19/3/2024
Internacional

Yemen: la guerra en el patio trasero de Arabia Saudí

El conflicto yemení, alimentado por la ambición de los Saud, ha desestabilizado aún más Oriente Medio

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Yemen: la guerra en el patio trasero de Arabia Saudí
Ciudadanos yemeníes inspeccionan los edificios destruidos tras un ataque aéreo liderado por Arabia Saudí en el centro de Saná, capital de Yemen, el pasado 29 de enero. MOHAMMED HUWAIS /AFP/Getty Images
Cuando, en enero de 2015, un grupo armado yemení, los hutíes, tomó el palacio presidencial en la capital Saná y depuso al líder del país, pocos fuera de Yemen habían oído hablar de ellos. Los medios se refieren a los hutíes a veces como un grupo étnico, otras como una milicia radical chiita creada y financiada por Irán. Dos malentendidos. Y cuando, a finales de marzo de ese año, Arabia Saudí decidió intervenir militarmente, bombardeando las ciudades de Yemen y amenazando con una invasión terrestre, el conflicto encajó con naturalidad en una narrativa ya muy asentada: la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán, el eterno conflicto sectario entre suníes y chiíes. Más malentendidos.

Yemen parece condenado a esa clase de confusiones, empezando por las metáforas en torno a su nombre. Cuando los periodistas descubren que los romanos lo llamaban Arabia Felix les cuesta resistir la tentación de hacer juegos de palabras con la paradoja y hablar de Yemen como una  “Arabia infeliz”, el país más pobre de Oriente Medio, el territorio desafortunado, aquejado de guerras y conflictos recurrentes. Lo cual es cierto. Pero en este caso el latín felix no significa “feliz” sino “fértil”. Yemen lo es, al menos en comparación con su vecino saudí —lo que los romanos llamaban Arabia deserta, por contraste—. Las montañas de Yemen, el producto, literalmente, del choque de África y Oriente Medio, permiten a su mitad occidental gozar de un clima relativamente benigno. Pero también lo convierten en un país de clanes, de tribus, divisiones y sobre todo pésimas carreteras. Esa división —esta sí que eterna—, y no la complicada narrativa geoestratégica, es lo que se encuentra en el origen de la actual guerra civil de Yemen, quizás una de las peor contadas en muchos años.

Pero el malentendido no es inocente, porque el conflicto yemení resulta precisamente muy revelador respecto al papel ambiguo que juega Arabia Saudí en la región, cada vez más cuestionado en Occidente. Por eso es importante entender lo que sucede en Yemen, ya que las consecuencias de esta guerra podrían acabar siendo mayores de lo que parece a simple vista.

Es necesario desechar la socorrida clave sectaria. Para empezar, los hutíes no son un grupo étnico sino un movimiento político —el término hutí apenas tiene 10 años—, y no son chiitas sino zaidíes. El zaidismo puede verse como una variante del chiismo, pero diverge tanto de él y tiene tal influencia suní que se debería considerar a medio camino entre las dos variantes del islam. Por otro lado, la hostilidad entre los zaidíes y Arabia Saudí no es algo congénito. Durante la guerra civil de Yemen del Norte (1962-70), por ejemplo, ambos fueron aliados en su defensa de la monarquía yemení frente a los republicanos panarabistas, apoyados por el Egipto de Nasser.

Un repetido fracaso

En general, el sectarismo nunca ha tenido demasiada importancia en Yemen, donde la divisoria ha sido siempre geográfica —las zonas de montaña frente al separatismo de la costa de Adén y el Hadramaut desértico al este— o política: en la época en la que Yemen estuvo dividido según la lógica de la guerra fría había un conservador Yemen del Norte y un  prosoviético Yemen del Sur. En el caso del movimiento hutí, se puede simplificar diciendo que su causa es precisamente la defensa de los intereses regionales de la zona montañosa norteña de Saada, donde vive la mayor parte de los zaidíes. Pero en su rebelión contra el gobierno de Mansur al Hadi cuentan también con el apoyo de muchos suníes, en particular un amplio sector del ejército regular.

El gran problema de Yemen ha sido siempre cómo articular una unidad nacional, algo en lo que ha fracasado repetidamente. Tan solo desde la década de los 60 del siglo pasado se pueden contar al menos una docena de guerras civiles, y esto ciñéndonos solo a las más importantes. No es casual que el país haya llegado a estar dividido en dos, ni que dentro de cada uno de esos dos estados haya habido guerras civiles, así como después de la reunificación de 1990. La causa del conflicto siempre es la misma: la fórmula de reparto del poder entre las distintas regiones, que lógicamente tienden a coincidir con grupos étnicos o religiosos, pero no siempre.

En ese contexto, la insurrección hutí no es más que una de las tantas rebeliones locales que ha visto el país. Incluso ahora mismo se están desarrollando otras dos simultáneamente: la insurrección separatista del sur y la que debería ser la verdadera preocupación de Occidente: la insurrección salafista dirigida por Al Qaeda.

Para entender cómo se ha llegado hasta aquí hay que retroceder a 2011, cuando las primaveras árabes sacudían el norte de África y algunos países de Oriente Medio. En Yemen las protestas sirvieron para unir brevemente a las distintas facciones que llevaban tiempo luchando contra el Gobierno central: los hutíes, los separatistas del sur, los islamistas del partido Al Islah y en general todos los yemeníes descontentos con el gobierno interminable y personalista de Ali Abdullah Saleh.

El sectarismo nunca ha tenido demasiada importancia en Yemen; la divisoria ha sido siempre geográfica

Pero si la primavera yemení se veía con cierta esperanza en el interior del país, en el exterior Arabia Saudí contemplaba con enorme preocupación que una revuelta más o menos democratizadora pudiese triunfar en lo que considera su patio trasero. La inquietud de Riad se comprende hasta cierto punto: aunque mucho más pequeño en superficie, Yemen tiene una población casi equivalente en tamaño, a lo que hay que sumar que centenares de miles de trabajadores yemeníes viven en Arabia Saudí. Además, los saudíes de origen yemení son muy numerosos en las filas del Ejército y el mundo de los negocios —por ejemplo, la familia Bin Laden—. Y aún más preocupante es para la monarquía: Arabia Saudí tiene su propia minoría chiita en la parte oriental de país, precisamente la zona rica en petróleo.

Teledirigidos desde Riad

Ante el riesgo de una democratización de Baréin en 2011, Riad no dudó en invadir el país ante la impasibilidad de la comunidad internacional. Pero en Yemen, los saudíes creyeron que podría bastarles, en principio, con teledirigir la transición y reemplazar a su antiguo hombre fuerte, Saleh, con uno nuevo, el hasta entonces vicepresidente, Abd Rabbuh Mansur Hadi. Este fue nombrado a toda prisa en unas elecciones en las que era el único candidato, cuando la Constitución obliga a que haya al menos cuatro. Obtuvo el 99,8 % de los votos. Cuando los medios describen a Hadi como “presidente electo” o “presidente legítimo” es a esto a lo que se refieren.

El problema es que la elección de Hadi vino a romper el equilibrio precario en el que se ha basado siempre la política yemení, porque Hadi es un hombre del sur —por eso era vicepresidente de Saleh, un hombre del norte—. Su primera decisión fue excluir completamente a los hutíes del Gobierno. Al mismo tiempo, Arabia Saudí enviaba de vuelta a más de 300.000 inmigrantes yemeníes, la mayoría norteños, por temor a un contagio de las protestas que habían derrocado a Saleh, inundando así el país de desempleados. Unos meses después, los hutíes estaban de nuevo en rebelión abierta contra el nuevo Gobierno.

Si el descontento de los hutíes era esperable, lo que nadie imaginaba entonces era que lograsen tomar con facilidad la capital, Saná. Pero para ello contaron con el apoyo del defenestrado Abdullah Saleh, que todavía tiene la complicidad de una buena parte del ejército regular. Esta alianza con su antiguo enemigo, y no con Irán, es el verdadero secreto de los hutíes.

Inicialmente, se intentó un típico arreglo yemení: un gobierno de unidad nacional manteniendo a Hadi como presidente. Pero Hadi —presionado por Riad— dio marcha atrás en el acuerdo, y los hutíes, dueños de la situación, le hicieron dimitir. Se puede ver como un golpe de Estado, pero desde luego no lo es contra un gobierno democráticamente constituido. Más bien hay que entenderlo como un juego de tronos de una facción que no aspira realmente a hacerse con el control de todo sino a restablecer un equilibrio que cree que se ha roto en perjuicio suyo.

Es la intervención saudí la que ha hecho que un conflicto local se convierta en uno regional y la que ha terminado por hundir a Yemen en el caos. Es posible que los saudíes crean realmente que detrás de los hutíes está Irán; sin embargo,  no es entendible que la comunidad internacional acepte ese argumento sin más. No existe prueba alguna de que los hutíes sean una herramienta, y menos aún una creación de Irán. Sus relaciones con Teherán son buenas, y no se puede descartar que hayan recibido o vayan a recibir algún tipo de ayuda puntual, pero Irán no ha mostrado nunca el menor interés en que los hutíes se subleven y de hecho se sabe que trataron de disuadirles al respecto. Ni siquiera Estados Unidos cree en la conspiración iraní, como ha llegado a reconocer oficialmente Bernadette Meehan, la portavoz del Consejo Nacional de Seguridad. Otra cosa es que Washington no tenga más remedio que seguir la corriente a sus aliados saudíes, a los que no quieren irritar más aún después del acuerdo nuclear con Irán.

Una sospecha compartida

¿Por qué lo medios repiten, entonces, esta idea de una guerra “que enfrenta a Arabia Saudí e Irán”? En parte es el peso de la propaganda saudí pero, quizás en mayor medida, se debe a la comodidad de contar una historia compleja con una narrativa más simple y comprensible. Basta señalar en un mapa el estrecho yemení de Bab el Mandeb y explicar que por ahí pasa buena parte del tráfico naval del mundo, sobre todo el petrolero, para que parezca clara la causa de la guerra. Pero lo obvio no es lo mismo que lo verdadero. Los hutíes no tienen ni los medios para cerrar ese paso marítimo ni está claro en qué podría beneficiarles. En cuanto a Irán, si quisiera interrumpir el tráfico de petróleo podría hacerlo en el mucho más estratégico estrecho de Ormuz, uno de cuyos lados controla por completo y el otro parcialmente. Omán es un discreto aliado de Irán.

EE.UU. vuelve a encontrarse en la misma paradoja que en Siria: luchando codo con codo con Al Qaeda

La pregunta que cabe hacerse llegados a este punto es si Arabia Saudí no será “el verdadero Irán”, el país que trata de controlar todo Oriente Medio, impulsa el radicalismo en la zona e incluso, con algunos matices, financia el terrorismo. Esta es una sospecha que ha rondado la cabeza de muchos expertos durante años pero que ahora empieza a abrirse paso en los informes de las cancillerías en Occidente, la Casa Blanca incluida. Es Arabia Saudí la que, desde la revolución jomeinista de 1979, y con la excusa de contener a Irán, no ha dejado de crear inestabilidad en la zona. Fueron Riad y sus aliados del Golfo quienes empujaron a Sadam Hussein a atacar a Irán al año siguiente, provocando una guerra de consecuencias devastadoras. Fue Arabia Saudí la que difundió por todo el mundo árabe la ideología wahabita que dio origen a Al Qaeda. Y es Arabia Saudí la que, al financiar —y en ocasiones crear y entrenar— las milicias yihadistas más radicales en la guerra civil siria, ha engendrado el monstruo de Estado Islámico. Cada vez parece más claro que, ya simplemente pensando en los intereses de Occidente, Riad no puede jugar el papel de gendarme de Oriente Medio que se ha atribuido en los últimos años.

Yemen proporciona una prueba adicional al respecto. Durante años, los saudíes se han empeñado en exportar allí también su doctrina wahabita por medio de generosas donaciones y predicadores. En la parte zaidí del país, esta fue una de las causas del malestar entre los hutíes. En la zona suní, la predicación tuvo como consecuencia la conversión al radicalismo islámico de muchos antiguos sufíes. Estos forman parte ahora del partido islamista Al Islah, fundado y financiado por Riad, que a su vez ha sido un magnífico caldo de cultivo para Al Qaeda, cuya franquicia yemení, AQPA (Al Qaeda en la Península Arábiga) es, no por casualidad, la más activa y peligrosa del mundo.

Precisamente, uno de los objetivos declarados de los hutíes es acabar con el control que ejerce Al Qaeda en amplias zonas del país. En esto los hutíes han tenido bastante más éxito que la campaña de drones de la Casa Blanca, por más que uno de sus artefactos causara la muerte a inicios de febrero de uno de los líderes de la red terrorista en Yemen, Jalal Baleedi.
Los bombardeos de los saudíes y sus aliados —reanudados a principios de año a pesar del alto el fuego acordado en diciembre— han ayudado a Al Qaeda a extenderse al centro del país. Y la connivencia va más allá, como demuestra el caso de Mukalla, la importante ciudad el sur que en abril de 2015 Al Qaeda conquistó sin dificultad gracias a que las tropas de la Segunda Brigada de Infantería que la defendían le franquearon el paso. Resulta que el comandante de esta unidad, el general Mohammed Ali Mohsen, pertenece al partido Al Islah y se cree que está refugiado en Arabia Saudí, desde donde ordenó a sus hombres rendirse. Puesto que EE.UU. está dando apoyo logístico y cobertura diplomática a la operación saudí, vuelve a encontrarse en la misma paradoja que en Siria: luchando codo con codo con Al Qaeda.

¿Cómo acabará esta locura saudí? Las tropas del reino no tienen la capacidad de ocupar Yemen como hicieron con Baréin. Aunque parezca sorprendente, los hutíes les han infligido derrotas humillantes en el pasado. La inseguridad de Riad es evidente; ha tenido que rodearse de aliados como Egipto, Sudán, el Golfo... Lo que sí pueden lograr los coaligados es frenar a los hutíes, pero entonces el poder acabará cayendo en manos de Al Qaeda. Si esto ocurre, al menos una cosa es segura: como sucedió con Estado Islámico en Siria, los medios tendrán que prestar más atención a la guerra de Yemen.