11/10/2024
Internacional

Cuba. El gran cambio

Lo que los cubanos revolucionarios valoraban de sí mismos era su resistencia, su talento para comprometerse con una causa sin flaquear. Esos días de fe heroica han terminado, y quizá pronto también la represión y la censura

  • A
  • a
Cuba. El gran cambio
Una calle de Santiago, la segunda ciudad más grande de Cuba. JOE RAEDLE / GETTY
Uno habría jurado que nada había cambiado. Las filas caóticas que los viajeros formábamos ante los severos funcionarios de inmigración cubanos; su beligerante lentitud; el ruido y el calor en una sala demasiado pequeña; el eco de los gritos de una persona vestida con uniforme oliva a otra, de un lado a otro de la habitación (una discusión o conversación sobre el menú de la comida, en Cuba nunca se sabe de cuál de las dos cosas se trata); los padres que hacen fila pacientemente con sus hijos a la espera de que tengan un berrinche.

Todavía falta la larga fila para que nos inspeccionen el equipaje de mano, y la espera aún mayor para las maletas facturadas que, misteriosamente, no son inspeccionadas, y la fila de salida que nos llevará desde el purgatorio hasta, al fin, Cuba, pero no antes de que hayamos hecho una penitencia final esperando a un conductor que nunca llega, y otros 10 minutos para una dosis de café que tampoco llega nunca, y una última fila relativamente ágil para cambiar dólares por la confusa moneda-para-extranjeros cubana, y una breve fila para el transporte que, unas tres horas después de aterrizar, se dispone a llevarnos, por fin, a La Habana. Y durante todo ese rato, la pregunta cada vez más insistente: ¿por qué tiene que ser así? ¿Por qué, durante los 57 años que hace que Fidel Castro entró en La Habana al frente de un desaliñado Ejército Rebelde, ha tenido que ser siempre así? De veras que uno podía jurar que nada había cambiado.

Fidel Castro encarnaba al héroe que lideró a un pueblo heroico en su ferviente desafío a los yanquis

Y de repente, ¡boom!, la nueva realidad. El conductor de mi elegante taxi a cuadros amarillos pone el aire acondicionado a tope y baja la ventana para gritar al aire tropical el éxito de esta semana. Tiene la actitud de quien se alimenta habitualmente de coca o de Coca-Cola, no me presta atención, toquetea el dial de la radio, canta otra canción a gritos, casi choca con cinco viejos coches en una rápida sucesión, frena derrapando al llegar a mi destino, una residencia particular donde he conseguido encontrar la última habitación disponible en toda la ciudad, tira mi equipaje al suelo y arranca quemando rueda en busca de más pasajeros, más guanikiki. Así es: ¡mola, billete, dinero!

En el viejo, familiar y desvencijado vecindario de El Vedado hay más sorpresas: la acera frente al edificio en el que me hospedo está siendo reparada, la casa de enfrente está siendo pintada, la avenida por la que hemos llegado está siendo asfaltada, una torre de construcción se ve por detrás de un bloque de pisos modernista que se derrumba delicadamente. Todo está cambiando, o va a cambiar, o promete cambiar, porque el mayor cambio de todos va a tener lugar.

Barack Obama, líder del archienemigo del Estado marxista cubano, va a aterrizar en una visita de Estado por invitación del presidente Raúl Castro. La frase común que se está utilizando en la prensa es que se trata de “la primera visita de un presidente estadounidense en activo en 83 años”, pero por supuesto eso no es lo importante. Es la primera visita desde la Revolución cubana, la primera desde Bahía de Cochinos, la primera desde que Fidel colocó los misiles nucleares que hicieron que el mundo se congelara de miedo ante una inminente aniquilación nuclear en 1962, la primera desde que Estados Unidos impuso 50 años de aislamiento diplomático y comercial a una isla con una población de 11 millones.

Raúl era el tolerante. A diferencia de su hermano, tenía sentido del humor y una mente muy pragmática

También había una historia de las relaciones con Estados Unidos antes de eso, y todo cubano recuerda su amargura. La guerra de 1898 entre España y Estados Unidos fue la aventura imperial americana en el Caribe. No terminó cuando, después de tres años de ocupación, Cuba aceptó firmar la enmienda Platt. Esencialmente, la enmienda permitía a Estados Unidos quedarse con Guantánamo y obligaba a Cuba a consultar cada movimiento con Estados Unidos y obedecerle. Estuvo en vigor 33 años. Es imposible comprender el dominio que Fidel Castro tenía sobre la imaginación de muchos de sus compatriotas —y muchos más ciudadanos sin derechos de América Latina— sin este pasado. Audazmente, y también sinceramente, encarnaba el héroe que lideró a un pueblo heroico en su ferviente desafío a los yanquis. Para que no flaqueen en sus convicciones, un cartel ante la antigua embajada estadounidense proclamaba permanentemente a los señores imperialistas que los cubanos no les tenían ningún miedo.

El cartel antiimperialista desapareció cuando Obama y Raúl reestablecieron relaciones oficialmente en julio de 2015, y ahora un visitante podría sospechar que el socialismo antiimperialista ha sido sustituido por uno de esos cultos según los cuales los espíritus proveerán comida y otros bienes materiales cuya deidad es Obama. ¿Qué es, pregunté, ese enorme y decrépito edificio en el que se oía a niños jugar? Era una escuela medio derrumbada que pronto se repararía. Una calle como un barranco, un sistema de distribución disfuncional, todo se repararía: ¡venía Barack Obama!

Un constante ingenio

El piso que compartía con un colega nos recordaba constantemente lo dura que es todavía la vida cotidiana para los cubanos a pesar de los cambios. Muy por encima del hogar típico, aun así exigía un constante ingenio. Nada funcionaba bien en la cocina, empezando por el fogón de 60 años, cada uno de cuyos fuegos pasaba de eructar gas a convertirse en un infierno vertical en segundos. Había dos cuchillos, ninguno de los cuales era capaz de cortar un pimiento que había escondido entre mi equipaje. El agua puesta a hervir en un cazo de lata abollado desarrolló una piel gris grasienta. Por la noche, una de las cucarachas de La Habana, del tamaño de un animal doméstico, meneó sus antenas hacia mí desde detrás de una toalla deshilachada.

Nada podía tirarse: las perchas del armario del dormitorio, cuyo alambre inferior se había oxidado y despegado, había sido cuidadosamente pegado para que en los restos aún pudiera colgarse una blusa. Cada pared era de un color distinto, según la pequeña cantidad de pintura que hubiera podido encontrar el dueño en un momento dado. Todo esto era lo mejor que la economía cubana podía ofrecer en los años de bonanza del siglo XXI, y solo porque el propietario tenía parientes en el extranjero que podían contribuir a financiar la renovación del piso. “Ahora, con Obama —dijo el propietario, esperando el renovado comercio entre los dos países—, me gustaría poder arreglar de verdad esta casa.”

El chiste que todo el mundo contaba decía que Obama debería pasar un mes en La Habana, porque para preparar su visita de tres días se había hecho más para reparar la ciudad que en el medio siglo anterior. De hecho, la visita tuvo lugar porque ya se han producido inmensos cambios, la mayoría a instancias de Raúl Castro, pero eso solo se reconoce de vez en cuando y con recelo. “Las cosas están mejor —dijo una mujer franca que conozco—, pero no lo suficiente.”

Cuando la casa en la que vives se cae a pedazos, ¿cuánto tiempo puedes hacer apaños?

Ya no existe el hambre desesperada que afligió a todo el mundo en los días que siguieron al colapso de la Unión Soviética. Pueden comprarse legalmente microondas, cocedores de arroz y, más significativamente, teléfonos móviles, y mi franca conocida puede expresar a gritos sus objeciones a la manera en que van las cosas sin compartir mi preocupación porque alguien la oiga. Una preocupación que me impide incluso ahora identificar a casi nadie en esta historia. La lista de cubanos castigados por hablar con periodistas extranjeros es demasiado larga, y la represión de la oposición formal demasiado activa, como para dar por sentada cualquier forma de libertad de expresión.

“Lo que quiero saber —exclamó en voz alta mi conocida— es por qué la revolución necesita medio siglo para corregir cada error.” Esto es una exageración —hubo numerosos errores, como los campos de concentración para homosexuales y Adventistas del Séptimo Día creados en los 60 que fueron corregidos en años y no en décadas—, pero tiene que ver de manera tangencial con la pregunta que debe atormentar la mente de los responsables de los inmensos cambios que están teniendo lugar ahora. ¿Cuántos errores pueden corregirse sin correr riesgos? Cuando la casa en la que vives se cae a pedazos, ¿cuánto tiempo puedes hacer apaños con las cañerías, las ventanas, las jambas de las puertas y las paredes maestras antes de que todo el edificio se te caiga encima? Esta es la pregunta cuya respuesta Raúl Castro ha estado explorando desde que llegó al poder hace ocho años.

Raúl Castro es el cuarto de siete hermanos, hijos de una cocinera cubana y un inmigrante sin estudios que hizo su fortuna cultivando caña de azúcar en el extremo oriental de Cuba, al principio para la United Fruit Company. Como su hermano mayor Fidel, Raúl creció como “judío”, el término utilizado por los conservadores católicos de Cuba para los niños no bautizados (el padre de Raúl no se casó con su madre hasta que él tenía 12 años, por lo que los niños no podían ser bautizados).

A la sombra de Fidel

Raúl parece haber tenido claro desde el principio que no podía ser en nada como su fornido, guapo, carismático y brillante hermano. Bajito y soso, no fue un buen estudiante y se convirtió en un experto en dominar el trasfondo. Estuvo con Fidel durante sus días de agitador en la Universidad de La Habana y en su espectacular asalto fracasado a unos cuarteles militares en la ciudad oriental de Santiago en 1953. Estuvo junto a Fidel durante los años del exilio en México, y también en el viejo y decrépito yate que en 1956 llevó a varias docenas de hombres a su desastroso amarre en un manglar cubano y la subsiguiente casi aniquilación a manos de los soldados del dictador Fulgencio Batista.

Junto a Ernesto Guevara, el Che, Fidel creó una guerrilla —el Ejército Rebelde— en las montañas orientales de la isla. En parte porque Estados Unidos retiró su apoyo a Batista y gracias también a una valiente oposición civil, el Ejército Rebelde triunfó. El 1 de enero de 1959, Batista huyó de Cuba y una semana más tarde Fidel entró en La Habana. Inmediata y alegremente, Raúl ordenó las ejecuciones sin juicio de varias docenas de supuestos torturadores y asesinos de Batista. Raúl siguió con la tarea de consolidar una fuerza militar capaz de defender la isla contra una invasión estadounidense. Durante los siguientes 48 años el hermano más joven persiguió este objetivo, guardándose sus opiniones para él mismo y apareciendo muy poco en público. Todo el mundo sabía, de todas formas, que él era inevitablemente el segundo hombre más poderoso del país.

Como dirigía un ejército, se asumía que era rígido y tenía poca imaginación, pero quienes estaban cerca de los hermanos Castro y su círculo íntimo decían que Raúl era el tolerante, el que se aseguraba de que todos los miembros de la familia fueran bienvenidos a las comidas semanales que organizaban él y su esposa, una exestudiante del MIT que se unió al movimiento de Fidel desde el principio. A diferencia de su hermano, tenía sentido del humor y una mente muy pragmática. En 2006, cuando Fidel se puso enfermo y anunció su retiro temporal, los puestos en la Asamblea Nacional (el cuerpo legislativo del régimen) fueron reorganizados para poner a Raúl en la línea de sucesión directa. Dos años después, cuando fue evidente que Fidel no podría volver al poder, Raúl fue confirmado como líder del Estado cubano.

Raúl tiene una oposición interna, empezando por Fidel y los históricos del Partido Comunista

Los cambios empezaron inmediatamente. “No hablaré mucho”, dijo el hombre que había pasado la mejor parte de su vida escuchando cómo su hermano hacía que otros se durmieran durante sus monólogos, que duraban una noche entera. De hecho, el nuevo se ha distinguido desde entonces por hacer pocos, cortos y directos anuncios, y después hacer más o menos lo que dice que hará. Desde que llegó al poder los teléfonos móviles se legalizaron, la tierra estatal no utilizada volvió a manos de los agricultores privados y por primera vez en más de medio siglo los cubanos pudieron comprar y vender propiedades y viajar al extranjero. Internet, tan temido por los conservadores de la línea dura en el Gobierno, empezó a ser accesible para todo el mundo que tuviera el dinero para pagar por ello, o las artes cubanas suficientes para saltarse la barrera del pago. La pornografía y las publicaciones online locales e independientes todavía están bloqueadas. Y quizá más importante que todo eso, a los meses de llegar al poder Raúl le dijo al actor Sean Penn que consideraría reunirse con Barack Obama si el entonces candidato demócrata era elegido presidente.

China-con-daiquiri

El hermano de Fidel claramente se ha adelantado de una forma que los fidelistas más mayores del Partido Comunista de Cuba no han hecho. Puede estar intentando modernizar el socialismo cubano hasta el punto de que sea suficientemente capitalista y abierto como para acomodar a las preocupadas generaciones que ahora están por debajo de los 45 años. Puede que sueñe con algo parecido a una Noruega-bajo-las-palmeras o, más bien, una China-con-daiquiri. Quizá tiene la sensación de que la revolución ha terminado, de que no hay futuro en los viejos dogmas y fracasos, de que 60 años de pobreza y represión son suficientes, y que él no tiene poder real para controlar el inevitable futuro. Quizá simplemente está intentando asegurar que una nueva Cuba capitalista no resbale en una ciénaga de corrupción y cinismo.

Mientras tanto, Raúl tiene una oposición interna a la que hacer frente, empezando por su hermano, que todavía habla para los viejos históricos del partido. El lunes que siguió a la visita de Obama, Fidel publicó una dispersa y quejica reflexión sobre el “hermano Obama” cuya conclusión era difícil de descifrar, más allá del hecho de que Obama no pisó suelo cubano durante sus años en el poder. Las puertas para que los fidelistas aireen su enfado en todos los medios controlados por el Gobierno fueron así abiertas, aunque la mayoría de las protestas son textos desdibujados porque pueden atacar a Obama pero no a Raúl.

En una conversación telefónica desde México, el respetado historiador cubano Rafael Rojas, a quien no le permiten volver a su país desde 1994 pero lo sigue y estudia muy de cerca —solo pudo obtener una visa de cuatro días en 2009 por la muerte de su padre—, reflexiona sobre las fuerzas que apoyan y se oponen a Raúl Castro. “Hay una oposición reconocida internacionalmente dentro de Cuba, pero tiene muy poca visibilidad dentro de la isla por su falta de acceso a los medios. Además, y esto es un asunto delicado porque genera controversia, se ve afectada por la dinámica de su dependencia de la oposición cubanoamericana en Miami. También hay otra oposición invisible. Una corriente reformista dentro de los propios ministerios que se aparta no solo de la línea ortodoxa y oficial, sino también del propio Raúl. Ellos creen que el cambio debe llegar más rápido.”

No es fácil ver cómo la transición económica podría ir mucho más rápido: las dificultades están en todas partes, y mucha gente afirma que sin la reforma económica las políticas no pueden prosperar. Un reciente debate online entre economistas en Cuba y en el extranjero examinó el molesto asunto del peso cubano (CUP), con el que pagan los salarios en la isla, versus los pesos convertibles (CUC), delimitados por el dólar estadounidense y que pueden ser cambiados en moneda extranjera. Estos últimos valen unas 25 veces más que el peso.

Rafael Rojas: “La corriente reformista del régimen cree que el cambio debe llegar mucho más rápido”

Con el peso y sus cartillas de racionamiento, cubanos y solo cubanos pueden ir a una de las deprimidas bodegas que existen en cada barrio y recoger sus raciones de jabón, arroz, frijoles, aceite para cocinar y no mucho más. También pueden comprar las pocas cosas extra que la bodega tiene a la venta, pero no siempre, como zumo de fruta o pilas. Ahora es posible para los cubanos comprar productos con CUP en las tiendas que antes solo admitían CUC. Todo el mundo está de acuerdo en que ambas monedas deberían unificarse cuanto antes, pero uno de los problemas es que los productos que se compran con pesos están subsidiados.

También está la cuestión del excedente, por usar un viejo término marxista, que el Gobierno cubano saca de sus trabajadores. Aunque el sector privado ha crecido exponencialmente desde las reformas de Raúl Castro, un 70% de la mano de obra todavía trabaja para el Estado, cobrando una media de 600 pesos al mes (unos 22 euros).

En años recientes el Estado ha permitido una serie de pagas para los trabajadores basadas en la especialización, de modo que algunos médicos ganan ahora 60 euros. En comparación, sin embargo, el dueño del alojamiento privado donde me quedé puede cobrar, en CUC, el equivalente a 30 euros por noche y huésped en cada una de las dos habitaciones, que tienen una ocupación muy alta de turistas.

Mientras tanto, el Estado se lleva unos 2.200 millones de euros al año por alquilar a sus médicos a más de 60 gobiernos diferentes. Pero solo paga a esos doctores unos 265 euros al mes mientras dura este trabajo, a lo que hay que sumar los menos de 180 euros que son depositados mensualmente en una cuenta cubana, como una especie de incentivo para los médicos que vuelven a casa después de su viaje al extranjero. En esencia, la tarea urgente de unificar las dos monedas requerirá que el Gobierno deje de presupuestar utilizando dinero falso, encuentre suficientes ingresos para pagar salarios más altos que los indecentes niveles actuales y, de alguna forma, esquive la casi inevitable inflación que le seguirá.

Futuro triste y desigual

Un miembro de la oposición católica con el que hablé una mañana señaló que el total desarrollo que Cuba necesita dejará una tremenda desigualdad en su camino y no pude ver otra cosa que un futuro triste para alguien como un taxista al que llamaré Marcelo, que me paseó unas cuantas veces.

Era lo suficientemente mayor como para recordar “un poco” los amargos tiempos prerrevolucionarios para su familia, negros y pobres. Con Fidel, por el contrario, había tenido sanidad gratuita, una buena educación y había trabajado en el extranjero en un puesto diplomático. No había duda de que era un orgulloso miembro del Partido Comunista. Ahora jubilado, era dueño de un oxidado Lada ruso con unos 20 años de antigüedad cuya palanca de cambios se salía de la caja cada vez que aceleraba. El motor tendía a pararse en los semáforos, el fondo del maletero estaba oxidado y las puertas solo se abrían desde el exterior. No le quedaba mucha vida a aquel pobre coche, pero Marcelo, en sus saludables 60, todavía podía tener dos décadas por delante con una jubilación del Gobierno equivalente a seis euros al mes. ¿Cómo pintaba su futuro cuando el coche dejara de funcionar ahora que la única forma de llegar a fin de mes es trabajar para extranjeros y cobrar en CUC? Marcelo no contestó a la pregunta, ni retomó su hasta entonces animada charla durante el resto del camino, y uno puede fácilmente suponer que su lealtad está con el tradicionalista Fidel más que con el reformista Raúl.

Dos líderes de salida

Puede que Raúl Castro vea concluir esta transición, o que la transición se lo trague. Sea como sea, no tiene mucho tiempo: ha anunciado su retiro después de las elecciones generales de 2018, cuando cumpla 86 años, y está presionando para aprobar un límite de dos mandatos para todos los puestos públicos. Esto, de hecho, puede ser lo único que Obama y él tengan en común: dos líderes en salida, intentando consolidar un legado que sus sucesores no puedan destruir.     

El día de la llegada de Obama las calles estaban extrañamente vacías, como si la mayoría de la gente de La Habana hubiera decidido alejarse de cualquier problema potencial. Pero con cada hora se fueron tornando más osados. No mucho más tarde, los edificios se vaciaron y las masas se reunieron donde quiera que la llegada de la policía motorizada anunciara un inminente avistamiento del presidente estadounidense. La gente jaleaba incómoda, sin saber muy bien cómo expresar la emoción que sentía.

Se produjo una torpeza de parecida incomodidad entre los dos líderes: sonrisas y charla amistosa que los periodistas que acompañaban a Obama advirtieron incluso más allá de los posados para las fotos, y una conferencia de prensa que a Raúl Castro le pareció tan irritante, incomprensible, innecesaria y amenazadora que habló con su hijo mientras el primer periodista hacía sus preguntas, que resultaron ser sobre derechos humanos.

Obama, con su actitud petulante, de dueño de la situación, procedió a insultar a su anciano anfitrión con un guiño teatral a la audiencia mientras el hombre manoseaba los auriculares. Finalmente, un enfadado Castro retó al periodista a que le diera nombres de algún prisionero político y la conferencia de prensa se encalló y acabó embarazosamente.

Un 70% de la mano de obra trabaja para el Estado y cobra una media de 600 pesos al mes (22 euros)

Aunque los medios estadounidenses declararon que Obama había sido el ganador del encuentro, apenas importó que los presidentes fueran incapaces de cautivarse mutuamente o que Castro no lograra ganarse al público. Obama es tan hábil como relaciones públicas como el que más en Estados Unidos, y el líder de un Estado monolítico no necesita encanto. Ambos lados obtuvieron lo que habían ido a buscar: Estados Unidos, establecer una relación beneficiosa para ambos bandos con el país vecino; para Cuba, en primer y principal lugar, deshacerse del embargo, como le explicó Raúl Castro a Sean Penn hace años. Pero eso lo decidirá el Congreso, no Obama.

El mayor grupo de presión favorable a un cambio en las reglas de juego fue a Cuba con Obama. Warren Buffet estuvo allí, y también Google, junto a los presidentes de Paypal y Airbnb y representantes de varias líneas aéreas que han negociado los derechos para desplegar 110 vuelos diarios desde Estados Unidos a La Habana.

En una rueda de prensa para reporteros que viajaban con Obama, el vicesecretario para la Seguridad Nacional, Ben Rhodes, añadió que General Electric y Caterpillar querían persuadir al Gobierno cubano para comprar sus productos. También en la conferencia estaba el presidente de la Cámara de Comercio estadounidense, Carlos Gutiérrez, un cubano exiliado que, como secretario de Comercio de George W. Bush, hizo una dura campaña contra cualquier acercamiento al régimen de Castro. Se adelantó a las preguntas sobre derechos humanos asegurando a todo el mundo que “el derecho a ganarse la vida” era un derecho humano básico que se expandiría gracias a la inversión estadounidense.

Una pausa del capitalismo

La excitación de los aspirantes a inversores y su percepción de las posibilidades que tenían ante sí se vieron reflejadas en todas partes. Los turistas recorrían por miles La Habana Vieja, emocionados por la absoluta novedad del lugar y disfrutando de la ausencia de cosas que Cuba sin duda tendrá pronto.

La Habana es la ciudad donde uno no es perseguido y molestado por altavoces en todas las tiendas de los que sale música atronadora: no hay tiendas, o casi ninguna. No hay anuncios, no hay atascos de tráfico, no hay centros comerciales, no hay internet 24 horas con sus adicciones correspondientes, no hay supermercados con sus infinitos estantes de posibilidades. Unas vacaciones en Cuba son una pausa del capitalismo.

Durante las largas y duras décadas bajo el régimen liderado por Fidel Castro, estas austeridades no eran un motivo de orgullo. Lo que que conmovía a jóvenes de todo el mundo y lo que los cubanos del periodo revolucionario valoraban de sí mismos era su capacidad de resistencia, su valentía y su espartano talento para comprometerse con una causa sin flaquear. Esos días de fe heroica han terminado y quizá pronto la costumbre refleja de reprimir también lo hará y no habrá más presos políticos, que todavía son docenas, ni censura.

“Hace años era difícil escuchar nuestra música en Cuba, pero aquí estamos”, dijo Mick Jagger en un aceptable español. Se dirigía a la enorme masa que se reunió en La Habana para un histórico concierto gratuito que los británicos Rolling Stones dieron el día en que Obama se fue. “Los tiempos están cambiando, ¿no?”

Quizá ninguna otra comunidad sufrió la intolerancia y la persecución del régimen de una manera más constante que los artistas, pero ahora estos perciben una sensación de renovada oportunidad y resolución en el presente cubano. En La Habana Vieja una instalación del artista Felipe Dulzaides recrea la escuela de teatro en la legendaria Escuela Nacional de Arte, que sobrevive en un estado ruinoso en el barrio de Cubanacán. Las escuelas eran el proyecto favorito de Fidel Castro, que puso al arquitecto Ricardo Porro al frente. El propio Porro diseñó las de danza y artes visuales y reclutó a dos amigos, los italianos Vittorio Garatti y Roberto Gottardi, para que diseñaran las escuelas de música y ballet y de teatro, respectivamente. Pero la arquitectura de vanguardia fue censurada por la revolución antes de que los edificios pudieran terminarse.

Ricardo Porro murió en París en 2014, Garatti regresó a Italia hace años y la escuela de teatro sobrevive en un frágil deterioro, como lo hace su irónico arquitecto de 89 años, Roberto Gottardi, que todavía vive en Cuba. En la intrépida galería de arte de La Habana Vieja en la que Dulzaides presenta su homenaje a la escuela y su arquitecto, el artista me mostró un vídeo e instalación fotográfica y un exquisito modelo a escala del edificio hecho por los estudiantes de Gottardi. Ahora, quizá, la Escuela Nacional de Arte pueda algún día revivir. “Gottardi ha pasado los últimos 52 años tratando de imaginar cómo podría terminarse la escuela de teatro”, dijo Dulzaides. “Para mí, esta es la perfecta metáfora de la Revolución cubana hoy.”
 

The New York Review of Books Copyright © 2016 A. Guillermoprieto