Las raíces de la violencia
Recientes estudios muestran que la agresividad puede tener factores evolutivos y alejan aún más el mito del buen salvaje
Se da la paradoja de que cuanto menor es la información sobre el suceso, más firmes y numerosas son las opiniones vertidas, y estas acaban convirtiéndose en una niebla que contribuye a oscurecerlo todo. Para el periodista Arcadi Espada, la única manera de que escampe la niebla consiste en ceñirse a la vía de los hechos. La alternativa es un desfiladero que recorre el camino de las causas que es la garantía de que acabaremos precipitándonos en el barranco de la ficción o de los prejuicios.
Todavía existe la idea de que los individuos son pacíficos, pero las instituciones los empujan a la violencia
Por ejemplo, tras cada atentado cometido por terroristas islámicos no suele faltar quien se refiere a la supuesta situación de exclusión social que inevitablemente habría empujado al terrorista a atentar. La culpa se carga sobre el entorno, ignorando que muchos terroristas se han criado en familias acomodadas y han sido estudiantes brillantes. Es un razonamiento que alimenta además el viejo prejuicio que vincula pobreza y violencia, una relación que carece a su vez de asidero científico. En otros ejemplos de acciones violentas, como las protagonizadas por adolescentes, aparecen entre las causas los videojuegos, cuando no la ley educativa vigente. Detrás de estos razonamientos no hay más que pseudociencia, como que lo similar (el acto violento) tenga que nacer necesariamente de lo similar (el videojuego violento).
La ciencia está ofreciendo descripciones cada vez mejores y más detalladas, así como análisis y descubrimientos que pueden ayudar a iluminar un fenómeno caracterizado por su complejidad: el de la violencia.
El individuo y la sociedad
La vida en las sociedades occidentales acostumbra a desarrollarse de forma plácida y casi sin sobresaltos. Un día cualquiera en una gran ciudad supone interactuar con cientos de individuos sin que ocurra nada reseñable. Solo de forma excepcional se puede ser testigo de algún estallido de cólera.
Estas burbujas de placidez por las que navega la vida se asientan, sin embargo, sobre un arsenal destructivo considerable, como recuerdan los científicos a cargo del reloj del juicio final. Las agujas de este reloj no señalan el paso del tiempo, sino lo cerca que la humanidad se encuentra de su aniquilación. A principios de año adelantaron la hora, de modo que la humanidad está a solo tres minutos de la catástrofe, que coincide con las 12 en punto. Este reloj no tiene otra finalidad que la de hacernos conscientes de que el estallido de un conflicto bélico puede llevar a desempolvar el armamento nuclear y acabar de un plumazo con todo rastro de vida humana. La vida cotidiana parece edificada sobre un polvorín.
Entre las explicaciones que se han dado para disolver la aparente contradicción existente entre esa vida cotidiana tejida con múltiples interacciones amistosas y el poder destructivo de los estados, una de las más extendidas es la que afirma que los individuos son pacíficos, pero las instituciones sociales que ha creado los han empujado a la violencia. Este esquema de pensamiento, popularizado por Jean-Jaques Rousseau, sigue teniendo un enorme peso en la actualidad. Se funda, sin embargo, en un espejismo, semejante al que llevó a creer que el Sol se mueve alrededor de la Tierra.
El espejismo roussoniano
Si Rousseau estuviera en lo cierto, en el momento en el que el Estado —institución con el monopolio legítimo de la violencia— dejara de ejercer su poder coercitivo sobre los ciudadanos, estos se relacionarían de forma más espontánea y armónica. Los conflictos desaparecerían, así como el crimen y la violencia. Esta predicción ha podido ponerse a prueba, de manera involuntaria, en las distintas ocasiones en las que la policía de una gran ciudad ha ido a la huelga. Así ocurrió en Boston en 1919, cuando una huelga hundió a la ciudad en el caos: el gran número de disturbios y actos vandálicos que tuvieron lugar obligaron al despliegue del Ejército. En 1969 se produjo otra huelga en Montreal con resultados semejantes. La más reciente ocurrió en Argentina en 2013 y se saldó con una infinidad de actos vandálicos, saqueos y 13 muertos. Estos ejemplos apuntan más bien a sostener la tesis opuesta a Rousseau: el Estado parece contribuir positivamente a garantizar la paz.
En el siglo XX, en el que ha habido dos guerras mundiales, la cifra de muertes violentas no supera el 3 %
Las tribus de cazadores-recolectores, cada vez más escasas, que siguen viviendo en ciertos lugares de la Amazonía o de Indonesia han servido también como terreno abonado para poner a prueba la tesis de Rousseau. Al organizarse prescindiendo de instituciones estatales, sería lógico creer que las relaciones entre tribus vecinas se desarrollan de forma pacífica. Los primeros antropólogos que estudiaron estas tribus las presentaron al público occidental precisamente como ejemplo del buen salvaje. Rousseau, venían a decir, estaba en lo cierto. Sin embargo, hubo excepciones, como el antropólogo Napoleón Chagnon, que al estudiar a los yanomamö se encontró con un panorama muy diferente al dibujado por sus colegas: estos individuos se enzarzaban en periódicas guerras entre tribus vecinas que podían dejar diezmada a la población y cometían crímenes terribles.
Chagnon dejó al descubierto que los antropólogos habían manipulado y ocultado datos con el fin de convencer de la verdad de la idea romántica del buen salvaje.
Los “antropólogos de la paz” estaban al servicio de una ideología antes que de la verdad Su estrategia se dirigió a condenar al ostracismo a Chagnon y a cualquiera que se atreviera a poner en duda esa imagen mítica. “Los antropólogos que no aceptaron este programa [roussoniano] se encontraron con barreras en los territorios en los que habían estado trabajando —explica el psicolingüista cognitivo
Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro (Paidós Ibérica, 2012)—, fueron denunciados en manifiestos por sus sociedades profesionales, abofeteados con demandas por difamación, e incluso fueron acusados de genocidio.” En la actualidad la idea de que los cazadores-recolectores habitaban en un plácido edén ha quedado totalmente descartada. Se han documentado toda clase de agresiones, desde mutilaciones y asesinatos de recién nacidos hasta el exterminio de grupos enteros. Los pacíficos son la excepción, no la regla.
Hay un tercer escenario en el que poner a prueba a Rousseau, esta vez se encuentra en el pasado remoto. El ser humano abandonó el nomadismo paulatinamente hace unos 10 mil años con la invención de la agricultura y la ganadería. Tardó otros tres mil años en formar las primeras ciudades (y con ellas, organizaciones políticas cada vez más sofisticadas). Esto significa que gran parte de la existencia humana ha transcurrido fuera del paraguas de una organización política compleja.
El estudio de fósiles humanos de estos periodos prehistóricos puede servir, por tanto, para contrastar de nuevo la tesis del buen salvaje. Como solo fosilizan los huesos, este tipo de investigación se ve lastrada porque buena parte de las señales de violencia —como cortes en la piel o flechas envenenadas— habrán desaparecido. Los arqueólogos, sin embargo, han aprendido a identificar aquellas fracturas de los huesos o del cráneo causadas por una acción violenta. Excepcionalmente, también se han encontrado restos humanos en un buen estado de conservación, como el hombre de Ötzi, un individuo del neolítico que quedó congelado en los Alpes. En su espalda seguía teniendo alojada la punta de flecha que provocó su muerte. En el yacimiento de Jebel Sahaba (actual Sudán) se han encontrado los restos más antiguos, de hace entre 12 y 14 mil años de antigüedad, de individuos con señales de violencia. Cincuenta y ocho esqueletos habían sido enterrados —posiblemente por miembros de la tribu a la que pertenecían— en lo que sería un cementerio. En 23 de estos individuos se han encontrado señales de muerte violenta. Lejos de dar la razón a Rousseau, al desenterrar el pasado aparece un rastro de violencia que se diría que ha acompañado al ser humano desde sus orígenes.
En Los ángeles que llevamos dentro, Pinker se pregunta si la violencia era mayor en las sociedades con Estado, o si bien las sociedades sin Estado eran mucho más proclives a la conflictividad. En lugar de comparar cifras absolutas —el crecimiento exponencial de la población supone una distorsión que no se puede ignorar—, Pinker prefiere comparar porcentajes. Incluso en una época como el siglo XX, en la que ha habido dos guerras mundiales, la cifra de muertes violentas no supera el 3 %. En cambio, en las sociedades no estatales esta cantidad se quintuplica —de media— y en algunas épocas o regiones puede llegar al 30 o 40 % de la población.
Conforme se retrocede hacia el pasado, las pruebas son cada vez más borrosas y escasas. Esto permite que haya un mayor espacio para que compitan hipótesis explicativas alternativas, y a veces incluso directamente contradictorias. Las conclusiones variarán en función, por ejemplo, de si se tienen en cuenta actos violentos entre miembros de un mismo grupo o bien solo se contabilizan muertos por enfrentamientos con otras tribus.
La mayoría de las acciones violentas entre humanos las protagonizan varones de entre 14 y 35 años
En el caso concreto de la guerra, sigue habiendo antropólogos escépticos con la identificación del ser humano con la violencia. El estudio de fósiles con más de 10 mil años de antigüedad realizado por los antropólogos Jonathan Haas y Matthew Piscitelli en 2013 hacía hincapié en esta ausencia de muertes por guerra (no así de muertes violentas), con la excepción del citado yacimiento de Jebel Sahaba. Al ser un enterramiento, se ha interpretado que estos individuos habrían pertenecido a una tribu que habría adoptado modos de vida sedentarios; el nómada, sin manchas de sangre en las manos, podía seguir conservando su aureola fraterna y pacífica. La ausencia de pruebas no permite concluir que no haya muertes violentas, tal como mostró otro trabajo publicado a principios de 2016 en la revista Nature —entre cuyos firmantes está el científico español José Manuel Maíllo—, en el que se presentaba el resultado de un análisis de los restos de 12 individuos hallados en Nataruk, cerca del lago Turkana, que habían sido arrojados a una laguna. Diez de ellos tenían señales de haber sido asesinados, probablemente por miembros de alguna tribu rival. Con una antigüedad de 10 mil años, se trata de la una evidencia de que la violencia también era una de las maneras en las que los nómadas se relacionaban entre sí.
Chimpancés y bonobos
Si la tesis de que la violencia forma parte de la naturaleza humana es correcta, eso significaría que habría tenido que ser un factor evolutivo de selección. Y, por tanto, la violencia tendría que estar presente también en las relaciones de individuos pertenecientes a especies próximas a nuestro tronco evolutivo, como es el caso de los chimpancés. Esta es precisamente la tesis del antropólogo Richard Wrangham, quien asegura que “una violencia semejante a la de los chimpancés precedió y allanó el camino para la guerra humana, lo que convierte al hombre moderno en el aturdido superviviente de un hábito continuo de cinco millones de años de agresión letal”.
Wrangham llegó a esta conclusión con estudios de chimpancés en la selva junto a Jane Goodall. Pudieron presenciar, por ejemplo, cómo un grupo de chimpancés se internó en el territorio de un grupo rival y se encontró con un miembro de la otra tribu que estaba solo. Lo mataron de una paliza. Estas incursiones se repitieron durante cuatro años, hasta causar la muerte de la mayoría de machos de la otra tribu, que desapareció. Las hembras jóvenes pasaron a integrarse en el grupo vencedor. Según Wrangham, el exterminio de chimpancés rivales se puede entender en clave evolutiva porque el grupo ganador domina una superficie mayor de territorio y accede a más recursos y sus machos pueden optar por un mayor número de hembras.
Entre los bonobos, que se han ganado la fama de pacíficos, también se han documentado numerosos casos de agresiones. Pelean entre ellos, algunas veces con un desenlace letal. Como explica Pinker: “Aunque los bonobos son incuestionablemente menos agresivos que los chimpancés comunes, ciertamente tampoco se puede decir que sean pacíficos”. Todos estos son hechos compatibles con la idea de que la agresividad humana está enraizada en la evolución.
Machos agresivos
La inmensa mayoría de las acciones violentas entre humanos está protagonizada por varones de entre 14 y 35 años. El porcentaje de agresiones causadas por mujeres es mucho menor, aunque la cifra en ningún caso es desdeñable. Para explicar esta asimetría, que se corresponde con la diferente carga hormonal entre varones y hembras, se han dado razones fisiológicas. Los varones pueden llegar a tener descendencia de muchas hembras. Ellas, en cambio, producen un número reducido de óvulos y, en caso de quedar embarazadas, pasan por un largo periodo de gestación, al que hay que añadir la crianza. Estas limitaciones han obligado a que sean más cuidadosas y selectivas con sus parejas sexuales.
La cultura ha ayudado al proceso civilizador que ha llevado a la humanidad por la senda de la pacificación
Uno de los factores más importantes que los antropólogos han identificado en la selección de pareja es la oportunidad de éxito social. Según científicos como Jared Diamond, este criterio de selección ha podido, además, ser clave para el desarrollo de algunas importantes capacidades cognitivas. Otros criterios de selección —vigentes todavía hoy— están vinculados con la agresividad, como la musculatura o mostrarse dominante. La selección sexual ha moldeado a los varones a partir de estas preferencias, predisponiéndolos hacia la búsqueda de éxito y a la dominación. Se cree que la maternidad y la crianza han podido también ser decisivas a la hora de que las hembras se convirtieran en recolectoras. La caza, una actividad peligrosa que requiere de una predisposición a la agresividad y al enfrentamiento, fue una actividad predominantemente realizada por machos.
El grupo
La vida en grupo requiere que los individuos hagan importantes sacrificios muy alejados de la conducta egoísta. En estos casos de cooperación y sacrificio se ha comprobado que interviene una hormona llamada oxitocina. Distintos estudios muestran que esta hormona, presente en la mayoría de mamíferos, contribuye a la creación de lazos y al apego emocional. Es la base sobre la que se ha edificado la cooperación y, tal como creen algunos filósofos, también de la vida moral. El psicólogo y científico conductivista Carsten de Dreu ha descubierto además que esta misma hormona está detrás de los sentimientos de superioridad respecto a grupos rivales, e incluso es la que lleva a que los inviduos se muestren agresivos. La misma hormona, por tanto, que nos hace ser generosos y sentir afecto y apego por los nuestros también contribuiría a que nos mostráramos agresivos con los demás. El amor y el apego estarían cosidos al odio como una sombra.
La distinción entre los de la tribu y los demás sirve de base para una moral fragmentada: un individuo puede seguir estrictas normas morales, pero solo aplicarlas con los de su grupo, de modo que cometer un crimen puede estar perfectamente justificado. Estas emociones, modeladas evolutivamente, siguen latiendo, por ejemplo, detrás de las manifestaciones patrióticas.
La cultura, asegura Steven Pinker, se ha superpuesto a la naturaleza humana como una segunda naturaleza y ha contribuido a un proceso civilizador que ha dirigido a la humanidad por la senda de la pacificación. Los mecanismos psicobiológicos pueden controlarse y someterse mediante todo tipo de estrategias, pero también existe el peligro de que una cultura los active, tal como explica el antropólogo Luke Glowacki —discípulo de Wrangham en Harvard— en un artículo reciente del New York Post: “El más importante predictor de guerra en una sociedad es si el sistema cultural premia a los guerreros con beneficios sociales”. Tal como era de prever por su complejidad, el problema de la violencia siempre logra escabullirse cuando se quiere reducir a una cuestión exclusivamente natural o cultural.