19/3/2024
Arte y literatura

Dadá. El arte contra el arte

Se cumple el primer centenario de la creación del mítico Cabaret Voltaire y del surgimiento del dadaísmo

Ana Llurba - 30/09/2016 - Número 53
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Dadá. El arte contra el arte
Reunión del congreso dadaísta en Weimar de 1922.
Si bien las primeras humoradas dadaístas podrían detectarse en obras muy anteriores, como el famoso cuadro en blanco de Alphonse Allais de 1883 titulado Primera comunión de jóvenes anémicas en la nieve, los historiadores de arte coinciden en que el contexto de la Primera Guerra Mundial fue su principal detonante. La anécdota es conocida por todos. En 1916 un grupo de poetas, pintores, coreógrafos, escultores, fotógrafos y hasta tipógrafos, cuyo común denominador era ser jóvenes e insolentes, se reunió en una taberna estudiantil de Zúrich y convocó un ecléctico espectáculo donde hubo lectura, performances y excéntricas danzas rituales. Impulsado por dos jóvenes inmigrantes, Hugo Ball y Emmy Hennings, pronto se les unieron varios artistas de orígenes muy diversos: el joven poeta rumano Tristán Tzara; los pintores Marcel Janco y Arthur Segal, también rumanos; Hans Richter y Christian Saad, alemanes; así como el alsaciano Jean Arp y Sophie Tauber, bailarina. Allí se gestó una semilla de insatisfacción artística e ideológica que pronto se propagó por la convulsionada Europa de comienzos del siglo XX. Y no por nada bautizaron aquel teatro de variedades con un oxímoron en el que confluyeron de manera contradictoria y explosiva lo más libertino de la vida noctámbula y un referente del pensamiento de la Ilustración y la modernidad: el Cabaret Voltaire.

“Dadá es un microbio virgen. Dadá está contra la vida cara. Dadá es el camaleón del cambio rápido e interesado. Dadá:
En Dadá subyacen el nihilismo y el primitivismo como reacción a la maquinaria de guerra
Sociedad Anónima para la Explotación de las Ideas. Dadá está contra el futuro, Dadá está muerto. Dadá es idiota. Viva Dadá. Dadá no es una escuela literaria, aúlla”, decía Tristán Tzara, condensando en estas breves pero eficaces frases esa ruptura que continuó en el siglo XX la iniciada por el Romanticismo en la centuria anterior. A diferencia de la que se podría considerar la primera vanguardia histórica en un sentido cronológico, el futurismo y su fe incondicional en el progreso y la tecnología, que llevó a su delfín Marinetti a alinearse con la ideología fascista, en Dadá subyace el nihilismo y el primitivismo como reacción a la maquinaria de guerra que estaba arrastrando a Europa al caos.

La negatividad como ideología

En las evasivas explicaciones con que sus referentes mareaban a la prensa cuando les preguntaban por el origen del nombre “dadá”, escogido al azar de un diccionario alemán-francés (que identifica tanto a un juguete, un caballo de madera, como la onomatopeya que reproduce el primer balbuceo infantil, así como podría significar la cola de una vaca considerada sagrada por una tribu africana, entre varias, múltiples, hilarantes versiones más) subyacen la invocación del azar, la reacción a la interpretación y a las derivas de la lógica y el sentido, y una aspiración a volver a los orígenes de las relaciones entre el arte y la vida, como una ingenua compensación ante los desastres que estaba provocando el primer conflicto bélico internacional. Esta abolición del esteticismo, la lógica de la composición y la interpretación de la obra los llevó a experimentar con técnicas como el collage, el fotomontaje, la escritura automática, la improvisación, para borrar toda huella de autoría o voluntad creativa individual, así como a un rechazo visceral a complacer cualquier certeza acerca de lo que se consideraba arte en aquella época.

Dadá en el Archivo Lafuente

Como explica Javier Maderuelo en el catálogo de la exposición Dadá, organizada y producida por la Autoridad Portuaria de Santander y el Archivo Lafuente, del coleccionista José María Lafuente, que pudo verse hasta el pasado 8 de septiembre en Santander, “fue el movimiento más radical de las vanguardias, pero no es posible concretar mucho más sobre él, ya que el conjunto de las actividades, manifestaciones y publicaciones que realizaron sus miembros resultan contradictorias y problemáticas. Los propios protagonistas fueron conscientes de ello y eludieron cualquier tipo de definición programática al enunciar ciertas frases, como ‘Dadá no es nada’”, una de las definiciones que dio Tzara en Siete manifiestos DADA.

Sin embargo, no todos los referentes del dadaísmo afrontaron esa negatividad como una confluencia virulenta entre nihilismo y primitivismo en la forma, el contenido y el concepto. Tal como indica el ensayo reciente de Jed Rasula, Dadá. El cambio radical del siglo XX (Anagrama, 2016), la confluencia de algunos dadaístas como Kurt Schwitters, Theo van Doesburg, RaouHausmann, Hannah Höch o Hans Richter con el constructivismo ruso, así como con escuelas paradigmáticas del diseño industrial como Bauhaus, le dieron a Dadá un aire progresista y utópico que desvió el talento artístico hacia la ingeniería social y se solapó con su apariencia nihilista y despreocupada de la ideología.

Desacralizar el arte: Duchamp

Mientras tanto, del otro lado del Atlántico, un joven de buena familia que había huido de París, así como del reclutamiento obligatorio para la guerra, y se instalaba en Nueva York en 1915. Poco antes, en 1913, ese mismo joven e inquieto artista y ajedrecista llamado Marcel Duchamp se había consagrado entre críticos y los coleccionistas de arte estadounidenses con la obra Desnudo bajando una escalera. Sin embargo, su gran boutade fue una obra eliminada de la primera convocatoria a la que se presentó. La celebérrima La fuente (1917), el urinario más popular de la historia del arte, fue rechazada de la convocatoria del Salón de los Independientes. Y provocó un escándalo que le benefició más que si hubiera participado en él. Trascendió no solo como el primer ready made sino como la primera obra conceptual de la historia del arte. La pieza original desapareció y solo se la conoce por una popular foto de Alfred Stieglitz. Sin embargo, en los años 50 Duchamp autorizó que se hicieran copias y cuando murió, en 1968, había 12 réplicas en circulación. Otro gran puntapié desacralizador del carácter original y único de la obra de arte del que sus buenos aprendices, como Andy Warhol, tomaron nota décadas después.

La baronesa olvidada

Si bien la historia oficial ha reducido la importancia de artistas como Hannah Höch (que descomponía en sus collages los ideales de belleza femeninos en medios de comunicación), la poeta Mina Loy, la bailarina Sophie Tauber o Beatrice Wood, ceramista considerada Madame Dadá, la labor revisionista sigue develando casos más flagrantes aún. Tal es el caso de la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven, célebre artista y cómplice de Duchamp y Man Ray. Entre las muy rocambolescas anécdotas que conforman su biografía (varias estancias en la cárcel por escándalo público, bodas y divorcios intempestivos, incansable nomadismo transatlántico) se insiste en que fue la primera en “inventar” los ready made, así como el concepto de objets trouvés, ya que recolectaba y robaba objetos de la calle para crearse sus excéntricos atuendos. Con los que, por cierto, improvisaba visionarios experimentos del futuro body art, así como de la poesía porno-fonética. Además, la baronesa fue inspiración para el alter ego trans de Duchamp, Rrose Sélavy, inmortalizado por Man Ray en un célebre retrato.

En la biografía Baroness Elsa (2002), la autora Irene Gammel cita una carta enviada a su hermana Sophie en 1917, en la que Duchamp le cuenta que una excéntrica baronesa amiga suya enviará un urinario a un salón con el objetivo de escandalizar. Según esta versión, La fuente habría sido originalmente un díptico. La otra pieza de la obra se llamó Dios —era un pedazo de tubería oxidada pegado a una tabla de madera— y era obra de la baronesa. Una expatriada europea que, como señalan expertos en dandismo y género como Gloria G. Durán (Baronesa dandy, reina dadá, Díaz & Pons, 2014), fue la única artista “puramente” dadá que captó la trascendencia de lo cotidiano en sus acciones y llevó la relación arte-vida al límite.

Siguió influyendo en todo el arte contemporáneo una vez agotado el arrollador ímpetu inicial

Resulta paradójico que para describir los orígenes de esta vanguardia los historiadores del arte contemporáneos recurran a conceptos que remiten a tendencias artísticas aún en ciernes en la época de emergencia de Dadá, así como a experiencias artísticas muy posteriores para dar nombre a algo que tuvo lugar varias décadas antes. Quizás así es como ponen en evidencia que Dadá dio lugar a cosas que aún no tenían una denominación específica. Por ejemplo, el caso del crítico Emmanuelle de L’Ecotais (El espíritu Dadá, 1998), que recurre al cubismo y al famoso happening de los 60, creado por Allan Kaprow, para describir los experimentos dadaístas: “Las veladas del Cabaret Voltaire constituían verdaderos happenings avant la lettre; mientras unos recitaban poemas acompañados, en ocasiones, de músicas extrañas interpretadas con tambores, otros confeccionaban vestidos y danzaban con ritmos endiablados. Hugo Ball inventó poemas abstractos, fonéticos, como Karawane, que recitó en una sala abarrotada, subido a una tarima y ataviado ridículamente con un atuendo cubista”. Quizás esta necesidad de recurrir a conceptos posteriores es otro indicio de que allí fue donde comenzó todo. Y por todo ha de entenderse no solo los diferentes movimientos estéticos que emergieron después, como el surrealismo, el cubismo, el ultraísmo, el constructivismo y tantos ismos más, sino un prolongado tsunami que cuestionó las bases de la institución artística, las reglas de consagración, las normas del gusto y rescató la idea del arte como continuidad de la vida.

Y siguió influyendo en todo el arte contemporáneo, incluso cuando hubo acabado el arrollador ímpetu inicial: desde el expresionismo más oscuro, Gutai en Japón, el movimiento Fluxus, los Nuevos Realistas franceses, todo el arte desde John Cage, Joseph Beuys hasta Andy Warhol. Quizás sea cierto, a manera de colofón, eso que dice Rasula en su ensayo: “Sin Dadá, la vida moderna tal como la conocemos tendría un rostro muy diferente; de hecho, difícilmente podría calificarse de moderna”.