19/4/2024
Ciencia

Con el grupo nace la moral

Los pasados Juegos Olímpicos de Río han dejado al menos tres episodios que permiten extraer lecciones de moral y demostrar que el instinto de supervivencia no solo es individualista

Roger Corcho - 02/09/2016 - Número 49
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Con el grupo nace la moral
PATRICK B. KRAEMER / EFE

Durante los Juegos Olímpicos celebrados en Brasil, ha habido tres acciones que han tenido una resonancia especial en los medios, a pesar de no estar relacionadas directamente ni con récords ni con la competición en sí. Los tres casos, que implicaron a corredoras, yudokas y nadadores, se caracterizan por iluminar distintos aspectos de la moral humana.

1. El afecto de las corredoras

La primera de estas situaciones fue protagonizada por la corredora neozelandesa Nikki Hamblin y la estadounidense Abbey D’Agostino. Mientras corrían la carrera de clasificación de los 5.000 metros, Hamblin perdió el equilibrio y cayó al suelo provocando la caída de D’Agostino, que se encontraba justo detrás de ella. En vez de proseguir con la carrera, la estadounidense ayudó a su compañera de competición a incorporarse para reanudar la marcha juntas, aunque no por mucho tiempo: debido a la caída, D’Agostino se había lesionado y se veía incapaz de seguir. Esta vez fue la neozelandesa la que se detuvo para animar y consolar a la estadounidense, y ayudarla a terminar la carrera. En vez de seguir viéndose como competidoras, la caída había propiciado que entre ambas aparecieran sentimientos mutuos de simpatía y solidaridad. Los espectadores y los propios jueces se vieron conmovidos ante esta circunstancia, y su actitud se vio recompensada dejándolas participar en la final (aunque D’Agostino tuvo que renunciar debido a la lesión).

Los grupos, necesarios para convertir al ser humano en un animal ético, son la base de una moral relativa

¿Qué sentido tiene preocuparse por otros o ayudar a desconocidos? Según la selección natural, cada individuo aspira a su supervivencia, de modo que los demás no deberían ser otra cosa que escollos para lograr este fin. Sin embargo, hay numerosas especies, entre las que se encuentra la humana, cuya supervivencia ha dependido de su capacidad para colaborar con otros, ya fuera para defenderse de depredadores o para cazar. Como explica Frans de Waal en su libro Primates y filósofos (Paidós Ibérica, 2007), “procedemos de un extenso linaje de animales jerárquicos para los cuales la vida en grupos no es una opción, sino una estrategia de supervivencia”.

Los humanos dependemos de nuestros congéneres de forma mucho más extrema que el resto de primates. Esto nos convierte, como asegura el antropólogo Michael Tomasello, en “animales supercolaborativos”, y esta tendencia a la colaboración se encontraría impresa en nuestra propia naturaleza. Así se observa en un ingenioso y sencillo experimento, en el que un adulto intenta guardar un montón de libros en un armario con las puertas cerradas ante la atenta mirada de un niño de 15 meses de edad. Sin necesidad de que medie ninguna indicación, el niño se apresura a abrir las puertas para que el adulto pueda cumplir con su propósito. Somos colaboradores innatos. En seres que dependen los unos de los otros, aquellos que desarrollen capacidades que favorezcan esta colaboración tendrán más opciones de dejar descendencia.

Una de las estrategias evolutivas exitosas que adoptaron los mamíferos consistió en desarrollar sentimientos de apego —vehiculados por hormonas como la oxitocina— de los adultos hacia sus crías, gracias a los cuales las cuidaban, alimentaban y protegían de los depredadores. Era un afecto entrelazado con los circuitos neurales de recompensa y castigo, de modo que los adultos sentían placer al estar junto a sus crías y dolor al separarse de ellas. Según la filósofa Patricia Churchland (Braintrust, Princeton University Press, 2011), en este apego se funda “la plataforma neural de la moralidad”.

La preocupación por otros nació en este contexto materno, y pronto aparecieron especies de mamíferos en las que el círculo de individuos por los que preocuparse se amplió, hasta incluir a individuos entre los que no existían lazos familiares. Por ejemplo, se ha comprobado que los chimpancés a veces forman alianzas dentro de un grupo, y los individuos que las componen se preocupan de cuidar y cultivar esta relación acicalando al otro o compartiendo su alimento. Aunque exista reciprocidad, De Waal puntualiza que no está calculada, sino que se trata más bien de una reciprocidad afectiva. Este afecto llega a expresarse en diferentes situaciones, como cuando un compañero ha sido derrotado en una pelea: en ese caso le abrazan, acarician y consuelan, en una sorprendente muestra de apoyo y afecto. Aunque los sentimientos no sean suficientes para que consideremos a un individuo como agente moral, nos sitúan en la antesala de la moralidad.

Los sentimientos pueden convertirse, sin embargo, en una brújula moral errada: al sentirnos emocionalmente concernidos principalmente ante desgracias concretas, estamos menos dispuestos a ayudar o donar dinero cuando ocurre una gran catástrofe en la que miles de personas se vean afectadas. Los individuos, no las estadísticas, despiertan compasión, por lo que estamos expuestos a que nuestra empatía nos convoque donde es innecesaria, o a que haya timadores que conviertan los sentimientos en el punto débil que explotarán en su beneficio.

2. El odio del yudoka

La segunda acción —que tuvo un seguimiento mediático semejante a las hazañas de Usain Bolt o de Michael Phelps— la protagonizaron dos combatientes de yudo: el egipcio Islam el Shehaby y el israelí Or Sasson. Tras el combate, el israelí —que había salido victorioso— extendió la mano hacia el egipcio, pero este la rechazó. Tal como han destacado algunos medios, El Shehaby había recibido mensajes desde Egipto avisándole de que una derrota ante el israelí sería interpretada como una ofensa al islam. Al mismo tiempo que despreciaba al colectivo israelí, El Shehaby estaba reivindicando indirectamente la lealtad hacia su grupo.

Durante buena parte del pasado de la humanidad, el grupo fue como un flotador al que se agarraron los individuos para sortear todos los peligros que le acechaban. Los grupos con más individuos generosos —dispuestos a defender al colectivo de los depredadores o a repartir alimento— tenían más opciones de sobrevivir, por lo que proliferaron los individuos capaces de extender su solidaridad a toda la tribu.

Si importante era que hubiera individuos dispuestos a sacrificarse en beneficio del grupo, igual de imprescindible era poder identificar qué individuos pertenecían al grupo y merecían, por tanto, dicha solidaridad. Como explica Tomasello en A Natural History of Human Morality (Harvard University Press, 2016), cuando los grupos crecían, acababan escindiéndose. A pesar de separarse, seguían compartiendo numerosos aspectos en común: la lengua, las costumbres, los ritos, las técnicas. Es decir, la cultura. Mientras que había objetos que un grupo podía intercambiar con otros grupos —existen vestigios de actividad comercial incipiente de 100 mil años de antigüedad—, otros elementos culturales, incompatibles con el trueque, servían para destacar diferencias. El lenguaje, los ritos, las señales —actualmente muchos aficionados a los deportes, abundantes en Río, siguen pintándose la cara con los colores de la bandera de su país— pasaron a ser elementos decisivos de identificación y, a la vez, se convirtieron en aspectos que contribuyeron a forjar la identidad individual. La empatía, surgida en el contexto de la maternidad y luego aplicada a los individuos entre los que había una dependencia mutua y directa, se hizo paulatinamente extensible a los miembros con una base cultural compartida. La base cultural convertía a un individuo en ser merecedor de la solidaridad.

En esta dinámica grupal, los miembros de otros grupos —claramente identificables por no tener la misma lengua ni las mismas prácticas culturales— son considerados como bárbaros, y en casos extremos, dejan de ser vistos como seres humanos. El grupo, que convierte al individuo en un ser moral, también impone el límite al que aplicarla. La moral del grupo ayuda a comprender que existan héroes capaces de poner en riesgo su vida por los demás —como el motorista que quiso detener al camión en el atentado de Niza—, pero también explica la actitud de los propios terroristas suicidas. Los grupos, indispensables para convertir al ser humano en un animal ético, son la base de una moral resquebrajada y relativa.

3. El nadador mentiroso

La tercera acción la protagonizaron unos nadadores estadounidenses liderados por el medallista Ryan Lochte. Con una docena de medallas en su palmarés —seis de ellas de oro—, este nadador aseguró que él y sus compañeros habían sufrido un robo a punta de pistola al regresar de una fiesta. Las contradicciones de los implicados y la posterior reconstrucción de los hechos permitieron concluir que la historia era falsa. Lochte finalmente ha reconocido que mintió y que obligó a sus compañeros a atenerse a su versión, y ha acabado pidiendo perdón.

La norma, que todos reconocemos, dicta que no hay que mentir. Tales normas aparecieron en la historia humana cuando los grupos se hicieron más grandes, lo que multiplicó las posibilidades de que proliferaran conductas parasitarias, como robos, o con una gran capacidad de crear conflictos —como ocurre con las relaciones sexuales—. Este problema se hizo aún más patente durante el neolítico y con la aparición de las primeras ciudades. Se trataba de conductas que podían llegar a comprometer la existencia del propio grupo, por lo que era necesario regularlas. Las normas surgieron para dar respuesta a este problema debido a un contexto social crecientemente más complejo.

La aparición de la norma solo fue posible gracias a las especiales capacidades cognitivas humanas

La norma era una generalización que anticipaba los conflictos con el fin de evitarlos, y su aparición solo fue posible gracias a las especiales capacidades cognitivas humanas, que le permitieron escalar el monte de la abstracción y trascender la perspectiva del “yo” y del “tú”. Además de poder aplicarse a infinidad de casos, las normas se podían enseñar a las nuevas generaciones, que las adoptaban como si fueran un sistema objetivo e inmodificable. El sistema normativo adquirió una solidez semejante a la de las paredes de las casas.

Aunque hubiera normas de conducta para regular todo tipo de situaciones, las normas morales se distinguían de las meras convenciones sociales porque en ellas seguía latiendo un trasfondo ligado a emociones y sentimientos vivos, de manera semejante a como destella el agua en la oscuridad al asomarnos a un pozo. Mientras que saltarse una convención no conllevaba apenas ninguna penalización, la violación de una norma moral era un atentando al propio grupo y a su existencia: un individuo que no respetara las normas morales tenía que sufrir un castigo y no era merecedor de pertenecer a dicho grupo. En el caso del nadador Lochte, este rechazo es cuantificable y ha impactado directamente en su cuenta corriente, al perder cuatro contratos millonarios de publicidad.

Tales castigos fueron interiorizados adoptando distintos sentimientos y emociones, como los remordimientos, una forma de dolor que anticipa el castigo que se va a recibir en caso de ser descubierto; o bien el arrepentimiento, otro sentimiento doloroso que es como un castigo autoinfligido con el que posiblemente se busque evitar un mal mayor.

Aunque el sistema funcionara, errores, falsas creencias y mentiras podían pervertirlo penalizando a un inocente. Con la calumnia, por ejemplo, se podía hundir la reputación de los enemigos, o incluso acabar con su vida, como ocurría cuando se quemaba a alguien en la hoguera acusado de brujería. La creciente racionalización de la vida pública ha tenido el benéfico efecto de filtrar muchas de estas falsedades y depurar la atmósfera moral de la sociedad. La verdad es, por tanto, un aliado del progreso moral. Para que la razón pueda seguir contribuyendo a la moral, es imprescindible que el individuo siga conectado a sus emociones y sentimientos. Sin el apego, la razón convierte a los otros en meros instrumentos, tal como le ocurre al psicópata. 

A tres bandas

La moral humana es como la pelotita en una partida de ping pong que juegan simultáneamente tres parejas en la misma mesa: naturaleza y cultura, grupo e individuo, razón y pasión. Los desajustes entre todos estos elementos —que, como explica Tomasello, aparecieron en momentos evolutivos distintos para solucionar problemas diferentes— permiten anticipar que la moral seguirá siendo un terreno abonado al debate, la discusión y el conflicto, y que los dilemas morales seguirán sin tener una solución que contente a todos.