Miniseries, la opción británica
Durante la última década las producciones televisivas estadounidenses han copado la conversación. Frente a la saturación, se recupera el formato medio y ahí los maestros siguen siendo los ingleses
Para quienes disfrutan de la ficción de largo aliento, narraciones más extensas que el cine y más ceñidas que la indefinida sucesión de temporadas, una posibilidad es volcarse en las miniseries autónomas, con desarrollo y desenlace pactados de antemano. True detective fue quizá el mejor intento reciente de una cadena estadounidense (HBO) por recuperar ese formato y, en su primera temporada, funcionó de maravilla (no así en la segunda). Pero los indudables maestros del género siguen siendo los británicos, que desde hace varios decenios han producido miniseries clásicas: obras que han inspirado a sucesivas generaciones de espectadores y creadores, como Retorno a Brideshead (1981), Orgullo y prejuicio (1995) o, más recientemente, Parade’s End (2012).
Hasta hace poco, ver teleseries británicas en España tenía el inconveniente de que antes había que encontrarlas, puesto que la mayoría de los canales estaban repletos de productos estadounidenses. Pero las nuevas plataformas por internet han facilitado las cosas. Filmin, en particular, se ha convertido en la vía de entrada de las mejores producciones británicas, y en menor medida Netflix ha hecho otro tanto. De momento, ninguna de las que se reseñan más adelante ha entrado en las conversaciones de amplia resonancia cultural de las que han disfrutado las estadounidenses en los últimos tiempos, pero son dramas de calidad, escritos con inteligencia y atentos al equilibrio del conjunto.
El círculo de Bloomsbury
Los amantes de clásicos apreciarán Life in Squares (BBC), una exquisita emisión de tres capítulos a los que no les sobra un minuto. Basada en la biografía de Amy Licence Living in Squares, Loving in Triangles (La vida en plazas, el amor en triángulos), la miniserie abarca 20 años en la historia del grupo de Bloomsbury, una legendaria cofradía que, según Dorothy Parker, “pintaba en círculos, vivía en plazas [o cuadrados] y amaba en triángulos”. Oportunamente, la perspectiva de la adaptación es poliédrica, con escenas bastante breves, muchos cruces de personajes y frecuentes saltos en el tiempo, como para recrear el frenesí de la bohemia de principios de siglo. En el centro, tenemos a las hermanas Vanessa y Virginia Stephen, que pasarían a la fama con los apellidos de Bell y Woolf una vez casadas con otros dos miembros del grupo.
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Bloomsbury siempre dio lugar a caricaturas injustas, que presentaban a sus miembros como niñatos apenas adeptos a combinar la especulación metafísica con los arreglos florales. Nada más lejos del presente enfoque. Desde el primer episodio, en el que la joven Vanessa se quita el corsé y lo arroja por la ventana, la historia retrata con pertinencia el modo en que la revolución artística se alió con una liberación moral. Hubo, como ironizaba Parker, muchos triángulos y permutaciones amatorias, pero en esencia Bloomsbury se adhirió a una erótica de la inteligencia. Los miembros del grupo se excitaban unos a otros porque todos se excitaban con el talento. Y unir arte y vida, como en el caso de los surrealistas o los románticos, era la orden del día.
Se trataba de un proyecto utópico, y la trama está atenta a los costos que tuvo en las vidas de sus cultores. El segundo y el tercer episodio se concentran, quizá en contra de las expectativas mayoritarias, en la figura de Vanessa Bell, que a menudo se ha visto eclipsada por su genial hermana pero es igual de fascinante. Su matrimonio con Clive Bell empezó triunfal; en una carta a su hermana, declaró: “¡La cópula ha sido un tremendo éxito!”. Pero la unión se disipó en una serie de affaires, y el gran amor de Vanessa acabo siendo Duncan Grant, un pintor homosexual que había sido amante de Lytton Strachey y John Maynard Keynes. Aquí los vemos en la casa rural de Charleston —hoy convertida en museo—, donde intentaron crear una comuna artística lejos del mundanal ruido, donde los persiguieron los dictados contradictorios del cuerpo. Tampoco se libraron del ruido, o incluso el escándalo, cuando uno de los antiguos amantes de Duncan acabó casándose con la hija que este tuvo con Vanessa. Incluso para la bohemia era demasiado.
Antes de Bond
Life in Squares es una prueba fehaciente de que la BBC cuida muy bien a los artistas británicos; a veces se diría que los sobreprotege. En Fleming, el creador de James Bond ha sido cuidadosamente adecentado para consumo (casi) general. De su predilección por el sadomasoquismo, brillantemente analizado alguna vez por Christopher Hitchens, se han dejado solo unos traviesos azotes, más acordes con la época de Cincuenta sombras de Grey que con la transgresión de aquel entonces; y de su petulante antiamericanismo no queda nada que pueda ofender al público de ultramar. Tal como lo interpreta Dominic Cooper, un actor que siempre parece estar recordando un chiste, Ian Fleming es un pícaro irresistible, un donjuán de corazón romántico que se ve obligado a vivir a la sombra de su hermano (un escritor de éxito) y bajo la férula de su madre.
‘Marcella’. ITV BUCCANEER
Es un retrato resultón, pero hay un interés añadido en la época. Estamos en los años previos a la fama, cuando Fleming participaba del servicio de espionaje británico en la Segunda Guerra Mundial. Aunque la participación está documentada, la serie no cuida en exceso la fidelidad a la historia y, por si acaso, avisa de que “algunas circunstancias han sido cambiadas en pos del efecto dramático”. Fleming afirmó, en cualquier caso, que todo cuanto había escrito “tenía un precedente en la verdad”, y eso abre el juego a crear una versión de James Bond en la persona de su creador. ¿Realmente se apropió el autor de archivos secretos de los nazis antes de que llegaran los rusos? ¿Creó una unidad de élite que hizo bascular el frente de Grecia a favor de los aliados? Dramáticamente hablando, vale la pena creer que sí, y el drama señala la relación entre la fantasía escapista y el conflictivo contexto sociopolítico que la alumbró. James Bond nació con la guerra fría porque Ian Fleming pasó por el fragor de la Segunda Guerra Mundial.
En el corazón de Fleming se oculta además una veta que los británicos saben explotar mejor que nadie: el drama doméstico, en el que la palabra presupone un mar de subtexto y los actos un abismo de reflexión. Atención a las escenas, exquisitamente ambientadas en restaurantes de lujo y con un vestuario acorde con el entorno, en las que la madre de Fleming se enfrenta a la amante y después esposa de su hijo, Ann Charteris. Y atención a las escenas románticas, en las que se da a entender que la chispa de Ann fue la que encendió la inspiración del futuro escritor. La serie hace lo que puede con el hecho incómodo, desde un punto de vista argumental, de que estos dos amantes ideales no se casaron hasta 1952, siete años después de los hechos narrados, cuando Ann se divorció de su segundo marido, pero recuerda que Fleming escribió la primera de las novelas sobre Bond, Casino Royale, durante su luna de miel en Jamaica. En cualquier caso, a los guionistas eso no parece sugerirles que la pasión había pasado.
Las historias de James Bond se apoyan en la seducción, y 007 incluso contrae matrimonio en Al servicio secreto de su majestad (la cosa acaba mal). Pero pocos imaginaron que el universo masculino de coches, trajes de diseño y plumas explosivas podía prescindir de las mujeres como objeto de deseo.
Espías y amor
La estupenda miniserie de cinco episodios London Spy (BBC, en Netflix) se atreve a lo que ninguno de los continuadores del género de espías había hecho: combinar los tópicos del espionaje con una historia de amor entre dos hombres. Lo hace, además, con una notable predilección por las atmósferas. El primer episodio emplea casi una hora en ambientar el enamoramiento entre Daniel (Ben Whishaw), un joven hedonista y algo desnortado, y Alex (Edward Holcroft, medio robótico), un brillante banquero que se confiesa virgen. De no ser por el título, el comienzo podría hacernos creer que estamos ante una nueva La línea de la belleza (BBC, 2006); pero entonces Daniel descubre el cadáver de Alex, se entera de que su novio en realidad trabajaba para los servicios de inteligencia y ahí se acaba el género romántico.
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Hay un tercer personaje, Scottie (con Jim Broadbent en estado de gracia), un exespía que ayudará a Daniel a indagar en un caso que ni la policía ni la prensa quiere tocar. Pero el tratamiento no se queda en una historia algo disparatada sobre fórmulas secretas y agentes caídos en desgracia. Tom Rob Smith, el director, filma a contrapelo de los ritmos habituales del suspense. Desde la película El topo (2011), pocas narraciones de espionajes han avanzado con tal resistencia al ruido y la furia de la era Bourne. Con una fotografía rica en grises y ocres, las imágenes se pasean por paisajes industriales de Londres, las orillas del Támesis, casas de campo o grandes edificios vacíos. Hay planos y contraplanos que podría haber rodado el más reciente Godard. Hay minutos enteros de silencio, cuya tensión reposa en las fabulosas expresiones de Whishaw. Y no hay una sola persecución, aun cuando en el último episodio hay una escena aterradora de sepultura en vida. La narración, en definitiva, se toma su tiempo, lo que redunda en un calibrado estudio de personajes. Ni siquiera importa demasiado que las revelaciones del final sean flojas: el drama que las precede es consistentemente hipnótico.
Un duro retrato de Londres
Una apuesta similar hace Marcella, una producción original de Netflix en la que una detective que lleva años sin trabajar, Marcella Backland (Anna Friel), vuelve al departamento de policía cuando el modus operandi de un criminal que no logró atrapar reaparece en la ciudad de Londres. Cierto es que la historia amerita mucha más acción que London Spy y también que sus diálogos son más enérgicos, pero se apoya en psicologías plausibles, haciendo espacio para el desarrollo de los personajes. En los ocho episodios de la miniserie también deja suficiente espacio a las complicaciones de una misma investigación criminal, aunque cabría criticar que el número de asesinatos supera lo probable. La historia, en su reparto de violencia, está bastante norteamericanizada. En una ciudad como Londres, don-de se informa en las noticias prácticamente de cada defunción dudosa, semejante escabechina sembraría el terror mediático.
Por el lado positivo, la serie se emparienta con producciones nórdicas como Bron (2011) o, en particular, The Killing (2007), por cuanto el crimen nos lleva a conocer las intimidades de una familia, así como las muchas falibilidades de la sociedad que la rodea. Marcella sufre de blancos de memoria a causa del estrés; su marido acaba de dejarla por una amante. Cuando la primera despierta misteriosamente llena de sangre y la segunda aparece asesinada en un descampado, no hace falta Sherlock Holmes para sospechar quién será el asesino. Pero, aun trabajando de Holmes, Marcella se permite dudarlo, y entretanto los cuerpos se multiplican. En medio de esa maraña de causas y efectos, la miniserie perfila un duro retrato de la Londres contemporánea, casi siempre vista desde el sur, con los enormes edificios de la City al fondo. Desfigurada por la especulación inmobiliaria, la ciudad sigue resultando perfecta como escenario del delito: imponente a los ojos, no es un sitio donde hacerse ilusiones.