25/4/2024
Ciencia

Todos contra uno, uno contra todos

El cerebro puede manipular los datos de los sentidos para que coincidan con la opinión del grupo

Roger Corcho - 01/07/2016 - Número 40
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Todos contra uno, uno contra todos
Despegue del Challenger el 28 de enero de 1986. BOB PEARSON / AFP / Getty
Tantos hombres, tantas ciudades y tantas naciones se sujetan a veces al yugo de un solo tirano, que no tiene más poder que el que quieren dar” se escandalizaba Étienne de la Boétie en el extraordinario Discurso de la servidumbre voluntaria o Contra el Uno, publicado en 1548. Para el escritor, gran amigo de Montaigne, era inconcebible que la mayoría no hiciera nada para evitar sufrir “los saqueos, las torpezas y las crueldades, no de un ejército enemigo, ni de una legión de bárbaros, contra los cuales hubiera que arriesgar la sangre y la vida, sino de Uno solo, que no es ni un Hércules ni un Sansón; de un hombrecillo, y con frecuencia el más cobarde y afeminado de la nación…”. La Boétie reprochaba a sus conciudadanos un conformismo y una apatía que eran los únicos culpables de sus males. 

Desperezados de esa “servidumbre voluntaria”, en la actualidad la democracia —implantada en la mayoría de países del mundo— permite que todos puedan participar en la toma de decisiones y que el grupo haya, en definitiva, sustituido al Uno, tal como pedía La Boétie.

Independencia del grupo

Aunque es extremadamente difícil predecir el número de monedas que hay en un tarro de cristal —todo el mundo se equivoca por mucho—, al promediar los valores propuestos por un grupo normalmente se obtiene un valor muy aproximado al correcto. Tal como apunta el nobel Daniel Kahneman —autor de Pensar rápido, Pensar despacio (Debate, 2015)—, este resultado solo ocurre cuando se comparte una misma base de evidencias (en este caso, la observación directa del tarro) y las valoraciones son independientes. Aunque individualmente cada apreciación esté muy equivocada, los errores se cancelan.

Distintos estudios y experimentos han confirmado que, estadísticamente, el grupo toma mejores decisiones que el individuo. Para aprovechar las virtudes de los grupos, muchas decisiones se dejan en la actualidad en manos de comités, con el convencimiento de que se neutralizarán los errores y que del conjunto de renglones torcidos resultará un sendero plano que conducirá a la decisión correcta. 

Consensos ficticios

Con un historial de nueve lanzamientos exitosos, el transbordador Challenger había demostrado ser la mejor nave del programa espacial. En enero de 1986, el comité encargado de dar luz verde al lanzamiento de la nave tuvo que decidir si el mal tiempo, y en especial las bajas temperaturas, eran razón suficiente para posponer el lanzamiento. Varios miembros del comité se oponían porque eran conscientes de que las bajas temperaturas podían ocasionar un fallo técnico grave en la nave. Convencidos de ser inmunes al error, la mayoría presionó a los discrepantes para que modificaran su voto. Con la presión de que el lanzamiento ya había sido aplazado en varias ocasiones con anterioridad, se llegó a un consenso ficticio, con unas consecuencias trágicas: el aparato se desintegró 73 segundos después del lanzamiento y murieron sus siete tripulantes.

Étienne de la Boétie tenía razón al reclamar que se pusiera fin a la dictadura del Uno en 1548

Este ejemplo nos enseña que es imprescindible que en un grupo los individuos sean independientes y no tengan en cuenta lo que piensan los demás. En el mismo momento en que se comparten opiniones antes de emitir un juicio, o bien cuando se desea imponer la opinión propia en otros, es como una contaminación que introduce sesgos y que produce un resultado final que no es el esperado. Según Kahneman, “para derivar la información más útil de múltiples fuentes de evidencia se debe siempre intentar hacer que esas fuentes sean independientes unas de otras”.

Si La Boétie tenía razón al reclamar que se pusiera fin a la dictadura del Uno, parece que es también inevitable recurrir a John Stuart Mill cuando reclamaba que se garantizaran los derechos individuales frente a las imposiciones de la mayoría. En una reflexión que sigue nutriendo lo que actualmente entendemos por libertad de expresión, Mill defendía que el individuo tiene derecho a expresar su opinión, a pesar de tener a los demás en contra. Férreo defensor de los derechos individuales, Mill estaba convencido de que el Estado tenía la obligación de proteger al individuo de ser aplastado por la masa. La garantía de los derechos individuales parece ser la defensa más eficaz para tener esa independencia individual con la que el grupo alcanzará las mejores decisiones.

Una influencia persistente

No hay, sin embargo, barreras eficaces que protejan al individuo de la influencia del grupo, tal como puso de relieve el psicólogo Solomon Ash en unos sencillos experimentos que desarrolló en la década de los 50. Tras mostrar ante un grupo tres líneas rectas, cada uno de los integrantes tenía que señalar cuál de ellas tenía la misma longitud que otra línea modelo. Todas las personas del grupo, excepto una, habían sido aleccionadas para que señalaran una línea incorrecta. Cuando esta persona tenía que dar su solución, había escuchado la mayoría de opiniones del resto de grupo. El peso del consenso y la incomodidad de pensar a la contra llevaba a esta persona a ceder y a modificar su opinión para adaptarla al resto del grupo. Solo en un 25 % de los casos los individuos no hacían concesiones y se mostraban inmunes a las opiniones de los demás.

También John Stuart Mill cuando pedía que se garantizaran los derechos individuales frente a la mayoría

No todas las personas que conformaron su opinión con la del grupo reconocieron haber mentido. Fue necesario esperar décadas para que el psicólogo Gregory Berns ideara un experimento que permitió averiguar lo que había pasado. Llegó a un resultado espectacular: mediante técnicas de resonancia magnética, pudo demostrar que los mecanismos inconscientes que operan durante la percepción tenían en cuenta la opinión del grupo para ajustar dicha percepción al resultado esperado. Es decir, el cerebro es capaz de manipular los datos de los sentidos hasta el punto de adaptarlos al grupo, con lo que le evita disonancias cognitivas.  “Los individuos en las sociedades democráticas son libres de hacer elecciones y expresar sus opiniones —afirmó Berns—, pero el precio de esta libertad es en algunos casos la subyugación de la elección individual a la voluntad general —el contrato social de Rousseau—.”

Entre el individuo y el grupo —el Uno y el Todo— parece existir un equilibrio débil, que se rompe cada vez que el dictador de turno se dedica a aplastar a los ciudadanos de su país, o bien cuando la opinión de la mayoría logra neutralizar cualquier voz discrepante. Una democracia perfecta sería aquella capaz de impedir que en la toma de decisiones los individuos se vean influidos imperceptiblemente por el grupo, una circunstancia para la que la naturaleza humana no parece encontrarse bien preparada.