23/4/2024
Libros

Katharine Graham. La primera dama de la prensa

Fue la editora del Washington Post durante los mejores años del periódico

Jaime G. Mora - 24/06/2016 - Número 39
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Katharine Graham. La primera dama de la prensa
Truman Capote con Katharine Graham en el Black & White Ball del Hotel Plaza de Nueva York en 1966. Barton Silverman / The New York Times / Contacto
A Katharine Graham (Nueva York, 1917 - Boise, Idaho, 2001) los retos le llegaron sin esperarlos, y de todos salió victoriosa. Cuando en el 63 se puso al frente de la compañía editora del diario The Washington Post, sin experiencia previa ni empresarial, convirtió un conglomerado ruinoso en uno de los más importantes de Estados Unidos. “Lo que hice, en realidad, fue dar un paso, cerrar los ojos y saltar al vacío. Lo sorprendente es que caí de pie”, dijo. Seis años después asumió el puesto de editora del periódico que había comprado su padre porque “debía” hacerlo. Se encontró con “más trabajo que nunca”, se sentía “insegura y nerviosa”, pero llevó al Post a competir con The New York Times. Y cuando escribió sus memorias, con 79 años, cansada del paternalismo de quienes le ofrecían un brazo para ayudarla a caminar, ganó el premio Pulitzer. Todo en un mundo de hombres.

Una historia personal (Libros del K.O., 2016; Alianza editorial, 1999) es el autorretrato de quien fue “la mujer más poderosa de América”, la que se atrevió a publicar los papeles del Pentágono y protegió a los periodistas que revelaron el escándalo del Watergate de las enormes presiones, políticas y financieras. El libro es un manual sobre periodismo y empresa. Y es una lección de vida: la desmitificación de una mujer que lloró durante dos días cuando un directivo de su compañía le dijo que era una mala ejecutiva y que consintió que Lyndon B. Johnson la abroncara mientras se desnudaba en su dormitorio en un aparte de la fiesta de aniversario de la boda del presidente.

Vidas extraordinarias

La biografía de Graham ya se presentaba interesante desde antes de que naciera. La primera vez que su padre, Eugene Meyer, vio a la que sería su esposa le dijo al amigo que estaba con él: “Esa es la chica con la que me voy a casar”. Así fue, pero no antes de que Agnes, la madre de Katharine, coqueteara con otros hombres y desarrollara su veta artística en un viaje por Europa. En Francia conoció a Madame Curie y a Picasso, que le pareció “listo pero superficial”. Tres semanas después de su regreso a EE.UU., Agnes contrajo matrimonio con Eugene. “¿Se casó ella con él para huir de los problemas de su familia, por seguridad, por dinero? —se pregunta Graham—. Desde luego, ella admitía que el dinero había tenido cierta importancia en su decisión.”

Se puso al frente en 1963 y convirtió una empresa ruinosa en una de las más importantes del país

Graham creció sin que su madre se preocupara por ella, y nunca se sintió querida. En el libro la acusa de querer demostrar siempre que ella era mejor, incluso cuando Katharine mandaba en el Post. Cada vez que la menciona lo hace con una frase lapidaria: “No puedo decir que mi madre nos quisiera verdaderamente. Hacia el final de su vida consideraba que yo había triunfado, y quizá era eso lo que apreciaba”. Las inseguridades de Graham vienen, en parte, de la sensación de inferioridad ante su madre. Pero a su muerte reconoce su vida “extraordinaria” y la “huella significativa” que dejó en sus hijos y nietos: “A medida que pasa el tiempo la admiro cada vez más”.

Eugene Meyer empezó como inversor con el dinero que le dio su padre por no fumar hasta los 21 años. Con 40 tenía una fortuna que rondaba los 50 millones de dólares. Ocupó cargos de responsabilidad en el gobierno de EE.UU., y en 1933, compró The Washington Post por 825.000 dólares. Era un periódico ruinoso y sin prestigio que Meyer, propietario, editor y presidente, intentó profesionalizar. “Muy pronto comprendió que la prensa era un negocio distinto a cualquier otro, y no sabía qué hacer para obtener el éxito económico.” Contrató buenos periodistas, innovó con la publicación de encuestas e hizo el diario lo más original posible, pero no salió de los números rojos.

Katharine fue la cuarta hija del matrimonio. “Siempre fui la buenecita”, recuerda. Creció rodeada de lujos —jamás en su vida planchó un vestido— y con 17 años descubrió que “si reías estrepitosamente ante la broma más tonta y te mostrabas alegre, como si te estuvieras divirtiendo mucho, los chicos pensaban que eras muy atractiva”. Con esa actitud superó su timidez y empezó a dejarse ver por las fiestas de Washington. En la Universidad de Chicago se acercó a círculos izquierdistas y estuvo a punto de unirse al Partido Comunista. Fue una “ardiente defensora” del presidente Franklin Roosevelt. Graham creía en el capitalismo siempre que el sistema protegiera de algún modo a las personas. Con el tiempo sería amiga de presidentes de ambos partidos: con Ford mantuvo una “relación amistosa” y a Clinton lo recibía en casa.

Después de graduarse, Graham trabajó como reportera en un periódico local. “Sé periodista, Kay, aunque solo sea porque te da la excusa para perseguir inmediatamente el objeto de cualquier pasión repentina”, le aconsejó su madre. Pero al casarse con Phil Graham, un joven brillante, protegido de un juez del Tribunal Supremo, se convirtió en una “mujer florero”. Los padres de Katharine adoraban a Phil. A los cinco meses de conocerlo, Eugene dejó el Post en sus manos. “Phil recibió más acciones que yo porque, según mi padre, ningún hombre debía encontrarse en la situación de tener que trabajar para su esposa. Por supuesto, yo estaba completamente de acuerdo”, escribe Graham.

Katharine estaba atrapada por Phil. “Siempre era él quien decidía, y yo le seguía.” Con el tiempo, Phil la dominó aún más. La humillaba en público y la engañaba con otras mujeres. Cuando la dejó por otra, Katharine, deprimida, le envió un telegrama: “Las mascotas sirven para amar, ayudar y escuchar. Yo soy tu mascota, repito, mascota. El momento de felicidad que me has dado es más de lo que la mayoría de la gente obtiene en toda una vida. Gracias por él. Aquí estoy si me necesitas, y te quiero”.

Después de un litigio por la propiedad del Post —Katharine no pensaba renunciar al diario por nada en el mundo—, Phil regresó con ella y se suicidó de un disparo. Sufría una enfermedad mental que no se trató de forma adecuada. Durante su etapa al frente de la compañía, entre 1948 y 1963, Phil había hecho adquisiciones exitosas, como la de la revista Newsweek, pero la calidad del diario no mejoró demasiado. Seguía siendo el segundo periódico de Washington. Para él, el Post fue un instrumento con el que hacer política. Bajo la presidencia de Harry Truman aceptó no publicar unas palizas de policías a negros a cambio de favorecer la integración racial en unas piscinas de verano. “Era útil, pero perjudicaba al periódico, y no es —probablemente tampoco lo fuera entonces— forma de dirigirlo”, según Katharine.

Un paso adelante

En contra de lo que se esperaba de ella, se hizo cargo de la empresa. Lo que iba a ser un periodo de transición hasta que alguno de sus hijos asumiera la responsabilidad se convirtió en una historia de éxito de tres décadas. El movimiento feminista la ayudó a adquirir conciencia de sus capacidades, vio que la gestión de su marido no había sido tan perfecta como ella creía y contrató a Ben Bradlee como director. Cuando Katharine le preguntó a Bradlee sobre sus aspiraciones, él respondió: “Daría mi brazo izquierdo por ser director del Post”. Durante su etapa en Newsweek había convertido la revista en un “reto para Time”.

Con las decisiones editoriales que tomó, la libertad de prensa se impuso sobre la Casa Blanca

Bradlee, con un gran olfato para las exclusivas y para atraer a reporteros talentosos, impulsó el extraordinario avance del periódico. Consiguió los papeles del Pentágono, que demostraban las mentiras de la administración Johnson sobre la guerra de Vietnam, después de que un juez prohibiera a The New York Times publicarlos. Graham dio el visto bueno, pese a que le advirtieron de que aquello podría destruir al Post. Con esta decisión, la libertad de prensa se impuso sobre la Casa Blanca y sentó las bases de la posterior investigación del Watergate, el escándalo que provocó el fin de Nixon, el único presidente de EE.UU. en dimitir. “El Watergate fue el suceso más importante de mi vida profesional, pero mi participación fue básicamente periférica y pocas veces directa —dice Graham—. Mi función principal fue respaldar a jefes y reporteros, creer en ellos.”

La importancia de la investigación y cómo se desarrolló ya la habían explicado Bradlee en sus memorias —editadas por El País Aguilar e inencontrables hoy— y los reporteros Woodward y Bernstein en Todos los hombres del presidente. Graham añade otro punto de vista: para ella, el caso no se cerró hasta que las autoridades renovaron las licencias de las emisoras de la compañía, que Nixon pensaba suspender a modo de represalia. Durante meses, mientras ningún otro diario informaba de las escuchas y parecía que no tendrían implicaciones relevantes, la existencia del Post estuvo amenazada.

Cuando en 1991 cedió su puesto a su hijo Don, Graham era una mujer recibida por jefes de Estado de todo el mundo. Entrevistó a líderes como Gorbachov y Gadafi. En su lista de amistades estaban Henry Kissinger y Nancy Reagan. “Se habla mal de las amistades de conveniencia, pero en realidad no me parece mal que la gente que está en el poder se relacione de varias formas con otras personas”, dice. Graham era una mujer temida por su carácter arrogante y respetada porque cambió la imagen del periodismo. Que su vida consistió en sortear sus propias inseguridades se sabe por sus extraordinarias memorias. Puede que nunca vuelva a haber un periódico tan temido, influyente y respetado como el Post de Graham. Una historia personal retrata con maestría la era dorada de la prensa.

Graham murió en 2001, como consecuencia de las lesiones que sufrió en una aparatosa caída. Tres mil personas asistieron al funeral que se celebró en Washington. “El ataúd de la señora Graham —escribe David Remnick en Reportero— fue transportado por el largo pasillo en una procesión tan decorosa como cualquier funeral de la monarquía.”

Una historia personal
Una historia personal
Katharine Graham
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia y José Manuel Calvo Roy
Libros del K.O., Madrid, 2016,
557 págs.