19/4/2024
Análisis

15-M: Cuando la indignación se transformó en esperanza

Aunque el sujeto político de aquel movimiento fue la juventud, logró un impacto sin precedentes en el conjunto de la ciudadanía

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15-M: Cuando la indignación se transformó en esperanza
“Por favor, un topógrafo”. Eran las 10 de la mañana. Los acampados iniciaban la jornada. Como en una ciudad en miniatura empezaban a funcionar los servicios. Los responsables ocupaban sus puestos. La megafonía de la plaza dio el aviso: “Atención, por favor, un topógrafo. Si entre nosotros se encontrara un topógrafo, acuda urgentemente a la caseta de información”. De su trabajo resultó el plano adjunto. La leyenda explicativa del 1 al 46 esclarece el perfil del que se ha denominado 15-M.texto: Miguel Ángel Aguilar
Más que a grandes ideales, la lucha política se acaba reduciendo a emociones humanas. Así lo señala Manuel Castells, el sociólogo que a escala planetaria mejor ha sabido detectar el nuevo modelo de movimientos sociales surgidos en la era de internet. Desde las protestas que se iniciaron en Túnez en diciembre de 2010 y que se difundieron viralmente por todo el mundo árabe, pasando por los WikiLeaks y Anonymous, llegando a Islandia, y poco después circulando de Atenas a Madrid con su #SpanishRevolution, para posteriormente saltar al Occupy Wall Street. Fue precisamente de ahí, del mismo corazón financiero de Nueva York, el lugar desde el cual emergió la agenda política de un viejo socialdemócrata llamado Bernie Sanders, con todos los quebraderos de cabeza que ha dado a la candidata del establishment político Hillary Clinton, en su carrera por la nominación demócrata a la presidencia de Estados Unidos.

Según Castells, profesor de la Universidad de California en Berkeley, todos estos movimientos, que se repiten en contextos tan dispares y cuya emergencia obedece a muy diversas causas, tienen en común, sin embargo, el hecho de que corresponden desde el punto de vista de la estructura comunicativa a ese dominio de las redes sociales de internet en la época actual. Por supuesto, no son movimientos que surgen en las redes, pero sin ellas tales movimientos tendrían otra naturaleza. La posibilidad de hacer circular viralmente la indignación reduce significativamente cualquier opción de control de esos movimientos desde las élites políticas del Estado. La clave, por tanto, es la conectividad. El potencial de las redes no se limita a las sencillas posibilidades de coordinación que estas ofrecen, sino a la información que proporcionan a los individuos sobre el grado de estimación del riesgo que pueden asumir cuando es posible tener un conocimiento real de cuántos serán y qué es lo que van a hacer.

La mecha de la indignación

Las últimas noticias nos llegan desde París, donde parece que el 15-M se instaló como movimiento #NuitDebout el pasado36 de marzo” (5 de abril). Como los revolucionarios franceses, este movimiento también ha querido imponer su propio calendario. Madrid y París preparan juntos las celebraciones del 5º aniversario de aquello que ocurrió espontáneamente, sin que nadie lo esperara. Simplemente se encendió la mecha de la indignación, porque se tomó conciencia de una situación que no gustaba, porque poco a poco se fue identificando a los responsables de esa situación y porque paulatinamente se fue poniendo nombre a las cosas. “No nos representan”, “lo llaman Democracia y no lo es” fueron algunos de los eslóganes de un movimiento que mantuvo una relación especial con la palabra. Quizás porque el sujeto precario central que más contribuyó a dar vida al movimiento lo conformó toda esa generación de jóvenes menores de 30 años, con estudios superiores y sin futuro. Hablamos del segmento con mayor nivel educativo de la historia de nuestro país, que había vivido en primera persona la brecha creada entre las expectativas sociales surgidas con la democracia (“si estudias y te esfuerzas podrás llegar a ser lo que quieras”) y las posibilidades reales de cumplir todas esas expectativas.

Manifestantes del 15-M, contra el levantamiento de la acampada en la Puerta del Sol, en Madrid. PEDRO ARMESTRE / AFP / Getty

La posibilidad de hacer circular viralmente la indignación limita las opciones de control por las élites políticas

Hoy sabemos que el movimiento 15-M, impregnado de esa cultura joven y de una impresionante creatividad que estaba en el centro de las tendencias contraculturales del momento, fue una expresión generacional. Ese es el lugar desde el cual hablamos de una “generación 15-M” que señala a la edad como la variable explicativa más importante en la actualidad con respecto al voto. Nunca como antes el componente generacional había marcado el comportamiento electoral en España, nunca como hasta ahora el voto a los dos grandes partidos tradicionales había envejecido tan rápido y, especialmente, el que corresponde al PP.

Sin embargo, aunque el sujeto político central del movimiento fue la juventud, el 15-M logró un impacto sobre el conjunto de la ciudadanía sin precedentes en la historia de nuestra joven democracia. Según las encuestas, el 81% de la población estaba de acuerdo con las protestas articuladas por los indignados. Apenas un 17% de la población española consideraba que estas reivindicaciones nacían de un grupo marginal antisistema al que no había que atender. Este impacto sobre la población se explica en gran medida por el espectacular nivel de cobertura mediática que el movimiento recibió. De esta forma, aunque el grado de afluencia de “personas físicas” a las principales plazas de nuestro país no fue multitudinario, no al menos en una trayectoria constante, el movimiento consiguió hacerse representativo de una amplia mayoría social que desde los medios de comunicación tradicionales como la televisión y las redes sociales de internet, podían informarse sobre todo aquello que estaba ocurriendo en los lugares físicos.

El 15-M entraba en el ensayo de los nuevos modos de comunicación política del siglo XXI, que consistía en esa refundición de formas tradicionales de comunicación con las nuevas posibilidades de expresión, coordinación y comunicación que son posibles gracias a la existencia de internet. De hecho, una de las principales características del movimiento la constituyó ese híbrido entre ciberespacio y espacio urbano; esa interacción constante entre el espacio de los flujos de internet y el espacio de los lugares simbólicos ocupados para llevar a cabo las acciones de protesta. La madrileña Puerta del Sol se convirtió en un lugar emblemático como antes lo habían sido el primer campamento de Tahrir en Egipto, la plaza Sintagma en Grecia y como después lo fueron los espacios públicos próximos a Wall Street bautizados como “Tahrir Square”, o ahora lo es la misma Plaza de la República en París.

¿Pero qué nos ha quedado del 15-M? Quien pretenda reducir el impacto de este movimiento al partido de Podemos como una suerte de expresión política de aquel movimiento se equivoca. Esto en parte es así, y en parte no. Podemos no se funda en ninguna de las asambleas que tuvieron lugar durante esos días. Por el contrario, Podemos fue el fruto de la lectura de un momento político, marcado por el Movimiento 15-M, que empezó a desestabilizar el equilibrio de fuerzas tradicionales que habían marcado la vida política de nuestro país hasta el momento. Podemos se atreve a leer “con osadía y con olfato” los mensajes de ese movimiento vinculado con la palabra. En una entrevista hecha por el catedrático de Ciencia Política de la UAM Fernando Vallespín, en septiembre del año pasado para la revista italiana de teoría política Micromega, su propio líder, Pablo Iglesias, declaraba que en realidad la particularidad de Podemos viene del hecho de que el partido es “el resultado de las preocupaciones de un grupo de politólogos frustrados que había nacido en un mundo en el que autores como Bobbio habían sentenciado la derrota de los valores de izquierdas como expresión del éxito social, y en su lugar, el neoliberalismo había consagrado los suyos de manera absoluta”. Ese grupo de politólogos que procedía de la izquierda supo ver que el 15-M no suponía la vuelta de la izquierda, ni la venganza de la izquierda; “no eran los sindicatos defendiendo los derechos sociales en un contexto de ataques al Estado de bienestar”, sino la expresión de un escenario político nuevo que no tuvo implicaciones electorales inmediatas (o quizás sí) y que se podía politizar en muchas direcciones.

Escenarios similares se han ido politizando de muy diversas formas en diversos puntos del planeta. Muchos analistas señalan, por ejemplo, a Donald Trump como un producto más de ese malestar que a nivel internacional se vive en forma de divorcio radical entre instituciones y ciudadanía. También es ahora cuando en Francia el monopolio de la indignación deja de estar en manos de Le Pen, con el 30% de los votos en las últimas elecciones regionales, para dar la opción de disputárselo a cualquier expresión política que salga del movimiento #NuitDebout. Con un 77% de simpatizantes socialistas franceses que consideran que los políticos gobiernan en su propio beneficio, y un 60% que piensa que la mayoría de ellos están envueltos en casos de corrupción, el síntoma de lo que ocurre en Francia no puede estar más conectado con el sino de una época. Crisis de legitimidad, crisis de confianza y rechazo a la clase política como un todo. De ahí viene el éxito de aquellos políticos que no se parecen a los políticos y a la forma de hacer política tradicionales, en un contexto, además, en el que la OCDE apunta a la desigualdad material como el problema más apremiante del momento.

Otros valores

Todos estos factores constituyen el caldo de cultivo para la emergencia de una acción colectiva que ciertamente no puede leerse en clave de ideologías obsoletas expresadas en términos de izquierda o de derecha. Estos movimientos de contestación al poder se erigen desde otros valores y otros estilos, desde el desafío a liderazgos tradicionales y la puesta en cuestión de actores políticos que, como los partidos, hasta ahora fungían de intermediarios entre la ciudadanía y las instituciones. La repercusión de estos movimientos no puede medirse en “porciones de poder institucional” que consiguen si se transforman y se presentan a unas elecciones. Por el contrario, apuntan a transformaciones más profundas cuya inicial incidencia a veces es difícil de “cuantificar”.

Quien pretenda reducir la expresión política del impacto que ha tenido el 15-M al partido Podemos se equivoca

En España sabemos que desde ese mayo de 2011 el escenario político de la democracia española ha estado sometido a una transformación y crítica sin precedentes. Las élites políticas se vieron obligadas inmediatamente a reaccionar, probablemente por el nivel de deterioro que sufrían nuestras instituciones y por los casos de corrupción que empezaron a estallar y que intelectuales como Javier Pradera ya habían identificado desde los años 90, apenas 15 años después de redactada la Constitución. Tras el 15-M otros actores políticos recogieron el testigo y aparecieron por ejemplo plataformas como la de Afectados por la Hipoteca, que lucharon contra la legislación hipotecaria y los desahucios, movimientos en defensa de los servicios públicos que tomaron el nombre de “mareas” con distintos colores, y que iban conviviendo con acampadas sucesivas en Sol convocadas cada año, sin cejar sus alientos de protesta imbricados en ciberespacios y espacios urbanos a través de brotes esporádicos “de resistencia” como Rodea el Congreso, Marchas de la Dignidad, etc.

Con el 15-M España dio la bienvenida a una nueva cultura política, a una ola de politización que salía de los cauces tradicionales de participación y de acción política. Esta ola de politización venía a coincidir con una crisis de los partidos tradicionales de masas, con una creciente debilidad del papel de los sindicatos y con un asociacionismo frágil y fundamentalmente dependiente del sector público. Ese derrumbe de la confianza en las instituciones representativas caminaba en paralelo con el auge de una cultura política que iba forjando una ciudadanía más atenta, más reflexiva y vigilante de los abusos y  de los déficits democráticos que se iban produciendo en el corazón de nuestro sistema político.

Intensa politización

Tres años después, las elecciones europeas celebradas también durante el mes de mayo acabaron de escenificar la crisis de un sistema de partidos con un golpe sin precedentes al sólido bipartidismo que hasta ahora había caracterizado nuestra democracia. El PP ganó las elecciones pese a perder 2,6 millones de votos. Por su parte, el PSOE perdió 2,5 millones de votos y convirtió su propia depresión en metáfora de una crisis más profunda de nuestro país. Los dos principales partidos perdieron 30 puntos de apoyo electoral y pasaron de sumar el 81% en las elecciones europeas de 2009 al 49% en las de 2014. Esto quería decir que el desgaste de uno no lo capitalizó el otro y que se inauguraba una etapa política en España caracterizada por la intensa politización de importantes segmentos de la población española, una profunda agenda de regeneración democrática y una reconfiguración de fuerzas parlamentarias que acabó de cristalizar las pasadas elecciones del 20 de diciembre.

Muchos periodistas nos preguntaron a politólogos y expertos los días previos a las elecciones qué podíamos esperar de ellas. En realidad, el cambio en nuestro país ya se había producido. Las elecciones del 20-D no implicaban más que el momento de incorporación al sistema político de todo ese cambio cultural que tenía que ver con una renovación de valores de ejemplaridad pública, de transparencia y de esa nueva cultura política surgida al calor del 15-M. Las elecciones no suponían más que esa institucionalización de valores vinculados con un impulso colectivo que previamente se había gestado en la sociedad civil. Ojalá para las elecciones de junio, una vez que todos los partidos hayan alcanzado la porción de poder institucional que legítimamente les otorgue el pueblo, abandonen la actuación política bajo el código de lucha por el poder y entren finalmente en una lógica de representación sustantiva. Al fin y al cabo, se trataba de eso, de hacer que los partidos políticos sí nos representen.