26/4/2024
Opinión

Semprún y el mal absoluto

Entre sus muchos perfiles destacan su inquietud filosófica y, especialmente, su reflexión sobre el mal en la historia, que trasladó a sus ensayos y que impregnan su literatura

Reyes Mate - 12/02/2016 - Número 21
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Semprún y el mal absoluto
SUSANA BLASCO
Jorge Semprún es un personaje singular: exiliado en su juventud por razones políticas, resistente en Francia, deportado a Buchenwald, superviviente de un campo de concentración, combatiente antifranquista en la clandestinidad, escritor, guionista de éxito, ministro del Gobierno español... Con la mitad de esto los franceses han hecho de André Malraux un mito nacional. En 2012 Gallimard publicó el libro póstumo de Semprún Ejercicios de supervivencia, que aparecerá en marzo en España.

Son muchos los perfiles que ofrece un personaje tan singular. Me voy a centrar en uno que tiene que ver con su inquietud filosófica, que ha trasladado a algunos de sus ensayos, tales como Mal et modernité o Se taire est impossible (escrito con Elie Wiesel), o a sus Conferencias. Aranguren, pero que sobre todo impregna su literatura. Si la escritura de Semprún se hace de repente tan densa y profunda es porque asoman en ella las preocupaciones filosóficas del resistente que fue detenido guardando en su mochila un ejemplar de la Crítica de la razón práctica de Kant.

Fueron precisamente las lecturas de Kant sobre el mal las que le llevaron a interpretar el nazismo como el mal absoluto. El epicentro de ese mal lo veía él en el tratamiento nazi de la muerte. Lo que se producía en esos lugares en cuya puerta de entrada figuraba el lema “El trabajo os hará libres” era la muerte. El nazismo era una inmensa “fábrica de cadáveres”, decía Arendt. Pero Semprún quería decir algo más. Lo específico, según él, de esa “fábrica de cadáveres” no era la eficacia en la producción de muertos, sino la imposibilidad de morir. Muerte, sí; morir, no. Propio del morir es entender la muerte como una posibilidad de la vida. Rilke habla “de la gran muerte que llevamos dentro”, es decir, de la muerte como la culminación de la vida.

Eso es lo que no podían tolerar los nazis: querían que para los deportados la muerte fuera una necesidad. La vida no podía ser vivida como un proyecto que culmina en la muerte, sino tan solo como la antesala de la muerte. La muerte no podía ser para el prisionero una posibilidad, sino un destino marcado, no por los dioses sino por ellos, los señores de horca y cuchillo.

Semprún veía el epicentro del mal absoluto en el tratamiento nazi de la muerte

Si el mal absoluto consistía en reducir la existencia de los demás a un destino que niega al otro la vida y la muerte, no es difícil concluir que el momento de esta era un lugar de combate: un tiempo y un lugar en el que había que librar la gran batalla contra el nazismo. Y Semprún, que siempre dio la cara, también acudió a esta cita, proclamando en primer lugar la libertad del morir. Mueren en el Lager porque han decidido vivir libremente. Por eso se enfurece contra quienes, desde la lejanía, afirmaban “como ese cabronazo de Wittgenstein (que) ‘la muerte no es un acontecimiento de la vida’”. Los de la Resistencia son la prueba de que sí hay una relación entre la muerte impuesta y la libertad de vivir.

Pero a Semprún no le basta la aclaración teórica dirigida a filósofos como Wittgenstein.  Él quiere dejar bien claro que cada muerte en el Lager es un acto libre, por eso habla tanto de la “fraternidad del morir”. La “muerte fraterna” es una obsesión de Semprún, una expresión extraña porque nada hay tan propio e inalienable como la muerte. Se muere solo. Semprún lo sabe, pero la experiencia del campo le ha enseñado demasiado bien la complicidad entre vida y muerte. El título de su novela Viviré con tu nombre, morirás con el mío es bien elocuente, o la historia de Juan Larrea  en La montaña blanca, que “se suicidó, muerto en mi lugar”.

El sentido fraterno de la muerte es lo que le lleva a la cabecera de los que están muriendo “como si el débil estertor de un moribundo fuera la patria a la que no pudiera escapar”. Necesita acompañar a los agonizantes en esa batalla decisiva para decirles que no mueren porque Hitler los haya condenado, sino porque han elegido libremente la vida y el morir. Acude a la cabecera de los moribundos para arrebatar la muerte al nazi, susurrando al moribundo que “todos nosotros, que íbamos a morir, habíamos escogido la fraternidad de esta muerte por amor a la libertad”.

Este gesto fraterno, supremo, aparece en el relato de la muerte en los brazos de su maestro Maurice Halbwachs, el autor de extraordinarias investigaciones sobre la memoria, y en la agonía del bravo Diego Morales, un joven combatiente republicano que había pasado por Auschwitz. En uno y otro caso echa mano de la poesía, de Baudelaire o de César Vallejo, para acompañar al moribundo. “Al fin la batalla / y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre / y le dijo: ‘¡no mueras, te amo tanto!’ / pero el cadáver, ay, siguió muriendo...”, escribe Vallejo.

Ese apunte por la vida, por la libertad, no era solo asunto intrapersonal sino también político. Por eso en su testamento espiritual, el texto leído en su última visita a Buchenwald, invita a esta Europa, a punto de zozobrar, a que vuelva al lugar en el que nació, que sea fiel a sus raíces: el Lager.  Sobre Europa se ha pensado y escrito mucho. También lo ha hecho la filosofía. Kant, por ejemplo, propuso la utopía de una federación de pueblos. Pero no ha sido la utopía sino la memoria de los desastres pasados lo que ha desencadenado el proceso de unión europea. Por eso nos insta Semprún a visitar Buchenwald, “para meditar sobre el origen de Europa y sus valores”.

Es un aviso que se agradece. Si Europa zozobra no es solo por el despilfarro que se supone a los Südländer, a la gente del sur, sino porque afloran los viejos demonios, los nacionalismos, como se encargaba de recordar el excanciller alemán Helmut Schmidt. La querencia a los intereses nacionales solo se neutraliza desde la memoria de la barbarie que simbolizan los KZ, los campos de concentración y de exterminio.

El peligro de la filosofía es sustraer los conceptos a sus significaciones históricas, jugando con ellos como si tuvieran un origen virginal. En ese error no cae Semprún. Llama “cabronazo” a Wittgenstein por quitarles a los condenados a muerte ese momento de libertad sin el que la fraternidad del morir sería imposible; denuncia  la impostura de ese Heidegger, filósofo para quien “el mundo espiritual de un pueblo” nada tiene que ver con cultura, valores o conocimientos, sino “con las fuerzas primarias de la raza y de la tierra”; abraza cálidamente a Patocka y saluda la vocación europeísta de Husserl. Semprún lee la filosofía desde la experiencia de Buchenwald.

El escritor  instaba a visitar Buchenwald “para meditar sobre el origen de Europa y sus valores”

Decía Thomas Mann que había que evitar leer cualquier libro editado con autorización de la censura nazi. Puede ser una exageración, pero tiene su aquel. La vida, en efecto, discurre entre blancos y negros, con muchos grises. Pero el sufrimiento de la humanidad está pintado, como diría Primo Levi, en tecnicolor, para concentrar la mirada. Semprún no rehuyó ese colorido. Lo combatió, cuando pudo; y luego, como escritor, siempre lo tuvo presente, fiel al dictum adorniano de que “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Por eso Semprún es tan grande y por eso le rendimos homenaje.