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Viajes

Seis destinos del Caribe. (III) Dominica: la isla vertical

Hogar de los últimos pueblos caribes insulares, promociona su orografía imponente como reclamo para el ecoturismo

Arantza Prádanos - 05/08/2016 - Número 45
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Seis destinos del Caribe. (III) Dominica: la isla vertical
Territorio kalinago. Arantza prádanos

Dominica vive peleada con los elementos, con su propia orografía y hasta con su mismo nombre. En esta isla todo resulta cuesta arriba, figuradamente y en la más absoluta literalidad. El plano horizontal no existe aquí. Mejor saberlo desde un principio. A la menos caribeña de las pequeñas Antillas, la gema verde, la más agreste del archipiélago, hay que ir con ganas de ejercitar las piernas y salir del camino trillado.

Podría decirse que esta tierra distinta lleva cinco siglos remando contracorriente, desde que Colón avistó la costa insular de Wai’tuKubuli —significa “alto es su cuerpo” en lengua kalinago— el primer domingo de noviembre de 1493 y, sin complicarse mucho, decidió cristianarla en honor al día del Señor. Sin saberlo entonces, el almirante cargó a Dominica con el lastre de un nombre que tendría que competir, andando el tiempo, con el de una reina de más alto rango, República Dominicana.

Sería una mera anécdota para la historia de no ser porque en esta pequeña isla hay quien cree que un cambio de nombre la haría más visible y evitaría confusiones frecuentes en el reñido mercado turístico caribeño. Hace poco el ministro dominiqués de Turismo, Robert Tonge, admitía que la República Dominicana es un destino de primer orden que les eclipsa, pero apostaba por la promoción y el marketing bien dirigidos. Con menos de 50.000 visitantes extranjeros al año, “tenemos mucho que hacer ahí”, dijo.

Roseau, la capital, aún conserva algunas cicatrices del azote de la tormenta tropical Erika en 2015

Un mal nombre pesa, aunque Dominica tiene problemas mayores. Cada verano los locales miran los pronósticos meteorológicos y, católicos como son mayoritariamente, rezan por que la actual temporada de huracanes les pase de largo. Roseau, la capital, aún conserva algunas cicatrices del azote de la tormenta tropical Erika en 2015. Las lluvias torrenciales provocaron 30 muertos, deslaves de tierra en buena parte de la isla y pérdidas por valor de  500 millones de dólares que arruinaron el modesto presupuesto gubernamental del año. En 2007 fue Dean, y en 1979 estrenaron su independencia del Reino Unido, obtenida un año antes, con David, unos de los peores huracanes del siglo pasado. El 80% de las viviendas de la isla —casi todas de madera— volaron o quedaron dañadas y la crucial cosecha de bananas, arruinada hasta el último plátano. Las crónicas de entonces describieron el estado en que quedó Roseau como el de un bombardeo aéreo masivo.

Efectos de ‘Erika’. A. P.

 

Una de las escasas casas típicas. A. P.

Algo de ese caos parece inherente a la propia esencia de la ciudad incluso en momentos de normalidad. Quizá sea la sensación de contingencia, el saberse en riesgo perpetuo de ciclones, terremotos, volcanes, inundaciones y todo el catálogo de catástrofes naturales propias del Caribe, el que da a la capital un aire provisional, de urbe sin rematar. Por zonas, parece que hubieran plantado un puñado de elementos urbanísticos a voleo y tal cual hubiesen quedado. Que el tendido eléctrico funcione es, digamos, milagroso, y los carteles ubicuos contra el abandono de basura en las calles para evitar la proliferación de mosquitos surten poco efecto entre los locales. Si uno llega por mar en el Expreso de las Islas, el ferri que comunica con las vecinas Martinica y Guadalupe —ambas territorio francés y de la UE—, el contraste doloroso lo dice todo sobre la modestia económica de los dominiqueses. Aun así, se notan aquí y allá los esfuerzos de rehabilitación de infraestructuras gracias a la ayuda internacional y a una década de relación preferente con China.

Maravilla natural

El clima tropical, las montañas y una docena de volcanes dejan maravillas naturales únicas

No es que Dominica atraiga más ciclones que otras islas del arco antillano. Sus circunstancias son peores: pobreza y una orografía adversa que propicia los deslizamientos de tierra cuando llueve, y llueve mucho. Casi desde la misma línea de costa se alza un escenario dramático, un festival de laderas enhebradas unas con otras que la convierten en un paraíso para los amantes del trekking exigente. La combinación de clima tropical, agua, montañas y una docena de volcanes —extintos la mayoría— deja maravillas naturales únicas en medio de una vegetación exuberante.

El parque nacional Morne Trois Pitons alberga la segunda mayor caldera hirviente del mundo. Toda la isla es un reguero de cataratas y saltos de agua —Middleham Falls, Trafalgar Falls—, pozas termales y piscinas naturales como la Emerald Pool donde refrescarse después de la caminata. Solo el Waitukubuli National Trail, que cruza de sur a norte, tiene 185 km de rutas senderistas, pero en la isla suman 480 km para todos los gustos y condición física. Si islas como Antigua presumen de tener una playa para cada día del año, Dominica exhibe sus 365 ríos como reclamo. Además del buceo, el ecoturismo es la opción lógica, la única posible a día de hoy. Hasta 1956 no se construyó la primera carretera digna de ese nombre. Aun así, circular en coche supone todo un desafío de verticalidad y curvas para los estómagos más delicados.

Monumento al Neg Mawon. A. P.

Solo cuando se perfeccionó la fotografía aérea el corazón montañoso de Dominica desveló sus secretos. La intrincada región central entre los macizos volcánicos Trois Pitons y Diablotin se conoce como “país cimarrón”, adonde huían los esclavos fugados de las plantaciones de la costa. En Roseau una estatua homenajea la lucha del Neg Mawon (el esclavo desconocido) por la emancipación y recuerda a todos los africanos “vendidos y ejecutados en el viejo mercado de la capital”. Cuando se abolió la esclavitud, en 1834, había cerca de 300 plantaciones, la mayoría de café. El barracón donde se amontonaba a los africanos antes de enviarlos a las haciendas fue destruido por el huracán David. En el lugar se venden hoy camisetas y recuerdos para turistas.

La historia sigue viva en Dominica. España olvidó pronto esta isla y los topónimos revelan un pasado colonial disputado entre Francia, Inglaterra y la nación caribe. “Tiene que visitar el territorio kalinago”, insisten en la oficina de turismo. “Verá como son distintos.” Los kalinago descienden de los últimos indios caribes de las Antillas, llegados hace siglos desde el delta del Orinoco. Quedan unos 3.000, aunque muy mestizados con la mayoría negra. Un fenotipo amerindio de piel cobriza, pómulos altos y pelo liso identifica a los más “puros”. Viven bajo leyes comunitarias propias en una reserva de 15 km2, dedicados a la pesca, la agricultura y la artesanía. Algunos participaron como extras en el rodaje en la isla de Piratas del Caribe II, persiguiendo a Jack Sparrow con intenciones aviesas. “Pero ya no comemos carne humana”, bromea uno de los guías. La vieja leyenda negra sobre sus fieros antepasados también les persigue a ellos.

Moby Dick en el mar de los Sargazos

Arantza Prádanos

Un hipotético cruce argumental entre dos títulos mayores de la literatura universal como Moby Dick y El ancho mar de los Sargazos solo sería posible en el escenario de Dominica. En sus aguas habita una de las dos poblaciones de cachalotes más cercanas a la costa del mundo —la otra es la de Azores— y la única en la que estos gigantes de natural errabundos se han convertido en residentes fijos durante todo el año. El avistamiento de cetáceos es una actividad en boga y los mejores meses, de octubre a marzo. 

Para seguir el rastro de Jean Rhys en su isla natal cualquier momento es bueno. Sus paisanos han hecho un pequeño hueco a su memoria con unas fotos y unos libros en el encantador y polvoriento museo nacional. Hija de un médico galés, Ella Gwendolen Rees Williams, su verdadero nombre, solo vivió hasta los 16 años en la capital antes de marchar a la metrópoli, aunque buena parte de su obra exuda la densidad aplastante del trópico. El ancho mar… transcurre sobre todo en Jamaica, pero podía ser cualquiera de las islas antillanas después del fin de la esclavitud que sostuvo durante siglos el aberrante modelo de plantación azucarera. Sus abuelos maternos eran terratenientes. Según el escritor y editor Francis Wyndham, la autora llegó a conocer a las últimas herederas criollas, fruto —dice— “de una sociedad físicamente degenerada, decadente y exiliada, odiadas por los esclavos recién liberados cuyas supersticiones compartían, que languidecían inquietas en la opresiva belleza tropical, propicias a ser víctimas de la explotación”.