conocedor de la narrativa de viajes, Exploradores y viajeros por África recopila en un volumen de casi 700 páginas 40 textos escritos por exploradores que a lo largo de cuatro siglos realizaron fundamentales descubrimientos geográficos por tierras del África negra (no incluye el volumen la zona del Magreb). Escribe Riestra en las notas del editor que “África simboliza como ningún otro continente los sueños de la infancia, la evocación de la aventura, el temor y la atracción del peligro”. Aunque la compilación prescinde de una estructura más original que no sea la estrictamente cronológica, el volumen es una invitación evocadora a la ensoñación del continente más enigmático. Contiene una generosa muestra de los más célebres aventureros, exploradores, descubridores, misioneros y viajeros de la exploración europea, cuyos descubrimientos marcaron hitos geográficos. No se ha desdeñado, por fortuna, la representación española con la inclusión de los relatos de seis españoles singulares. La compilación de la editorial, bellamente ilustrada, abre y se despide, por ejemplo, con los testimonios de dos ilustres cronistas españoles cuyas experiencias y testimonios se distancian entre sí cinco siglos: los descubrimientos del jesuita español Pedro Páez en Etiopía y los Cuadernos africanos, diarios que el gallego Alfonso Armada escribió cuando era corresponsal en África cubriendo para El Paísy ABC los escenarios más dramáticos del continente en la década de los 90. Cerrando el círculo estarían los también españoles José Más, Ramón Tatay, Enrique Meneses y Javier Reverte. Entre medias están los pioneros (el brasileño Francisco de Lacerda), los imprescindibles (David Livingstone, Henry Morton Stanley), los legendarios (Richard Francis Burton, James Bruce), los raros (Paul du Chaillu, Aloysius Horn), mujeres exploradoras, que las hubo (Sheyla MacDonald, Osa Johnson, Karen Blixen y Mary Kingsley), los viajeros literatos (Evelyn Waugh, Paul Theroux, Gerald Durrell, Arthur Rimbaud), el reportaje de denuncia (George Casement y George W. Williams), el documento antropológico (Nigel Barley), el diario personal (Richard Meinertzhagen), la crónica de viaje (André Gide y Ryszard Kapuscinski), las cartas y los apuntes de cuaderno (Alfonso Armada).