26/4/2024
Análisis

La teoría de la bicicleta ¿estática?

Europa corre el peligro de responder al desconcierto actual con  iniciativas que aparentan activismo pero carecen de rumbo

Ignacio Molina - 16/09/2016 - Número 51
  • A
  • a
La teoría de la bicicleta ¿estática?
Jean-Claude Juncker pronuncia en el Parlamento Europeo su discurso anual sobre el estado de la Unión. p. Seeger / EFE

Al veteranísimo Jacques Delors —que presidió la Comisión durante esa década dorada que transcurrió desde el Libro Blanco del Mercado Interior hasta el momento en que se decidió el paso a la moneda única y la apoteosis de las ampliaciones— siempre le ha gustado comparar el proyecto de integración con una bicicleta que tiene que seguir adelante para no caerse: “L'Europe, c'est comme le vélo, quand on arrête de pédaler, on tombe”. Durante el primer medio siglo de construcción europea, la validez de esta teoría no pudo llegar a testarse en serio porque se pedaleó mucho y la ruta era muy propicia. Hubo algunos momentos inestables, como los que experimenta aquel que se esfuerza por no poner el pie en tierra ante un semáforo, pero siempre fueron cortos y llegaba la luz verde a tiempo de seguir el camino antes de perder la verticalidad.

Sin embargo, hay que usar el verbo en pasado y decir “llegaba”, porque hace ya más de 10 años que Europa se encuentra en una especie de milagroso equilibrio tenso que ni el ciclista más hábil sería capaz de mantener por mucho más tiempo. En efecto, si nos remontamos a 2005 —cuando franceses y holandeses rechazaron el Tratado Constitucional— y luego pensamos lo que ha vivido la Unión desde entonces hasta ahora, no se identifican avances fácilmente. Al contrario, la faena de aliño que supuso el Tratado de Lisboa y su tortuosa ratificación o la concatenación de crisis económica, humanitaria y política que aún estamos viviendo apuntan más bien a un retroceso en el que costará trabajo seguir en pie.

Será difícil abordar el problema puramente político que supone una ciudadanía cada vez más descontenta con la UE

Los jefes de Estado o de Gobierno que se reúnen este viernes en la capital eslovaca parecen haberse tomado en serio la metáfora y quieren evitar desplomarse sobre la pista, identificando líneas en las que el proceso puede avanzar en los próximos años. Un objetivo loable para esta cumbre extraordinaria que, no obstante, ha de tener en cuenta la gran cantidad de obstáculos que se presentan. Entre ellos destacan algunos muy evidentes en forma de divergencias económicas crecientes entre norte y sur, de rígido rechazo en las capitales del Este a las cuotas de refugiados o, por supuesto, de salida de Reino Unido. Pero también hay otros baches en el camino que son quizás menos visibles aunque, precisamente por ello, aún más peligrosos. No es previsible que la reunión en la capital eslovaca alumbre soluciones mágicas a los problemas de gobernanza y crecimiento de la eurozona, al reparto de los demandantes de asilo o al Brexit, pero al menos está claro que esos temas estarán sobre la mesa y que siempre habrá formas más o menos técnicas de afrontarlos. En cambio, a los líderes les será mucho más difícil abordar el gran problema puramente político que supone una ciudadanía cada vez más descontenta con la Unión y que progresivamente se deja atrapar por los cantos de sirena del populismo euroescéptico.

Resbalones y catástrofes

En aplicación de otra fórmula tradicional europea —la de llenar la integración a base de pequeños pasos funcionales—, es posible que los Veintisiete decidan que hay que lanzar nuevos proyectos concretos en el ámbito de la defensa, de la energía, de la educación, de la lucha contra el yihadismo, de la inversión en obra pública o del control de fronteras. Pero sin atender al ambiente político adverso que suponen unas clases medias y trabajadoras que perciben a la UE y  la globalización como un problema más que como una solución o una salvaguarda, la probabilidad de resbalar se multiplica.

Es verdad que tampoco conviene ser catastrofistas, pues no existe un riesgo alto de desmoronamiento, tal y como certificó la esperanzadora reacción inicial en el continente rechazando el resultado del referéndum británico. Sin embargo, sí se corre el peligro de responder al desconcierto actual llenando la agenda europea de muchas iniciativas sectoriales que aparentan activismo pero que en el fondo carecen de rumbo. En esas circunstancias, es posible que no haya caída, pero debido al simple hecho de que ya no se recorre auténtico camino porque la Europa actual se ha encerrado bajo techo y monta en una bicicleta estática, por lo que no se producen auténticos avances ni se disfruta del paisaje.

No es fácil decir cómo habría de abordarse la elaboración de ese paisaje de fondo que otorgue sentido a todos los esfuerzos parciales e ilusione a una mayoría a la que hoy le cuesta renovar su fe en el proyecto europeo. Hace unos días, en el discurso sobre el estado de la Unión a cargo del presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, se vino a reconocer justamente la dificultad de encontrar el justo equilibrio entre una agenda de realizaciones concretas —como el fondo para inversiones estratégicas o la apuesta por las nuevas tecnologías— pero, al mismo tiempo, dotar de atractivo general al proyecto europeo en la batalla existencial que ahora mismo está librando contra el nacionalismo.

Articular los miedos

Pero ese nuevo relato político europeísta tampoco puede centrarse en demostrar el peligroso simplismo de las soluciones euroescépticas. Los responsables de la Unión han de tener la honestidad de reconocer que los miedos que alejan a muchos del proyecto, aunque estén mal expresados, son legítimos. Y que los populismos ofrecen respuestas equivocadas, pero tal vez formulen algunas preguntas interesantes. Tres son los terrenos en los que se plasman hoy esos miedos y que cualquier acción de gobierno articulada a partir de Bratislava deberá tener en cuenta: seguridad, prosperidad e identidad.

Los populismos ofrecen respuestas equivocadas, pero tal vez formulen algunas preguntas interesantes

Por lo que se refiere a la seguridad, las principales amenazas se centran hoy en los ataques terroristas y un vecindario inmediato crecientemente hostil (que incluye la agresividad de Rusia, una Turquía cada vez más autoritaria y los conflictos abiertos en Siria o varios escenarios más de Oriente Medio y el Mediterráneo). La alta representante, que tuvo la mala fortuna de presentar una Estrategia Global el mismo día del voto británico, y el presidente de Francia tienen ideas interesantes en el ámbito de la cooperación policial o incluso de la defensa. Y no puede dejar de explotarse la evidente economía de escala que supone trabajar unidos en un mundo donde cada vez será más difícil que una fragmentada posición europea pueda moldear la gestión de los asuntos globales de acuerdo a nuestras preferencias sobre el mantenimiento de la paz, la protección de los derechos o el cambio climático.

En el terreno de la prosperidad, está claro que muchos ciudadanos han sufrido en los últimos años los embates de la crisis, de los recortes y de la desigualdad creciente. Conseguir a la vez la generación de empleo, el crecimiento y la sostenibilidad del euro no resultará nada fácil. En estos momentos están en cuestión los últimos pasos relativos al fomento del libre comercio y la flexibilidad, que se perciben como amenazas al modelo de bienestar, pero Europa tampoco puede aceptar la tentación proteccionista ni perder el tren de la innovación y de la formación de capital humano muy cualificado en un mundo globalizado y cada vez más acelerado. Los europeos deben convencerse, por la vía de los hechos, de que se puede competir y a la vez no sacrificar las señas de identidad en forma de protección social.

Pedalear sin ruedas

Las cuestiones de identidad (y, en gran medida, de sentimiento de empoderamiento político) constituyen el tercer gran bloque de desafío, en el que el actual río revuelto sirve para que el euroescepticismo recoja frutos. La integración  de inmigrantes y la acogida de refugiados son retos muy complicados y provoca reacciones políticas que, a veces, son irracionalmente xenófobas pero, en otras ocasiones, son el resultado de un conflicto por recursos escasos que solo puede afrontarse con más medios materiales en los servicios públicos a disposición de las clases más vulnerables. Los ciudadanos deben sentir que son los dueños de sus destinos y que la Unión no es un proceso imparable hacia el vaciamiento de los distintos proyectos políticos nacionales con su profundísima personalidad. En los últimos años no se ha sabido evitar la sensación de que Bruselas (o Berlín) impone con rigidez determinada gobernanza, pero el respeto a la diversidad y el pluralismo no puede hacerse a costa de la falta de respeto a las reglas comunes o, lo que es peor, de los fundamentos del Estado de derecho.

En resumen, Europa necesita atender muchos frentes tangibles complejísimos y, a la vez, renovar la ilusión política por el proyecto. Los miembros del Consejo Europeo inician ahora una reflexión que, como poco, durará todo un año y estará condicionada por las enormes dudas de liderazgo que afectan a los principales miembros: desde Angela Merkel y François Hollande, que se enfrentan a elecciones a lo largo de este tiempo y que incluso podrían salir pronto de escena, hasta Matteo Renzi, que debe superar el difícil trago del referéndum sobre reformas constitucionales, por no hablar de la no-presencia de Theresa May o del desdibujado papel de un Mariano Rajoy eternamente interino. En Bratislava se quiere volver a pedalear, sí, pero sin ruedas es imposible subir tantos puertos de categoría especial.