Duelo y melancolía. Cuando la literatura cura
Contar la muerte de un padre, un hijo o la pareja es un tema literario. Aquí se repasan algunos libros que hablan del duelo
Con una escritura obsesiva, Didion hace en El año del pensamiento mágico una transcripción de los días y las horas que pasó en ese limbo en el que quien ha perdido a alguien se sumerge. La muerte, explica Didion, cambia no solo a quien ha muerto: los supervivientes miran atrás y ven señales que no tuvieron en cuenta. “Recuerdan el árbol que se secó, la gaviota que se estrelló contra el capó del coche. Viven de símbolos.” Y según los que añoran, los muertos experimentaron “un momento de terror al darse cuenta del inevitable desenlace del accidente y un instante después, la eterna oscuridad”.
Para Freud, el duelo era un trabajo individual. Para el psicoanalista Darian Leader, requiere de otras personas
Leader se pregunta por el lugar que ha ocupado el arte en el proceso del duelo y si es una herramienta vital que permita darle sentido a las pérdidas. “Un espacio vacío, de cualquier forma, nunca puede ser dado por sentado. Tal vez el trabajo de duelo necesita crear un espacio en sí, crear un marco para la ausencia.”
La moda negra repasa una obra que se publicó hace 100 años, Duelo y melancolía de Freud. El neurólogo austriaco veía el duelo como un trabajo individual, aunque históricamente las sociedades le han dado un lugar central: “La pérdida es insertada en la comunidad a través de un sistema de ritos, costumbres y códigos, que van desde los cambios en la vestimenta y los hábitos de comer hasta las ceremonias conmemorativas”. El duelo, argumenta Leader, requiere de otras personas.
En The Pornography of Death, el antropólogo Geoffrey Gorer reflexiona acerca del ocaso de las manifestaciones públicas del duelo y fecha su origen en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. La sociedad comenzaba a preguntarse si guardar luto por cada uno de los soldados tenía algún sentido. Y desde entonces, el duelo pasó a ser algo que se vivía hacia dentro. Poco a poco se fue desplazando el dolor por la pérdida a la intimidad y se vio como algo incómodo, un tabú. En su ensayo, publicado en 1955, Gorer afirma que, durante el duelo, una persona tiene más necesidad de la asistencia de la sociedad que en ningún otro momento de su vida y es justo en ese momento cuando la sociedad le retira su ayuda y le niega asistencia.
Duelo y dolor
En H de halcón (Ático de los Libros, 2015), Helen Macdonald acaba de perder a su padre y, llevada por la pena, adopta a Mabel, una hembra de azor —un ave rapaz de medio metro de largo y parecida a un halcón— para intentar vencer su dolor a través de la doma del ave. La palabra inglesa para duelo, cuenta, es bereavement y procede del inglés medieval bereafian, que significa “desposeer algo, arrebatar, aprehender, robar”. Todo el mundo sufre el duelo, “pero lo sientes sola. Por mucho que lo intentes, no puedes compartir la conmoción de la pérdida”.
La escritora tardó cinco años en poder escribirlo: “Fue muy difícil pero me ayudó el paso del tiempo y ver mi yo como si fuera ya el de otra, a partir de ahí el libro se escribió solo, era como tener un animal entre las manos que echaba a volar por su cuenta, en ese sentido, el libro es el azor”.
Cuenta Leader que, aunque hoy en día se asocie la melancolía con la tristeza, en el pasado se relacionaba con estados maníacos o periodos de creatividad. Hasta el siglo XIX, la tristeza y el miedo no eran rasgos que definieran la melancolía.
Macdonald intentó convencerse a sí misma de que había vuelto a la normalidad, pero el mundo a su alrededor era muy extraño, la luz que llenaba su casa aquellos días era profunda y lívida, “mitad magnolia, mitad agua de lluvia”. Los muebles, los libros, sus cosas reposaban bañadas en ella, oscuras y quietas. “Sentía como si estuviera viviendo en una casa en el fondo del mar.”
Leader explica cómo el duelo involucra una larga y dolorosa labor: “Su función es separar los recuerdos y las esperanzas de los sobrevivientes de la persona muerta”. El duelo, especifica Leader, es diferente del dolor: “El dolor es nuestra reacción ante la pérdida, pero el duelo es cómo procesamos este dolor. Pensamos en su presencia en nuestras vidas, volvemos a recuerdos de momentos que pasamos juntos, imaginamos que los vemos en la calle, esperamos escuchar su voz cuando suena el teléfono. Ellos están ahí, obsesionándonos durante el proceso de duelo, pero cada vez que pensamos en ellos, una parte de la intensidad de nuestros sentimientos está siendo fraccionada”.
El 10 de enero de 1943, la madre del escritor Albert Cohen, enferma del corazón, murió en Marsella bajo la ocupación nazi. Él estaba en Londres. La muerte de la madre supuso un golpe del que nunca conseguió reponerse. Tardó 10 años en concluir El libro de mi madre (Anagrama, 1999), una hermosa historia de amor dedicada su madre que se publicó por primera vez en Francia en 1954. “Nuestros dolores son una isla desierta”, escribió Cohen. “Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie. No es razón para consolarse, esta noche, entre los ruidos postreros de la calle, consolarse, esta noche, con palabras […] nada me devolverá a mi madre, nada me devolverá a la que respondía al nombre de mamá, a la que respondía siempre y acudía tan aprisa al dulce nombre de mamá. Mi madre está muerta, muerta, muerta, mi madre muerta está muerta, muerta. Así se acompasa mi dolor, así se acompasan y estremecen los ejes del tren de mi dolor, del tren interminable de mi dolor de todas las noches y de todos los días, mientras sonrío a los de fuera con una sola idea en la cabeza y una muerte en el corazón.”
Hasta el siglo XIX, la tristeza y el miedo no eran rasgos que definieran la melancolía
La escritora María Virginia Jaua publicó Idea de la ceniza (Periférica, 2015), una novela escrita a partir de fragmentos de cartas escritas entre dos amantes separados por el océano. Uno de esos fragmentos se refiere al duelo como una práctica íntima y personal: “Cuántos innumerables intentos —fallidos todos, todos fracasados—”, se pregunta Jaua, “se han hecho por explicar qué es el duelo. Cómo se vive, cómo se sobrevive y cómo se supera ese trance”. Y su mente la lleva a recordar a Barthes, de nuevo, y su Diario de duelo. “La lectura de su diario me provocó dos sentimientos encontrados. Por un lado, un enorme sosiego; y por otro, despertó algo así como enojo, rabia: inversamente proporcional a la energía del duelo que en el libro —como en la vida— poco a poco va extinguiéndose…”
Roland Barthes comenzó su diario al día siguiente de la muerte de su madre, el 26 de octubre de 1977. Unas veces lo escribía con tinta, otras con lápiz, pero siempre sobre trozos de papel que él mismo cortaba y disponía sobre su escritorio. Estuvo escribiendo aquellas notas —breves y sabias sentencias sobre el dolor— entre París y Urt, hasta el 15 de septiembre de 1979. El 31 de octubre de 1977 escribió lo siguiente: “No quiero hablar por temor a hacer literatura”.
Un espejo para la pena
En Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013) la escritora colombiana Piedad Bonnett reflexiona muy poéticamente acerca del suicidio de su hijo, que se lanzó desde el balcón de su habitación a los 28 años. En su afán por “penetrar en la muerte” se volcó inmediatamente en los libros desgarradores que, en lugar de reconciliarte con el pasado, “hurgan en la enfermedad mental, el suicido, la experiencia del duelo”. Bonnett vuelve a lo que también dicen Jaua y Macdonald: aunque para ella la experiencia de vivir el duelo fuera desconocida, se ha escrito e investigado tanto al respecto que pareciera que cualquier sentimiento o reacción ya está catalogado. “Hay etapas, dicen los que saben, ciclos que el cerebro experimenta. Tomo notas, me observo. Ahora sé que el dolor del alma se siente primero en el cuerpo. Que puede nacer de improviso, en forma de un repentino desaliento, de un aleteo en el estómago, de náusea, de temblor en las rodillas, de una sensación de ahogo en la garganta. O simplemente de lágrimas calientes que acuden sin llamarlas. (Es sentimiento puro albergado en la amígdala —me dice mi terapeuta— que surge sin necesidad de pensamiento asociado.) Sé que en determinados momentos mi dolor me acerca a la locura. También hay brevísimos instantes de lucidez, de comprensión: no, Daniel no volverá jamás.”
Cada escritor encuentra en otro libro el espejo en el que reflejar su pena. Algo así le ocurrió a Sergio del Molino leyendo Mortal y rosa de Francisco Umbral después de perder a su hijo. En La hora violeta (PRH, 2013), del Molino narra una conversación telefónica que tuvo con su madre justo después de leer la novela de Umbral. Le contó que le había hecho mucho bien leerla, pero que también le había desgarrado algo “en el punto donde algún filósofo antiguo ubicó el alma”. Le cuenta a su madre que de todo lo que había leído hasta ese momento sobre niños muertos, sobre padres huérfanos y sobre enfermedad, el libro “más bello, suicida y hondo” era Mortal y rosa.
El escritor dedica varias páginas a contar cómo Umbral lo escribió. Cuenta que empezó siendo un libro sobre la paternidad, un diario íntimo sobre su experiencia como padre, pero que, mientras lo escribía, “el mundo se rompió, y lo que aspiraba a ser una alegre vindicación de la madurez acabó en elegía”. El libro se publicó en 1975, poco después de la muerte de su hijo por una leucemia. Justo al final de Mortal y rosa puede leerse esto: “Solo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Vivo de llorarte en la noche, con lágrimas que queman la oscuridad. Lo que queda después de ti es una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, a través de todo lo cual vago solamente porque desconozco el gesto que hay que hacer para morirse”.
El dolor disminuirá con el tiempo, se hará cada vez más y más pequeño. Pero nunca desaparecerá del todo. Freud le dijo a uno de sus pacientes que tardaría en superar el proceso de duelo entre uno y dos años. Barthes anotó en su diario la definición que encontró en un Larousse: “Dieciocho meses para el duelo de un padre, de una madre”. Un año después de la muerte de su madre anotó lo siguiente: “¿Escribir para acordarse? No para recordarme, sino para combatir el desgarramiento del olvido”.
En Un mar de muerte (Debate, 2008), el libro que David Rieff le dedicó a su madre, Susan Sontag, Rieff recrea también los últimos momentos de vida de Bertolt Brecht. Mientras estaba agonizando en su habitación de hospital, escribió algunos de sus poemas más hermosos. En uno de ellos, describe cómo desde su cama mira por la ventana a un pájaro que canta posado en las ramas de un árbol cercano. Brecht sabe que aunque él muera, el pájaro seguirá allí, vivo y cantando en el mismo árbol como si el mundo siguiera girando. Es justo en ese momento cuando el poeta se reconcilia con el hecho de su propia pérdida, con la fugacidad de la vida: “Pues nada puede estar mal conmigo si yo mismo no soy nada. Ahora he conseguido disfrutar también del canto de cada mirlo que venga después”.
Una larga tradición que nunca pasa de moda
Jorge Manrique escribió las Coplas a al muerte de su padre en 1477. Podría considerarse una de las primeras muestras, en español, de la literatura del duelo. En los versos de Manrique está lo que se busca en ese tipo de libros: la reflexión sobre el paso del tiempo o la igualación que supone la muerte. La cantidad de libros que se colocan bajo la etiqueta de duelo es abrumadora. De entre ellos, el más citado es el que Joan Didion escribió tras la muerte de su marido, El año del pensamiento mágico. También Rosa Montero o Lea Vélez han escrito sobre la pérdida de sus parejas —La ridícula idea de no volver a verte y El jardín de la memoria, respectivamente—. La escritora francesa Brigitte Giraud escribió Ahora tras el accidente mortal de moto de su pareja.
Si la literatura de duelo es un género, los libros sobre la muerte (o suicidio) de un amigo son casi un subgénero. En Amarillo el escritor
La escritora Valérie Mréjen en Madrid en 2011. DAVID BARREIROS
En Patrimonio, Philip Roth cuenta la enfermedad y deterioro de su padre. También Marcos Giralt Torrent escribe de la muerte de su padre, el pintor Juan Giralt, en Tiempo de vida. En Selva negra, Valérie Mréjen escribe sobre la muerte de su madre en extrañas circunstancias cuando la escritora era una adolescente y cómo le afectó. La otra hija, de Annie Ernaux, es un caso particular: está dedicado a la hermana de la autora, que murió siete años antes de que Ernaux naciera y de cuya muerte prematura sus padres nunca le hablaron.