20/4/2024
Cine

Pedro Almodóvar. El sonido interior del cineasta

Julieta es la película más depurada del manchego, cuya trayectoria ha ido evolucionando hacia el enclaustramiento

Carlos Reviriego - 08/04/2016 - Número 28
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Pedro Almodóvar. El sonido interior del cineasta
mikel casal

José Luis Borau batalló durante años desde su sillón académico para que el término “berlanguiano” entrara en el diccionario de la RAE. Nunca lo consiguió. Si no se puede depositar la esperanza en la santa sede de la lengua española para que ponga al autor de Plácido (1961) en su sitio —en el habla del pueblo (español)—, hay que perder también el deseo de que aquello que se conoce (o creemos conocer) como lo almodovariano encuentre un hueco en el diccionario.

Si lo felliniano es lo circense y lo berlanguiano lo fallero, lo almodovariano bien podría ser lo colorista. Pero eso sería tan injusto con unos como con los otros, sería una lectura superficial de los universos éticos y estéticos que han trazado en la pantalla. Aparte de sus orígenes latinos, que no es poco, hay algo común en ellos: la poética del exceso. Pero aún hay otra cosa que convierte las tres acepciones en moneda común de cinéfilos y paganos: la creación de un mundo claramente reconocible no solo en el cine, sino más allá de la pantalla. Decir almodovariano es nombrar una cosmogonía. Basta pronunciarlo y la situación, el personaje o el diálogo descrito encuentran un canal de invocación. Hasta quienes ni aprecian ni ven las películas del manchego tienen sus propias ideas (puede que asociadas a prejuicios) sobre lo almodovariano.

No se trata de dar una definición a lo indefinible. Ni tampoco de articular una declaración que hile el anuncio de bragas de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), la niña telepática de ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), el gazpacho ensoñador de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), la perturbadora (por hilarante) violación a Verónica Forqué en Kika (1993), el monólogo de la transexual Agrado en Todo sobre mi madre (1999), el filme silente y erótico dentro de Hable con ella (2002) o el pedo en el ascensor de Volver (2006). Como mucho, cediendo a los maximalismos, se podría proponer el molde de Borau para lo berlanguiano si se quisiera delimitar lo almodovariano: “Propio y característico de Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949) o que tiene semejanza con el estilo de las obras de tal cineasta”.

El dichoso estilo

No hay mayor confusión y disparidad de criterios que sobre qué es eso del estilo. En el campo de las artes se supone que es una voz, una mirada, una actitud propia. Al estilo (la mirada) de Almodóvar convendría ponerlo en contexto. Para ello retrocedamos hasta su primer largometraje oficial, que siempre resulta estimulante. Allí se escucha cómo Carmen Maura explica a Eva Siva y Alaska (o Pepi explica a Luci y a Bom) que “en el cine todo es mentira” y que “la lluvia tiene que ser artificial porque la cámara no la captura”. Aplíquese también a la lluvia amarilla con la que Bom regaba a Luci. En el cine la realidad es siempre subsidiaria, nunca la misma. Almodóvar vinculaba así su concepto de las películas (y sus personajes) a esos universos de artificio y pompa del clasicismo hollywoodiense, a la explosión de colores de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), a la deslumbrante estilización de Cara de ángel (Otto Preminger, 1952), etc. Se vincula a Almodóvar con el clasicismo, pero también con la noción posmoderna del artefacto cinematográfico. El cine moderno del que se alimenta se debe a la autonomía y el estatuto propio de una imagen y no tanto a lo que esa imagen representa, y ahí anidan las tensiones almodovarianas.

Por eso no debería enfurecer al espectador (o crítico) avezado que al principio de Julieta (2016), la película que acaba de estrenar, un encuentro casual en la calle entre Emma Suárez y Michelle Jenner rompa con los fundamentos de los manuales de guion, o que en uno de los momentos más sobrecogedores el rostro de Adriana Ugarte se transfigure en el de Emma Suárez tras el velo de una toalla roja, como aquel instante mítico del cine moderno, hace ya medio siglo, en el que Liv Ullmann se transformaba en Bibi Andersson y viceversa en Persona (1966). Los imponderables de la verosimilitud física o narrativa nunca le preocuparon a Almodóvar. “No solo tenéis que ser vosotras mismas, sino que tenéis que representar vuestros propios personajes”, aleccionaba Maura-Pepi. ¿Representa Almodóvar un papel de sí mismo?

Lo almodovariano se manifiesta en las máscaras, los disfraces. Cuanto más se oculta, más se desnuda

En el patio ibérico almodovariano lo fortuito, el azar, es un catalizador para una empresa de mayor alcurnia que los protocolos de la prosaica vida. En el caso de Julieta es el disparadero de todo el relato, la invocación del pasado que la protagonista ha silenciado durante años y que vuelca en la carta que escribe para su hija desaparecida, con la esperanza de recuperarla 12 años después de haberla perdido, ahora que sabe que sigue viva. El conveniente encontronazo en la calle entre Suárez (Julieta) y Jenner (Beatriz) es el umbral de entrada, sobre todo, a un mundo de complicidades que coquetean con Ingmar Bergman. Lo almodovariano se manifiesta sobre todo en las máscaras, el artificio, los disfraces. Cuanto más se oculta, más se desnuda.

Un creador de formas

La inconfundible energía de sus primeras películas la brindaban los empeños de un estilista por crear un mundo autónomo desde los materiales crudos y transgresores de la movida madrileña. A partir de Entre tinieblas (1983), esa memorable y conmovedora pieza de cámara en un convento, empieza a tejer su mundo como universal creador de formas, demiurgo de un cosmos y una fauna humana que responden a sus propias leyes. Los cineastas más insensatos han tratado de copiarle, los más respetuosos no han cesado de invocarle, como François Ozon (8 mujeres, 2002), Carlos Vermut (Magical Girl, 2014) o Paco León (Kiki, el amor se hace, 2016). En esta trágica historia de amor no correspondido entre una cantante de boleros heroinómana (Cristina Pascual) y la madre superiora (Julieta Serrano) de un convento en el que las monjas que se inyectan heroína o escriben novelas pornográficas, Almodóvar descubre el plano cenital y el poder del primer plano, descubre que la comedia también puede ser drama y viceversa. Descubre la topografía secreta del rostro humano.

“Mis películas no son lo suficientemente morales como para tratar de lo prohibido”, dijo el cineasta al respecto de la supuesta genética anticlerical del filme. En esa declaración anida uno de los misterios más irresolubles de su filmografía. ¿Qué es la moral almodovariana? En un primer acercamiento a su cine, se puede pensar que para Almodóvar no hay más leyes que las del deseo. De hecho, el rechazo que genera su cine en ciertos espectadores responde en gran medida a la percepción de estructuras y tonos arbitrarios, caprichosamente provocativos, como si el cineasta solo hiciera películas para sí mismo. Sus relatos acontecen bajo un sistema ético muy personal, completamente alejado de los valores tradicionales de orden cultural y social. En el universo moral de Almodóvar la percepción de los personajes se pone a prueba constantemente, porque atraviesan un desarrollo del carácter. Una mala madre, un padre incestuoso o un violador pueden ser los héroes trágicos del melodrama almodovariano —como en Laberinto de pasiones (1982), en Tacones lejanos (1991) o en ¡Átame! (1989)— de manera que el vicio se hace virtud. Como suele ocurrir con los grandes creadores, todo filme del manchego es como un test de Rorschach: la película juzga al espectador tanto como el espectador a ella. El perpetuo movimiento de obras como Mujeres al borde de un ataque de nervios o Todos sobre mi madre está fundamentado en la radical puesta en escena de las oposiciones, en la confrontación de ideas y la retroalimentación de opuestos. El deseo y la represión, el amor y el sexo, lo sacro y lo pagano, el hombre y la mujer, la muerte y la vida, lo profundo y lo frívolo, la comedia y el drama. El estatuto almodovariano se negocia en las confluencias de las paradojas, hasta el punto de que los contrasentidos alimentan de sentido su obra. Pero los opuestos no se neutralizan en universos como los de Carne trémula (1997) o La mala educación (2004), más bien se naturalizan, acaban siendo lo mismo. Es el sentido único almodovariano, por cuya obra y gracia una escena puede ser tan trágica como cómica, tan transgresora como respetuosa, tan liviana como inclemente. La violación de una mujer en coma en Hable con ella emana como uno de los momentos más mágicos de la filmografía del manchego, que enmascaró la abyección con una película dentro de la película. Almodóvar logra así que el núcleo del drama ocupe el centro del relato, pero que no sea su centro de atención: su película es una cálida fábula sobre la amistad, no el enjuiciamiento de una psicopatía sexual.

El retiro espiritual

Dice Pedro Almodóvar que escucha a Peggy Lee desafinada. No siempre, solo cuando atraviesa una crisis de estrés y el endiablado acúfeno se manifiesta, como si el cerebro protestara. El tinnitus o acúfeno es un fenómeno perceptivo que consiste en notar golpes, sonidos o distorsiones en el oído que no proceden de ninguna fuente externa. Es un sonido interior. Adquiere todo su sentido que Julieta se fuera a titular Silencio si Martin Scorsese no hubiera pensado en el mismo título para su próxima película. Al igual que las migrañas, de las que también es víctima recurrente, el autor de La ley del deseo (1987) ha tratado varias veces de endosarle esta insoportable molestia a alguno de sus personajes —“a uno que me caiga mal, como un pederasta”—, pero se dio de bruces con la realidad subsidiaria. Como él mismo siempre ha defendido, no todos los elementos de la vida encajan con los fundamentos de la ficción, pero la construcción de un mundo exclusivo para la pantalla siempre ha anidado la intención de revelar el mundo real.

A partir de cierto momento, el laberinto de pasiones almodovariano dio paso al enclaustramiento. Él mismo lo reconoce: la soledad de sus personajes es la soledad de Almodóvar, que en el siglo XXI se retiró de todo, de la vida coral y los estupefacientes y el bullicio, para recluirse en su oficio y su vocación, que no ha hecho más que fortalecerse con los años. Hable con ella es el punto de giro de una filmografía que a partir de entonces se entregó a los relatos que acontecen en espacios reducidos y que protagonizan seres solitarios, desde el Benigno de Javier Cámara hasta la Julieta de Emma Suárez. Las prisiones de variadas formas de La mala educación, La piel que habito (2011), Volver, Los abrazos rotos (2009) o Los amantes pasajeros (2013) simbolizan la torre de marfil de Almodóvar, que ha desarrollado alergia al mundo exterior, cuyo ajetreo le produce esos sonidos interiores.

Los cineastas más insensatos han tratado de copiarle, los más respetuosos no han cesado de invocarle

Almodóvar vive con su gato en una casa silenciosa donde encara a sus fantasmas, a los que acaba volcando en las películas. No es casual que ese cine del aislamiento vaya de la mano con el interés por las presencias invisibles, los motivos ultraterrenos. Procedente de un creador asociado a la carnalidad, al sambenito del sexo y el exceso, las invocaciones espirituales en su cine adquieren una cualidad espectral. Lo físico da paso a lo conceptual en un cine que ha ido haciéndose más y más abstracto, más y más impaciente por revelar la esencia de las cosas. Y su mejor pasaporte a esa esencialidad es el trabajo de los intérpretes. Almodóvar no es solo uno de los pocos y genuinos estetas que ha dado el cine español (junto a Luis Buñuel, Carlos Saura y Pere Portabella), sino de lejos su mejor director de actores. Esto vale para las actrices (Carmen Maura, Victoria Abril, Marisa Paredes, Penélope Cruz…), que siempre han dado lo mejor de sí mismas bajo sus órdenes —la estrategia pasa por convertir al personaje en la persona y no al revés—, aunque no tanto para los actores, exceptuando a Antonio Banderas. Pero desde hace un tiempo, la característica corporeidad de su trabajo convive con las fantasmagorías que anidan en el corazón de cintas como Volver o Los abrazos rotos.

En Julieta, su película más depurada y más sobria, esa vertiente espiritual es explícita. Al principio del metraje, en un bloque narrativo que transcurre en un tren, año 1985, la imagen de un majestuoso ciervo surgiendo de la profundidad nocturna deja un reguero de trascendencia en el resto del relato. Es como si Lars Von Trier se hubiera colocado detrás de la cámara. El manchego siempre ha encontrado el modo de trasladar a su territorio a los creadores que admira, de apropiarse de sus poéticas para fines almodovarianos: Andy Warhol, Douglas Sirk, Ernst Lubitsch, Roberto Rossellini… Al pasar por la genética de Almodóvar, se opera una mutación en el ADN creativo. Es lo que les pasa a los relatos de Alice Munro en los que se inspira Julieta y es lo que les ocurre también a los temas esencialmente bergmanianos que pone en escena: la fatalidad del destino, el complejo de culpa, la muerte y la fe… Solo un cineasta tremendamente calculador y explosivamente intuitivo puede manifestarse con tanta claridad a través de sus pares. Por más máscaras que se coloque, el misterio almodovariano siempre se abre paso. Es la fuerza del carisma creativo, el sonido interior que no cesa.

Julieta
Julieta
Dirigida y escrita por Pedro Almodóvar
Basada en tres relatos de Alice Munro
En cartelera