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Viajes

Seis destinos del Caribe. (V) República Dominicana: Contra el tópico

Potencia turística de la región, República Dominicana encarna a la vez el Caribe más típico de sol y playa, y el más inesperado

Arantza Prádanos - 19/08/2016 - Número 47
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Seis destinos del Caribe. (V) República Dominicana: Contra el tópico
Zafra tradicional a machete en San Pedro de Macorís. a. p.

Desde el sendero los campos parecen despoblados. Solo se acierta a ver una pared vegetal que se alza enorme desde el suelo; a ojo, unos tres metros, tal vez más. Es el sonido, un tajo seco en varios tiempos seguido de un frufrú de hojarasca, el que delata actividad del otro lado. Al cabo de unos instantes las cañas empiezan a caer una tras otra, el muro clarea y entre los tallos aún en pie asoman los rostros sudorosos de varios braceros haitianos.

Uno de ellos dice algo en kreyol. Quizá protesta por las fotos, es posible que no hable español. “No les interesa [aprender]. Con el capataz suyo se entienden, y ya”, señala Ángel, gerente agrícola de la explotación.

No es buena hora para contemplar una jornada de zafra azucarera a la antigua, a machetazo limpio. El sol vertical aplasta. Puede que los tres o cuatro que aún faenan se hayan rezagado o prefieran apurar a su propio ritmo. Los peones suelen llegar a los plantíos antes del amanecer, paran a mediodía y completan la jornada con las primeras brisas de la tarde. Las cosechadoras mecánicas no saben de horarios ni sufren con el calor, pero en muchas zonas cañicultoras de República Dominicana, como en esta finca cercana a San Pedro de Macorís, optan por la zafra manual porque alarga la vida útil de una planta que rebrota espontáneamente una vez cortada. Además no faltan brazos. Haití, el tercio occidental de la isla Española, ofrece un suministro inagotable y paupérrimo de mano de obra barata.

“A cuatro dólares la tonelada, pago quincenal”, precisa el gerente. Un bracero pica de media unas tres toneladas diarias de caña. Viven en algún batey cercano. Batey, es decir, asentamiento rural surgido en torno a las tierras de labor, dígase más bien poblado chabolista. Los hay a cientos en todo el país. La mayoría no pasa de ser un conjunto de infraviviendas tercermundistas donde malviven temporeros haitianos o sus descendientes, incluso décadas después del abandono de las plantaciones por los propietarios o el cierre de las explotaciones agrícolas que los congregaron alrededor. No es el caso aquí. Podría decirse que estos jornaleros son afortunados. Tienen tajo 10 meses al año debido al modelo de producción continua de la empresa titular; una zafra inusualmente larga frente a la duración habitual, de diciembre a junio.

En la frontera con Haití se hacinan miles de haitianos deportados por el Gobierno dominicano

Es poco probable que el turista medio que llega a República Dominicana se deje caer por los campos de caña a atisbar, siquiera de lejos, algunos de los efectos migratorios de esa herida interna, secular, que es la frontera con Haití —donde desde 2015 se hacinan abandonados a su suerte miles de haitianos deportados por el Gobierno dominicano—. Tampoco lo tendría fácil aunque quisiera. Hay que contar con un anfitrión local dispuesto a guiar al forastero entre el inmenso laberinto vegetal que engulle y desorienta. En este caso es la firma ronera hispano-dominicana Barceló la que responde amabilísima a la solicitud mostrando parte de sus 70 km2 de cultivos. Y permite asistir después, en las plantas de fermentación y destilación, al parto completo de lo que un día culminará en un trago de buen ron añejo.

Otro turismo

El ron es uno de los grandes emblemas nacionales. Colón lo trajo desde Canarias y sembró en estas tierras los primeros plantones de Saccharum officinarum en el nuevo mundo, y los dominicanos llevan orgullosamente grabado en su ADN primordial todo lo relacionado con el cultivo. El del azúcar es también el único sector de precios regulados por el Estado, debido a su importancia estratégica para la economía nacional.

El turismo es otro pilar clave. No muy lejos de San Pedro, hacia el extremo oriental de la isla, se despliegan sin pausa playas gloriosas cuyo simple nombre evoca el edén vacacional. La Romana, Punta Cana, Bávaro son sinónimo de grandes hoteles, arenales blancos infinitos, palmeras de tronco vencido, aguas de un azul inenarrable, el paraíso prometido de los grandes turoperadores. Una zona con buenos servicios e infraestructuras donde recala el grueso de los 5,6 millones de visitantes internacionales que recibió República Dominicana en 2015 y que la convierten en la gran potencia turística de las Antillas. Más de la mitad de todo el tráfico aéreo se concentra en el aeropuerto de Punta Cana, y el puerto de La Romana cuadruplica el acarreo de turistas de la capital.

Es una isla generosamente dotada por la naturaleza y por la historia que trata de abrirse a otro turismo

El modelo de resort-todo-incluido ejerce de imán poderoso y lucrativo sobre todo para empresas extranjeras —españolas la mayoría—, pero su hegemonía también desincentiva a otro tipo de viajero menos aficionado al vuelta y vuelta bajo el sol. Y, desde luego, no le hace justicia a una isla generosamente dotada por la naturaleza y por la historia, que de unos años acá trata de diversificar y abrirse paso a otro tipo de turismo con incentivos de naturaleza, deporte, folklore o cultura.

En una de sus rutas de migración por el Atlántico norte las ballenas jorobadas hacen un alto en la península de Samaná de enero a marzo; su observación estacional se ha convertido en uno de los grandes atractivos de este saliente rocoso, olvidado del mundo hasta hace un par de décadas. “Ahora no hay ballenas, pero si tiene unos días más con nosotros la región central es bien linda”, recomiendan como alternativa en la oficina de turismo del casco colonial de Santo Domingo, frente a la catedral primada de las Américas.

Si en algún lugar del Caribe se hace necesario abrigarse es en el corazón agreste de la Cordillera Central, donde hay ríos turbulentos que permiten el rafting y se arraciman cuatro de las cinco cumbres de la región, entre ellas su cima más alta, el pico Duarte (3.087 metros). Allí las temperaturas bajan a un dígito por las noches y nieva en ocasiones. Las rutas para coronarlo pueden requerir hasta cuatro días.

Pero más que en las montañas, el espíritu de aventura del forastero se pone a prueba en la capital. Fuera de la zona vieja, donde los españoles se confrontan con la historia de la conquista, con lo que son e hicieron en estas tierras; fuera del Alcázar de Colón, de la Fortaleza Ozama o del Panteón Nacional, Santo Domingo es una urbe proteínica que desmiente la supuesta languidez caribeña. Grande, vibrante, sucia por zonas, atacada por un tráfico furioso que atiende a dos premisas, pendejo el último y el peatón no es persona, la ciudad exige aguante y buenas piernas. A cambio proporciona el mejor observatorio para tomarle el pulso a un país orgulloso de su herencia y mestizajes, apasionado del béisbol, la música y la política. Demasiado complejo para caber dentro de un puñado de tópicos de exportación.

Otra lección de historia

Arantza Prádanos

El rastro viscoso de una dictadura no se limpia por decreto ni por olvido. Tampoco construyendo democracias sobre sus cimientos. A unos pasos del meollo colonial de Santo Domingo, el Museo Memorial de la Resistencia Dominicana abrió sus puertas en 2011 para recordar al mundo esta verdad elemental. Durante tres décadas (1930-1962) Rafael Leónidas Trujillo perpetró en el país una dictadura tan aberrante que ni la mejor literatura —La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, o La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz— ha reflejado en todo su espanto.

Por aquí desfilan las víctimas del dictador: Manolo Tavárez, las hermanas Mirabal, Jesús de Galíndez y tantos miles más. Hay muestras de su megalomanía, del derecho de pernada universal que exigía sobre púberes y jovencitas, de la masacre de unos 17.000 haitianos ordenada en 1937 para dominicanizar la frontera. Se recuerda su relación con EE.UU. y con Franco. “Sobre los hechos no caben las interpretaciones”, dice Luisa de Peña, directora del museo e hija de un represaliado en el postrujillismo de Joaquín Balaguer. En 2014 encabezó junto a otras entidades la recogida de más de 100.000 firmas para abrir una comisión de la verdad en el país.

Como colofón se recrea el centro de tortura “La 40”: una silla con amarres de cuero, una picana, fotos de huéspedes de la mazmorra y la cita inapelable de Edmund Burke: “Todo lo necesario para el triunfo del mal es que los hombres de bien no hagan nada”. El ticket cuesta 150 pesos, unos 3 euros. Un precio barato por una lección sobre la infamia universal.