24/4/2024
Literatura

Javier Azpeitia. Esas inútiles gentes de letras

El escritor reflexiona sobre el sentido de la escritura y de su difusión a partir de la vida de Aldo Manuzio Romano, el impresor de Venecia

Begoña Huertas - 10/06/2016 - Número 37
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Javier Azpeitia. Esas inútiles gentes de letras
Alberto Morante / EFE
Solo se escribe lo que se puede decir”, observa un personaje en las primeras páginas, “No son tiempos para escribir lo que se piensa”. Quizás por eso Aldo Manuzio, el impresor de Venecia, echa al fuego sus reflexiones en cuanto termina de escribirlas. Sin embargo, gracias a la magia de la literatura el lector puede asistir como testigo privilegiado y leer lo que escribe por encima de su hombro. El impresor de Venecia, la más reciente novela de Javier Azpeitia (Madrid, 1962), es una novela que reflexiona sobre el sentido de la escritura y de su difusión, un sentido que oscila entre el negocio y el sueño.

En 1489, con unos 40 años, Aldo Manuzio Romano llega a Venecia con el encargo de aprender el arte de la imprenta para volver a Carpi e instalar una corte de sabios que difunda al mundo los grandes textos de la literatura griega. A partir de ahí se despliega una historia que es la del personaje y también la del negocio editorial. La novela está conformada por varios planos que al sobreponerse dan lugar a un texto complejo, caleidoscópico y coherente, un universo que se basta a sí mismo, como en la buena literatura.

Aldo envejece entre el amor pasional por Marietta (“así, tapada, parecía inofensiva”) y el acuerdo de amistad con su esposa Maria. La trama que sigue sus peripecias explora todo aquello que sacude al ser humano: sueños, ambición, miedos y torpeza, y, por supuesto, la vejez.

Conformada por varios planos que se superponen, la novela es también la historia del negocio editorial

Por otro lado, la novela muestra el desarrollo del libro como objeto y explora el significado social, y económico, que tuvo la invención de la imprenta. Es la época de Jenson, aprendiz de Gutenberg, de Lorenzo de Medici, de Savonarola. Son los días de las primeras tipografías, de la autoridad eclesiástica y los libros inconvenientes. La erudición de Azpeitia es asombrosa, como lo es también su capacidad para recrear todo ese mundo trayéndolo al presente de un modo que el relato pierde todo acartonamiento, se sacude el polvo del tiempo y cobra vida y actualidad. La máquina de consultar libros, por ejemplo, (un artefacto que mediante el pedaleo hace girar una rueda y pone diferentes atriles ante los ojos) es un remedo cómico del ordenador y el e-book.

Novela histórica, de atmósfera, sí, pero sobre todo de personajes. El gusto por indagar en la psicología de estos y plasmarlo en un trazo, en un gesto, en una palabra es algo que Azpeitia hace con ojo clínico y precisión de cirujano. Entre los caracteres históricos, que el relato hace inolvidables, destaca el impresor Andrea Torresani, con sus libros llenos de erratas, hombre directo y sin escrúpulos que dirige su imprenta igual que su prostíbulo: “La gente cada vez pide cosas más absurdas, Andrea, me dije. Te hacen falta contenidos. Y como los contenidos no valen nada, de eso tú no tienes ni idea. Necesitas a tu lado un hombre de letras, por más que parezcan todos inútiles”.

Inolvidable se vuelve también la figura del príncipe Giovanni Pico della Mirandola, travestido en la condesa de la Concordia y más tarde castrado voluntariamente: “El camino de la sabiduría que quieres recorrer, el que yo tomaba cada mañana en mi otra vida, no llega a donde dicen los mapas que llega […] Lo que hace invencible al hombre es la ignorancia”. Un intelectual hedonista cuyo pesimismo atraviesa la novela. Giovanni Pico termina considerando que la escritura destruyó la inmensa obra oral de la humanidad, el legado que conectaba el entendimiento de cada hombre con sus ancestros.

La variedad de recursos aporta complejidad y matices, ameniza la lectura y evita un tono monocorde

Diversos narradores y puntos de vista se combinan capítulo a capítulo para ir levantando la historia (la voz de Giovanni Pico en primera persona, las palabras de Andrea Torresani recogidas por Aldo, que le tienen a él como interlocutor, los escritos del propio Aldo, que luego destruye, un narrador omnisciente que aparece y desaparece), cada uno con su propio registro pero todos atravesados por un sentido del humor que impregna la novela. La variedad de recursos aporta complejidad y matices, ameniza la lectura y evita un tono monocorde.

La unión de todos estos elementos hace de El impresor de Venecia una obra a la altura de El nombre de la rosa. Javier Azpeitia ha construido un juego de espejos entre una época en la que cambió el mundo de los libros y la época de cambio actual.

Hay un momento en el que la narración se detiene y Aldo observa una pintura de Las tres Gracias en la casa de Andrea Torresani. Estas son sus palabras: “El ritmo de la generosidad une a las tres Gracias: la que da la manzana, la que la recibe y agradece, la que la devuelve. Es una exaltación del flujo sin interés de bienes entre los hombres, por el propio placer de regalar. Están desnudas porque no necesitan mentir: no venden. Este cuadro habla de todo lo que el mercado desprecia”. Esta novela también.

El impresor de Venecia
El impresor de Venecia
Javier Azpeitia
Tusquets, Barcelona, 2016,
352 págs.