La italianización de España
Todo lo que pasa en Italia acaba pasando en España. Italia ha sido fábrica de todo tipo de populismos y el primer país en cuestionar la dicotomía izquierda/derecha
España fue romanizada antes de la era cristiana y ahora se vuelve a hablar de italianización a raíz de los resultados del 20-D, que inauguraron una nueva fase de mayor fragmentación política que ha desembocado en el fracaso para la formación de un gobierno. El año pasado, antes de las elecciones, Felipe González vaticinó las consecuencias de la fragmentación del voto prevista: “Vamos hacia un Parlamento italiano, pero sin italianos que lo gestionen”. Del bipartidismo que funcionaba en España a la perfección desde 1977, se ha pasado al multipartidismo. Pero lo que venía a indicar González es que el sistema italiano es muy distinto.
Los italianos vencen el fatalismo con el hedonismo del que, sin embargo, carecemos los españoles
Italia vive en esta fragmentación desde que en 1992 todo el sistema saltó por los aires por el proceso de Mani Pulite contra la corrupción. Como consecuencia de ello desaparecieron varios de los partidos tradicionales y Silvio Berlusconi consiguió alcanzar el gobierno en 1994. ¿Todo lo que pasa en Italia acaba pasando en España? Como con el resto del sur de Europa, coincidimos con Italia en que su modelo productivo fue demolido por la deslocalización industrial, que el paro desbocado corroe el futuro del ciudadano medio y que allí y aquí se percibe a la Unión Europea como responsable de ese declive. Primero por la globalización industrial de los 80, y segundo por la recesión actual.
Ayudas de la UE
A partir 1985 y tras firmar el tratado de adhesión a la entonces Comunidad Europea, España empezó a recibir del club europeo 230.000 millones de euros brutos en ayudas, pero al iniciarse el nuevo siglo pasó a ser contribuyente neto, es decir, a aportar más de lo que recibe. Ahí comenzó, en parte, el declive y la crisis general.
Italia hace ya muchas décadas que se convirtió en contribuyente neto de la Unión Europea, de ahí también su larga decadencia económica. Ya había recibido muchos millones de liras en subvenciones desde que se fundara la OTAN en 1949 y se convirtiera en beneficiaria del Plan Marshall que propició su milagro económico.
El miedo al triunfo del Partido Comunista (PCI) fue crucial en la política y la economía italianas desde aquellos años y propició el sistema político conocido como conventio ad excludendum. La estrategia consistía en unirse frente al peligro de los que consideraban antisistema, que en Italia estaban representados por el partido comunista que contaba con más seguidores de occidente. La Democracia Cristiana hizo frente común con los socialistas, a los que creía que había que apoyar frente a los comunistas que estaban al servicio de la Unión Soviética.
La judicialización
Italia también vivió unos años de plomo, que en España arreciaron algo más tarde. El nivel de corrupción no dejó de crecer hasta constituir un auténtico estado mafioso en el que políticos y empresarios compadreaban con los capos para sacar tajada hasta del sistema sanitario. Ya hace más de 20 años de todo aquello. Los partidos tradicionales se disolvieron. Porque el sistema judicial italiano, que procesó a 2.500 personas, destapó una extensa red de corrupción en la que estaban implicados importantes empresarios y los principales partidos. La Tangentopoli causó un gran escándalo en la opinión pública y una enorme crisis institucional.
Aunque fuera efímero, ese colapso del sistema corrupto se produjo gracias a un proceso de judicialización política. En España todavía se está en la fase previa, la politización de la justicia. En Italia ese fue el único momento histórico en el que los ciudadanos confiaron en la justicia y en el Estado. Aquellos gobiernos de transición redactaron una nueva ley electoral, que hizo sucumbir al centroderecha y al centroizquierda y que dio paso a nuevos candidatos, como el líder independentista Umberto Bossi, de la Liga Norte, y el empresario de televisión Silvio Berlusconi, de Forza Italia. Tras la tempestad vino el nuevo populismo y su paradigma fue Berlusconi, que enarboló la bandera de la ruptura con el pasado y la crítica a las instituciones corruptas para que nada cambiara tampoco durante una década de gobierno.
En España, después de que la derecha haya practicado su más descarnada política, después de una legislatura abonada de escándalos de corrupción, la fuerza mayoritaria sigue siendo la misma. Y el tancredismo de esta legislatura fracasada de cuatro meses parece ser su opción favorita.
El fatalismo melancólico
Italia ha sido siempre un estado vértice para Europa. En unos aspectos vanguardista y en otros enormemente anacrónico. Uno de los países más innovadores y a la vez el garaje o trastero donde se ensayaban los experimentos. Por eso Italia está de vuelta cuando nosotros empezamos a ir. Su filosofía es contagiosa: un fatalismo melancólico lo recorre siempre. De ahí su pesimismo atroz, que los italianos vencen a fuerza de su segundo instinto: el hedonismo. A los españoles también nos sobra el primero, pero carecemos del segundo.
Italia es un país neurasténico, donde su potente sociedad civil se sobrepone sin cesar a las crisis permanentes y a las sucesivas castas políticas. Llevan décadas gobernados sin complejos por administraciones que duran menos de 12 meses. La consecuencia de la fragmentación política de su sistema proporcional son grescas como las de una reunión de comunidad de vecinos. Pero esa costumbre ha propiciado una facilidad para los pactos, que se rompen igualmente con la misma soltura y mucho alboroto para dar paso a los siguientes.
El italiano es más estético que ético, por eso tiene ese afán de agradar y ser el centro de atención de la reunión. El español opta por trabajar en la sombra. El italiano tiene fama de ser romántico y un punto melancólico, por eso arrasaba la canción italiana. En España la intentamos imitar con Pablo Abraira y las canciones de Sergio Dalma, pero nunca alcanzamos la altura de Pepino Di Capri, Mina o Nicola di Bari. Aquí es inimaginable que Totti siga por siempre en la Roma y Pirlo en la Juve, o que Lucio Dalla y Franco Battiato sigan llenando sus conciertos después de 50 años de trayectoria. Tampoco su romanticismo o el amor a la mamma son en España concebibles. Dos fuerzas capaces de doblegar las leyes o modificar la ruta de la línea del autobús para que, con pasajeros dentro, su conductor acuda a recoger a su novia. La familia es el núcleo de raigambre social y detrás de cada familia hay siempre una mamma, y un mammon, el hijo que hace siempre lo que pide la madre, incluso en la gran familia, la cosa nostra.
El populismo
Nadie exporta como Italia sus estándares al mundo. Italia ha sido la fábrica de todo tipo de populismos, que, como las pizzas o la pasta, exportó a Estados Unidos, Argentina y el resto del mundo. En ese enorme plató de grande fratello político que es Italia, la espoleta fue el excómico Beppe Grillo, que consiguió desplazar a Berlusconi del centro de la escena, tras 10 años de intentos fracasados por parte de los viejos líderes de la izquierda. Al final, es el joven narcisista Matteo Renzi, como Berlusconi en su día, quien, encaramado en el bucle, afirma querer modernizar las viejas estructuras del Estado italiano, pero nadie sabe a ciencia cierta si hacia la izquierda o hacia la derecha.
¿Quién no ha percibido que Donald Trump es una versión desarrollada de Silvio Berlusconi?
El fin de la dicotomía entre el bloque de izquierdas y el de derechas que predomina en Europa empezó en Italia, cuando los partidos tradicionales tuvieron que disolverse y comenzaron a surgir fórmulas híbridas que mezclaron sin límites a democristianos progresistas y comunistas revisionistas. La crisis política del centroizquierda italiano es equivalente a la del centroderecha. Y la historia de la sinistra italiana —aquella que fue toda una referencia para la izquierda europea, desde Antonio Gramsci, el gran teórico marxista, a Enrico Berlinguer, el inventor del eurocomunismo— se ha precipitado finalmente por el abismo. El naufragio de la izquierda clásica en Europa puede visualizarse entre dos gags del cine italiano: aquel icónico abrazo que el cómico Roberto Benigni daba al secretario del PCI, Enrico Berlinguer, en el filme de Giuseppe Bertolucci, de 1977, Berlinguer ti voglio bene, y el “¡D’Alema, di algo de izquierdas!” que clamaba Nanni Moretti en su película Abril de 1998, dedicado a un Massimo D’Alema, entonces primer ministro sin ideas, y que la gerontocracia italiana sostuvo hasta hace muy poco. Hoy esa izquierda es una reliquia de panteón que el populismo antipolítico ha despreciado como “los muertos hablantes”.
La Italia creativa experimenta siempre con nuevas fórmulas para llegar al mismo sitio. Derecha e izquierda eran conceptos anticuados para Gianroberto Casaleggio, que hace un mes moría en Milán de enfermedad. Casaleggio era el auténtico líder visionario del Movimiento 5 Estrellas. Su máxima como informático de Olivetti era que cada italiano decidiera en primera persona sobre los asuntos de su vida a través de las redes y sin delegar en nadie. Tras conocer a Grillo en un espectáculo en el que el cómico destruía ordenadores a martillazos, le persuadió de que el futuro de la democracia precisamente pasaba por las computadoras y el ágora electrónica. Los inspiradores de este outsider iban desde el poeta Pier Paolo Pasolini hasta Umberto Bossi, líder de otra fuerza anticasta. Casaleggio, seguidor de san Francisco de Asís, compró un pequeño bosque unos días antes de morir, para resaltar su carácter de lobo solitario. Su desaparición sume en la penumbra el futuro de ese populismo 2.0.
El efecto óptico
El efecto que produce Italia confunde a los españoles: la primera impresión es que Italia se quedó anclada en el pasado y que España la superó, pero eso solo es la ilusión óptica del sorpasso. Italia está ya de vuelta. Todo parece suceder antes allí. El cine popular español estaba inspirado en el realismo italiano y no en el francés, que era demasiado elitista. La televisión en España imitó durante décadas a la italiana, de cuyo talento y economía se proveía. Hemos mencionado la música y podríamos hacerlo con el arte en general. Hasta que en los 90 ese fenómeno fue eclipsado por la cultura y las imágenes del mundo anglosajón, que Italia adoraba desde varias décadas antes. Hasta en eso podemos descubrir la exportación previa de los estándares italianos. ¿Quién no ha percibido que Donald Trump es una versión desarrollada de Berlusconi?